Título original: The Ginger Man
Idioma original: inglés
Año de publicación: 1955
Valoración (en su versión castellana): Está bien
Si tuviese que resumir la novela en pocas palabras, diría que trata de un hombre a la deriva. ¡Un hombre que se apellida Dangerfield! ¿Es Sebastián terreno peligroso? En cierto modo sí. No he encontrado ninguna interpretación del apellido, seguramente porque no he buscado bien, pero estoy segura de que tiene que haberla.
En Irlanda, donde se publicó por primera vez, estuvo censurada durante veinte años por su presunto carácter pornográfico. Hasta tres años después no se editó en Estados Unidos. En 1959, hubo que anular una representación teatral en Dublín debido a la presión de la iglesia. Y, sin embargo, desde el punto de vista actual resulta casi inocente.
Dangerfield lo ocupa todo. Sí, tiene un puñado de amigos. Sí, tiene una esposa (y hasta una hija, pero lo mismo podría ser un gato o un jarrón). También tiene algunas amantes. Se supone que estudia, pero la universidad no es más que un decorado, nunca llegamos a verla por dentro. No, no trabaja. Mientras pasa el tiempo él holgazanea, se queja constantemente, frecuenta los pubs de Dublín. Del Dublín particular de Donleavy, que aprovecha el errático callejear de Dangerfield para mostrarnos sórdidos rincones, ambientes patibularios, callejuelas y viviendas ínfimas. Tanto Dublín como Dangerfield aparecen en primer plano y con detalle. Pero un personaje que no evoluciona reduce la parte narrativa al mínimo. En realidad, no es más que un retrato – con su correspondiente fondo – de cuatro decenas y media de páginas. Y eso deja exhausto a cualquier lector.
Lo mejor de Dangerfield es que me lo creo. Me lo creo tanto que me enfado con él, como si existiera, y no con su creador. A pesar de todo, da un poco de lástima y, en alguna ocasión, hasta llega a caernos simpático.
Lo peor de Dangerfield es que va de víctima. En su mente hay un lamento continuo. Pero tiene 28 años, es alto, fuerte, guapo, puede que listo además. Hasta procede de familia acomodada. Pero incluso con esas ventajas hace falta esforzarse un poco. Él no saca partido a nada de eso. No importa, es como es, no tiene sentido pedirle más; por mí, puede holgazanear, vivir en perpetua borrachera, robar, meterse en trifulcas, despreciar a su mujer, ignorar a su hija, traicionar y aprovecharse de todo el mundo. Nada que objetar. Pero, como lectora, hay dos rasgos de él que no soporto: que se crea el más desgraciado de los hombres – ya que, a pesar de hacer lo que le da la real gana, su continuo lloriqueo no nos da tregua nunca –, y que su vida sea tan monótona.
Cuando decide trasladarse a Londres, parece que por fin se anuncia un cambio. Hace preparativos, sueña. Su objetivo lo conocíamos ya: volverse asquerosamente rico, pero ahora al menos tiene una base. En el horizonte aparece un Sebastian satisfecho tras haber cobrado su herencia. No estoy muy enterada de la vida del autor, pero tiene rasgos autobiográficos clarísimos: su procedencia estadounidense, su vuelta a la Irlanda de sus antepasados, la deserción del Trinity College, y otros que podemos intuir.
No me molestan los cínicos ni los disolutos (Henry Miller y Genet están entre mis favoritos) pero cuando los comportamientos absurdos se repiten hasta el infinito y el personaje se sigue sintiendo estúpidamente infeliz, tiendo a rebelarme, me pasó igual con La Conjura de los Necios.
Literatura canalla que José María Guelbenzu compara con Burroughs, Kerouac, Miller también, y Bukowsky. Este último no sale tan bien parado. Afirma que todo lo que Donleavy tiene de literario Bukowsky lo tiene de verborreico. Ya estaba de acuerdo antes de leer el artículo.
Su prosa es rápida, entrecortada, inconexa a veces. No narra, describe acciones. Pasa de la primera a la tercera persona según la mirada del personaje se dirija al interior o al exterior de sí mismo. Donleavy no especifica el estado de ánimo ni la claridad mental del momento, simplemente deja hablar a Sebastian. Esto, aparte su indiscutible mérito, resulta confuso para el lector de una forma muy parecida a lo que ocurre con Ulises, en cuya técnica es evidente que se inspira, aunque su dificultad lingüística es incomparablemente menor.
Su lenguaje es demasiado conciso para tratarse de una obra de esa extensión. Una novela exige ir más allá del simple enunciado de hechos. Estoy segura de que la versión inglesa, con su lenguaje soezmente exquisito, compensa con creces todo lo que podamos echar en falta. A través de la traducción se adivina el áspero tono poético pero, por muy bien trasladada que esté, no estamos leyendo a Donleavy. Además, estoy convencida de que, incluso a la versión original, le sobran unas cuantas páginas y, entre unas cosas y otras, a mí se me ha hecho larguísima.