Solemos plantear, cuando la fecha se acerca, a qué dedicamos nuestra pequeña e inofensiva broma anual. Ya son unos años, los que llevamos. Hemos recurrido a libros inexistentes, a autores imaginarios, a diversas estratagemas, trampas inofensivas para poner a prueba ingenuidad y buena voluntad de nuestros lectores.
No va a ser así este año.
Como humildes, y seguramente irrelevantes partícipes de la difusión de la cultura (o del porcentaje que de ésta represente la producción literaria a que prestamos atención), no podemos ser ajenos al riesgo que para esta supone la radicalización política que se está apoderando no sólo de Europa (primer ámbito de nuestro alcance, la mayoría de los que aquí escribimos residimos en la Península Ibérica) sino, en general, del entorno hispanoparlante. No creo que haga falta explicar el crisol de circunstancias concurrentes, desde la intoxicación constante desde los medios de comunicación o las redes sociales, al avance político y social de diferentes oleadas de pensamiento, todas ellas cohesionadas bajo el magma unificador de la imposición de credos, sean estos políticos o religiosos, de visiones siempre oportunamente sesgadas de la sociedad y de la realidad. Visiones cimentadas en antagonismos, en posturas irreconciliables, un caldo de cultivo ideal para una de las mayores tentaciones: suprimir al contrario, una de cuyas facetas es silenciar su opinión o distorsionarla.
Entramos en 2026 y esto no admite bromas: la literatura tampoco es ajena a esas turbulencias. Y su influencia puede ser limitada pero aún podría ser poderosa. No solo asistimos a esa preocupante polarización de las sociedades, también nos enfrentamos al enorme riesgo de que la desaparición del espíritu crítico sea un oportuno daño colateral. Si algo tiene la cultura, en sus distintas formas, es la capacidad de apelar a ese espíritu, tan incómodo para quienes quieren gobernar el mundo rodeados de parabienes de aduladores. Ciertas corrientes hablan de la muerte de la narración, y si ese desequilibrio no se compensa, si nos quedamos en el confortable bando de la complacencia, de leer solo esos ensayos de quienes piensan de forma muy parecida a nosotros, nos espera más de lo mismo desde otros flancos. Ved, si no, nuestras recientes listas: muchos de nosotros nos hemos quejado en términos como año flojo o análogos. Y no me suena que muchas de las consideradas novedades en narrativa hayan calado hondo. De hecho, no recuerdo repeticiones en nuestras respectivas listas y desde luego nuestra coincidencia con las de los medios, ejem, oficiales, es nula. Y la ausencia de una narrativa fresca y potente que refleje las sociedades actuales es preocupante. Era esa proyección de personajes ficticios a la realidad lo que atrapaba a muchos, ese reflejo nos hacía pensar y reflexionar. Hoy tenemos, por todas partes, libros de opinadores, de tertulianos, de oportunos biógrafos y oportunos autobiógrafos, de estrellas mediáticas más pendientes de transferencias que de trascendencias, y muchos de esos agentes literarios sobrevenidos son solo cómplices de eso, perdón por la redundancia, de la complacencia con ese poder que me premia y me publica y que me hará rico si actúo en su apoyo. Supongo que cada sociedad tiene sus ejemplos particulares.
Somos conscientes de que habrá lectores que piensen que esta reflexión tiene también un sesgo ideológico. De que algunos puede que lleguen a la conclusión de que nos oponemos a opciones que pueden haber votado esos lectores en los sitios en que viven. No se trata de eso. Hay que poner en duda a cualquiera que quiera imponernos verdades absolutas. En un lado y en otro, en mundos reales o en paraisos ficticios. Y para hacerlo, la cultura nos ayuda a ello. No nos arriesguemos a que deje de hacerlo.















