Idioma original: inglés
Título original: Sing, unburied, sing
Traducción: Francisco González López (edición en castellano), Josefina Caball (edición en catalán)
Año de publicación: 2017
Valoración: muy recomendable
«No hay felicidad aquí», dice Jojo, el pequeño protagonista de trece años en medio del libro. Y tiene toda la razón. Ni hay felicidad en el mundo de Jojo, ni la hay en esta gran obra literaria, ganadora del National Book Award en 2017. Pero de eso se trata cuando se trata de hacer un retrato de una parte de la sociedad americana que vive en los márgenes, con la tragedia que acecha para irrumpir a la mínima oportunidad.
Así, son necesarias unas pocas páginas para ser consciente del dominio de la narración por parte de la autora, pues, más allá de utilizar un estilo cuidadoso en la elección de las palabras, es hábil y eficaz al elegir la estructura, repartiendo la narración entre diferentes personajes: Jojo, Leonie y Richie. La narración corre a cargo de ellos, siempre realizada en primera persona, y la autora es hábil al dotarlos de una riqueza en matices que les otorga una personalidad propia y marcada que los hace inconfundibles.
Directa al grano, Ward nos sitúa rápidamente en contexto y nos encontramos, de golpe, con una realidad asfixiante: una familia desestructurada y muy pobre, con problemas de diversa índole que arrastra de su pasado y que persisten en su presente, viviendo como buenamente puede en una casa de campo donde crían animales que servirán de alimento a sus hambrientas bocas. Y ya de entrada conocemos a Jojo, y la manera en la que la autora lo introduce en la historia es brillante: nos pone en la piel de ese niño de trece años, y empatizamos perfectamente con él, percibiendo su profundo respeto hacia su abuelo, la desconfianza hacia su madre, ausente en muchas ocasiones y totalmente despreocupada de ejercer como tal, con una figura paterna que está en la cárcel y una hermana pequeña de quien debe hacerse cargo, un tío fallecido de manera trágica; y los abuelos, esas figuras que actúan siempre como referente cuando todo lo demás se tambalea, pilares de un hogar que se sostiene a duras penas.
Una vez definido claramente el contexto, a Jesmyn Ward le bastan pocas páginas para establecer cuáles son las raíces de la familia y de la propia historia. Sabemos lo que hay y de donde partimos, pues con unas breves pinceladas sobre el pasado de los personajes empezamos a ver que, aunque lo que nos cuenta no es poco, hay mucho más, y la autora prefiere suministrárnoslo a pequeñas dosis para que podamos soportar la carga. Porque hay muchas carencias en la familia, y no únicamente de índole económica, sino también afectiva. Porque la madre está, pero no se puede contar con ella, evadida en ocasiones en sustancias psicotrópicas, el padre en la cárcel de la que saldrá en breve, la abuela terriblemente enferma, y un abuelo que infunde respeto pero que parece ser el único que proporciona cierta estabilidad a la familia. Y los niños, solos, hambrientos, desamparados y emocionalmente abandonados. Y un pasado que les marca, les persigue, les atenaza y les asusta.
Y, por si la situación no fuera ya suficientemente tensa, la autora orienta la historia hacia un viaje emprendido en coche en la búsqueda del padre que sale de la cárcel, para traerlo de nuevo a casa; un viaje que, recorriendo Misisipi desde el sur hasta el norte, los encierra dentro del vehículo en una claustrofóbica travesía, metiéndolos en un pequeño espacio que los pone al límite hasta prácticamente ahogarlos en sus propias y trágicas vidas. La sensación de agobio, de cansancio, de encerramiento es terriblemente palpable en cada una de sus páginas, y el desespero es absoluto como lo es su futuro desalentador. No hay ni un solo matiz de alegría, ni una luz que brille más allá de lo que lo hacen las miradas suspicaces de aquellos con los que topan de manera accidental, porque todo son accidentes, vitales, fortuitos, trágicos. Así, la autora aprovecha el viaje para hábilmente introducirnos la carga emocional del libro, alejándose de la supuesta road movie que uno espera para darnos pinceladas de experiencias pasadas, pero no olvidadas, historias sobre campos de trabajo donde hombres y niños negros eran esclavizados para recoger algodón hasta la extenuación, con los abusos de quien no tiene escrúpulos, sometiendo a los hombres y niños al duro trabajo en condiciones impropias para un ser humano. Y sí, hasta aquí la historia atrapa y conmueve, pues la intensidad narrativa es alta, pero arranca de manera definitiva con la aparición de un nuevo personaje...
Porque aparece Richie, y con él la historia despega y crece, pues su personaje conmueve, te atrapa, te asusta y te entristece. Porque intuimos la vida que tuvo, porque vemos a través de su experiencia esos abusos que marcan la vida por los recuerdos que dejan, de la misma manera que ocurre con el cuerpo a través de los latigazos de sus vigilantes. Así, el libro abandona parcialmente la carga de la trama en relación a los adultos, para dirigirla hacia los niños, y es en este punto, aproximadamente hacia la mitad del libro donde la historia vuela, se encierra sobre los niños a la vez que se abre en profundidad. Es ahí donde se recogen las pinceladas que la autora ha ido esbozando para tomar forma en un dibujo desolador, con los niños como símbolo de fragilidad, pero también de una fortaleza que asoma entre la miseria y el abuso, entre el maltrato y la desolación, forzándolos a una responsabilidad que supera la edad en la que la infancia debería ocupar la vida; los niños como símbolo de esperanza, como un futuro que está lleno de posibles, siempre que el éxito en la lucha permita llegar a ellos. Y es en esa segunda mitad de libro inmensa, que la historia va penetrando en las distintas capas del lector hasta suponer un peso que le arrastra hasta la profundidad de sí mismo, pues a pesar de la dureza y la aflicción que envuelve la novela su calidad impide que aparte un segundo la mirada de las páginas que vuelan como el pájaro de la portada. Porque el libro te obliga a seguir, te fuerza a sumergirte, y te somete a una desgarradora y triste historia de seres abatidos por su propia vida, por su propia desgracia, por su pasado, pero especialmente por un presente que no ha podido volar, pues la cadena que ata el paso del tiempo al pasado impide avanzar hacia un camino abierto a la esperanza.
La calidad que emana del libro viene de la potencia de su lectura a varias capas, pues nos retrata una sociedad fracturada, que aún no ha superado épocas del pasado en la que el racismo era evidente y se exhibía sin tapujos, en la que las relaciones interraciales parecían crímenes a ojos de la sociedad, especialmente a ojos de los blancos, quienes desde su lugar privilegiado abusaban y sometían a los negros. Y en cierto modo se sigue arrastrando esos tics racistas, y la autora lo expone, en los abusos policiales, en la violencia social que empaña y ensucia el clima cotidiano, siempre con una mirada hacia el pasado, pues vemos esos campos de trabajo para negros, de sol a sol, bajo la mirada del agujero del cañón de una escopeta en manos de los blancos. Y lo vemos a través del abuelo, y de Richie, y de tantos otros que sufrieron un pasado de condenable injusticia, pero también lo vemos en el presente, en los problemas en la aceptación de una familia interracial. Pero la historia no solo trata de raza, pues vemos también, en otra dimensión, una historia de amor, de amor desenfrenado y posesivo, de amor loco e irreflexivo, de amor nocivo y obsesivo, pero también vemos una historia de amor fraternal y bondadoso, de amor afectuoso y responsable, de amor protector y amable.
El libro nos ofrece una mirada cruda y real sobre el sur de EE.UU., sobre el pasado y el presente de parte de la sociedad negra que sufrió y sigue sufriendo, y lo hace con historias estremecedoras sobre personajes que, de tan magistralmente retratados, acaba conformando una realidad de la que no deberíamos separarnos, apartarnos, sino combatirla, y enterrar esas injusticias que hace demasiado tiempo que duran. Pero no únicamente ofrece este análisis, pues también es un retrato de lo que es una familia desestructurada, perfectamente narrado, con suficientes matices para huir de la típica historia que hemos visto mil veces, porque aquí la realidad y la honestidad se palpa en cada frase, no hay nada forzado, todo está perfectamente calibrado y suena tan real que es imposible salir de la historia indemne. Porque estamos delante de un inmenso libro, del que no puedes despegarte porque, a pesar que el peso de su historia te pide a gritos salir, airearte y alzar los ojos, su carga emocional y la capacidad narrativa de la autora provoca que se abra un vacío inmenso del que no es fácil salir, pues te arrastra hasta el mundo de Jojo y Richie, un mundo de que los niños no deberían formar parte, un lugar en el que los que viven en él están condenados a sufrir, pues están solos, desprotegidos y emocionalmente abandonados.
Y el canto del título, un canto a la lucha de los desamparados, de los humildes. Un canto a favor de una vida no experimentada de la manera en que debería serlo; una vida llena de cicatrices que la violencia de las vivencias soportadas ha debilitado hasta la casi extenuación. No hay optimismo para esas vidas, únicamente la necesidad de salir adelante e imaginar que otras vidas son posibles, a pesar del mundo que les agrede, de la sociedad que los maltrata, del azar que juega con ellas en una partida con las cartas marcadas como muescas causadas en su propia piel durante su cruel pasado. Ni la presencia de los espíritus, de los fantasmas del pasado, logran apartar ni un solo momento la historia de su trágico realismo, pues todos tenemos nuestros fantasmas que nos persiguen y nos echan en cara las decisiones erróneamente tomadas. Y los fantasmas nos persiguen, nos acechan, y no tendremos descanso hasta que afrontemos nuestro pasado y podamos luchar, cara a cara, con nuestros propios miedos y temores.
PD: he puesto la edición en catalán, pues encuentro más acertada la traducción del título (más fiel al inglés original: «Sing, unburied, sing»)