miércoles, 31 de octubre de 2018

Natalia Ginzburg: Sagitario

Idioma original: Italiano
Título original: Sagittario
Año de publicación original: 1957
Año de publicación de esta edición: 2018
Traducción al catalán: Marina Laboreo Roig
Valoración: Muy recomendable

Edicions de la ela geminada publicará, por primera vez en catalán, las cinco novelas breves de Natalia Ginzburg. Actualmente van por la cuarta, titulada Sagitario. La cual, igual que las que la preceden, me ha encantado. Está escrita con sencillez, aunque no por ello la prosa de Ginzburg deja de ser lúcida y cautivadora. Tiene unos personajes complejos con los que es fácil simpatizar. Aborda temas profundos, como la confianza y el desengaño, siempre de manera humilde, es decir, sin caer en la pretenciosidad a la hora de exponerlos, pero tampoco subestimándolos. Y su tono es entrañable, amargo y cáusticamente cómico al mismo tiempo.

En Sagitario encontramos elementos recurrentes en varias de las novelas cortas de Ginzburg. Algunos son de una relevancia meramente anecdótica; por ejemplo, la hermana mayor que vive en la ciudad y da clases particulares. Sin embargo, los hay mucho más significativos. Uno de ellos es la elección de la narradora, siempre un personaje femenino (que aquí se sitúa en segundo plano, como en Valentino y Las palabras de la noche, en vez de ostentar el protagonismo de El camino que lleva a la ciudad Así fue). Y es que gracias a la narración en primera persona, Ginzburg da voz a unos personajes que pocos escritores considerarían interesantes, a esas mujeres silenciosas de las que habla Ignacio Martínez en un artículo bastante conseguido. Otro elemento recurrente que vemos en Sagitario es el uso de un lenguaje plano, hasta repetitivo a veces, para dar credibilidad al personaje que lo emplea. Porque donde Alberto Moravia tropieza, Ginzburg acierta de lleno; aquí, los italianos de procedencia humilde hablan, precisamente, como italianos de procedencia humilde. ¡Gracias!

Por último, nada malo puedo decir sobre esta edición de Sagitario. La traducción al catalán, a cargo de Marina Laboreo, mantiene impecablemente el estilo y la sensibilidad de la pluma de Ginzburg. En cuanto a aspectos más técnicos, el libro está bien cosido y la impresión es muy digna (esto último fallaba en otras novelas cortas de Ginzburg publicadas por la editorial, como Así fue). Ah, y para ilustrar su cubierta, Sagitario tiene una pintura de Piero Marussig. ¿Qué más puede pedir un amante del arte como yo?

Así pues, sólo me queda repetir una y otra vez que debéis leer a Ginzburg. Llevo dos meses devorando todo lo que encuentro de esta escritora, y creo poder decir que es una firme candidata para ostentar el puesto de mi descubrimiento literario del 2018. De por sí, Ginzburg es una autora excelente, pero es que en su vertiente narrativa me parece todavía más poderosa que cuando toca el ensayo o el teatro. Y sus novelas cortas son, fácilmente, una de sus propuestas más ambiciosas. Avisados estáis.


martes, 30 de octubre de 2018

Kiko Amat. Antes del huracán

Idioma original: español
Año de publicación: 2018
Valoración: tímido


He de confesar que tengo cierta afinidad generacional con Kiko Amat. Y que su imagen de eterno post-adolescente  atribulado por su condición de tipo raro (que lee, que escucha música fuera de los canales comerciales) de habitante del extrarradio barcelonés de los 70-80, me despierta cierta ternura y hasta complicidad poco usuales en mí.
Cosa rara en mí, cuando me entero de que su nueva novela, bastante tiempo después de la precipitada y fallida Eres el mejor, Cienfuegos, va a publicarse en Anagrama, su editorial de casi siempre, pero esta vez bajo la colección Narrativas Hispánicas, no en la más irreverente Contraseña, me digo: "Vaya, Amat ha decidido aceptar que se ha hecho mayor".
Llego incluso a ver una entrevista (solo disponible en catalán) y veo al tipo tímido de siempre, al eterno amiguete de barrio cuyos tatuajes parecen querer provocar que se le pregunte por qué. Por qué de lo que sea.
Así que hay que tomarse Antes del huracán como una especie de reválida. Antes estaba a mi lado Irvine Welsh, ahora puede estarlo Vila-Matas. Los niños se hacen mayores, las canas arrecian, la música actual no me mueve como la de antes, algunos de mis amigos han muerto, de otros no supe nunca más. 
Pero he de decir que no podemos hablar aquí de un volantazo. Un ligero cambio de rumbo, quizás, pero aún esbozado con timidez, quizás con algún temor de no maniobrarse del todo bien en territorios más asentados en la tragedia, veo a Amat dubitativo y la novela acusa altibajos que hubieran sido menos si se hubiera limitado su extensión. Ya sé que decir de una libro que sobran páginas no es la más contundente de las recomendaciones. Pero si muchos lo hacen acerca de Moby Dick, y no pasa nada.
La historia que nos cuenta aquí el escritor de Sant Boi transita en dos ámbitos: Curro y Priu son amigos de la infancia en la población de extrarradio que presta escenario a toda la obra de Amat. Y Curro y Priu son compañeros internos en un hospital psiquiátrico urdiendo constantes planes de huida. En medio, en esos veinte años entre una situación y otra, ha pasado algo. De ese algo se nos van dando pistas más o menos claras, pero el secreto es mantenido con cierta solvencia lo que produce una sensación de cierto suspense, indudable acicate cuando hay por ahí esas páginas algo reiterativas, las de esa niñez y preadolescencia o quizás falta de madurez, que es el registro en que Amat está cómodo pero que es el Amat de antes, el escritor con cierta tendencia ligeramente chorra u onomatopéyica que disfruta de las tragicomedias que parecen travesuras. El otro relato, el del presente, está demasiado basado en una figura algo reiterativa. Internos en el psiquíátrico, los dos amigos han transmutado su amistad en una especie de relación amo-mayordomo que no acaba de cuajar en lo narrativo, que parece demasiado paródica, que tiene demasiadas reminiscencias como para poder fluir con naturalidad, y que acaba siendo algo inverosímil.
La estructura de la novela resulta familiar. Presente y pasado discurren por caminos separados hasta que en el tramo final los párrafos saltan de una situación a otra y ese batiburrillo, ese alargamiento forzado del misterio, acaba prolongándose demasiado.
Lo cual no significa que ésta no sea una novela digna. Evidentemente, tanto más interesante como uno se sienta cercano a la obra de Amat. Porque el Amat con acné y problemas para relacionarse con la gente normal sigue escondido en esos personajes. Entiéndase el símil. El escritor maduro y solemne, el que ya ha pasado lo suyo y asume que en la vida hay cosas diferentes a las colecciones de libros o de discos, aunque esa realidad nos dé un poquito de rabia, asoma por detrás, pero parece reacio a dar un decidido paso al frente.


lunes, 29 de octubre de 2018

Arcipreste de Hita: Libro de buen amor


Idioma original: castellano del siglo XIV
Año de publicación: 1330? 1350?
Valoración: Sse dexa lyer (pero requiere cierto esfuerzo)

No nos engañemos: nos pongamos como nos pongamos, leer un texto del siglo XIV en versión original, sin ‘traducirlo’ o actualizarlo, es una tarea no muy gratificante, por lo menos ardua. Pero tampoco por eso vamos a arrugarnos tan fácilmente. Ya desde Secundaria o como se llame nos habían hablado del tal Juan Ruiz, arcipreste de Hita, y pronto utilizamos algunos fragmentos de su obra para provocar a los Hermanos maristas, así que no se podía posponer por más tiempo esta lectura, para lo cual hubo que activar los protocolos (eso que tanto gusta decir a los periodistas) para sortear o amortiguar los obstáculos que van saliendo al paso.

Para empezar, decía lo del lenguaje. Es frecuente que las ediciones de textos tan antiguos se presenten en un lenguaje adaptado a nuestro tiempo, al menos limando algo la grafía del original. Pero esta mi edición de Austral es tan clásica, tan auténtica que, oiga, ni la menor concesión al pobre lector del siglo XXI.  Un truco puede ser utilizar la propia factura del texto: dado que, salvo unas páginas iniciales, todo está escrito en verso, lo mejor es dejarnos llevar por el ritmo, como si recitásemos, pasando un poco por encima de los detalles ortográficos. No será tan difícil encontrar sentido a palabras en principio oscuras, la comprensión mejora un montón y la lectura se hace más ágil y entretenida. Y bueno, también ayuda el hecho de que todos tenemos una cierta idea de sobre qué va el asunto, los amoríos del arcipreste, la vieja Trotaconventos, doña Endrina, y todas esas cosas. Aún así, tampoco vendrá mal un poco de paciencia, sobre todo cuando se nos presenten varias páginas seguidas atiborradas de versos en cuaderna vía.

Pero vamos al lío. Básicamente, el libro es un relato de las andanzas amorosas del tal Juan Ruiz, narradas con importantes dosis de humor y espíritu iconoclasta. Esto es lo más famoso, pero quizá hay una idea algo inexacta sobre el particular. El Libro de buen amor no es en absoluto un texto erótico tal como podemos entenderlo actualmente. Tras la mención de esas prácticas que el autor define llamativamente como ‘la lucha’ no hay nada explícito en torno a artes amatorias o peripecias sexuales. Así que ahórrese el esfuerzo el que busque alto voltaje en versión medieval. El arcipreste, eso sí, está ansioso por echar el lazo a lo que se mueva, pero la gracia (sea mucha o poca) reside en los trucos y artimañas que utiliza para conquistar a las ‘dueñas’. De hecho, de doce o trece iniciativas que el hombre desarrolla incansable, creo que sólo dos llegan digamos a buen fin, así que sus estadísticas son más bien discretas.

El tronco fundamental son por tanto los ardides del arcipreste y su alcahueta para alcanzar los sucesivos objetivos femeninos, pero hay también algunas otras cosas. Quizá una de las partes más divertidas comprende un pequeño viaje por la sierra de Guadarrama, donde el protagonista se topa con varias mujeres (las ‘serranas’), en encuentros más bien abruptos en los que no cosecha ningún éxito, pero es a cambio violado por la Chata, la más fornida de las mozas que salen a su encuentro. Por lo demás, el autor aprovecha la narración para colocar diversas sátiras, como la famosa batalla de don Carnal y Cuaresma, u otras menos afortunadas sobre las horas canónicas (maitines y todo eso) o los pecados capitales. Hay incluso un par de páginas de cierta profundidad sobre el valor del arrepentimiento y la confesión.

Y aún hay más, y más sorprendente. Especialmente el inicio y el final del libro incluyen unas cuantas cantigas ‘de loores a Santa María’ y algún otro pequeño texto de tono religioso, lo que forma un cóctel algo extraño con los tan desenfadados trabajos de seducción y el sarcasmo que dominan el texto. El arcipreste se esfuerza en las primeras páginas en justificar su defensa del ‘buen amor’ (el amor de Dios) frente al ‘loco amor del mundo’, o del pecado, y tiene el morro de decir ‘por que es umana cosa el pecar, si algunos (lo que non los consejo) quisieren usar del loco amor, aquí fallarán algunas maneras para ello’. A eso se llama pragmatismo, versatilidad tal vez. Quizá la razón de este lío se encuentre en los versos sobre los ‘clérigos de Talavera’: cuenta Juan Ruiz cómo se recibió una orden del Papa amenazando con la excomunión a los clérigos que tuviesen ‘mançeba, cassada nin soltera’. Por lo visto, el propio arcipreste acabó con sus huesos en la cárcel y fue ahí donde escribió el libro, con lo que parece que por una parte dio rienda suelta a su humor, relatando sus aventuras, pero contrapesando el relato con muestras de devoción religiosa, por si acaso. Bueno, puede ser.

Es indudable que el libro tiene momentos divertidos, pero tampoco voy a ocultar que el lenguaje es un escollo que a veces resulta difícil de vencer, los cientos de alejandrinos encadenados sin descanso acaban por aburrir con su ritmo un poco infantil, y las muchas fábulas didácticas, pues hombre, cansan un poco a fuerza de repetirse, aunque a veces tengan también su gracia. Quizá es un libro para leer a sorbitos, por trozos más pequeños y, bueno, no cabe duda de que es Historia de la literatura, que eso también importa. Pero si aún así no nos decidimos, servidor os deja con mucho gusto la deliciosa versión que el gran Paco Ibáñez hace del fragmento sobre el dinero:



domingo, 28 de octubre de 2018

Charles Simmons: Agua salada

Idioma original: inglés
Título original: Salt water
Traducción: Regina López Muñoz
Año de publicación: 1998
Valoración: muy recomendable

Poco se sabía de Charles Simmons, autor de esta novela, hasta la aparición de esta obra, pues no tenía nada publicado en castellano hasta el pasado año y es algo realmente sorprendente, pues se trata de un autor nacido en 1924. Se trata de uno de esos casos donde una editorial pequeña encuentra una joya escondida entre miles de obras, una gota de agua en el océano, justo esa gota que brilla al contacto con los rayos de sol y nos deslumbra. Porque el libro empieza fuerte: «En el verano de 1963 yo me enamoré y mi padre se ahogó.» Con este inicio, el libro ya da muchas pistas de cuáles son sus ejes centrales: el amor y la pérdida, en sus diferentes vertientes.

Poco contaré del argumento, pues se intuye rápidamente: toda la historia ocurre durante un verano, en Bone Point, una pequeña lengua de tierra en la costa atlántica. En ella pasan el verano el joven Michael, de quince años, protagonista y narrador de la historia, y su familia, quienes alquilan la casa adjunta a otra familia (formada por madre e hija) durante las vacaciones. A partir de aquí se desarrolla la historia, una historia de deseos, de pasiones, de decepciones, de celos; una historia sobre las relaciones sentimentales.

Y el verano, ese momento del año que facilita la irrupción de grandes pasiones, a la vez que fugaces. La libertad que nace de las horas interminables, de cambiar la monotonía y estabilidad del hogar habitual por lugares nuevos, diferentes, dando lugar a episodios (a menudo cortos) donde concentrar un torrente de emociones y permitir que salgan cuáles fuegos artificiales en una fiesta de verano. Pero no es una fiesta lo que el autor magistralmente nos traslada, aunque sí un festival calidoscópico en torno a los sentimientos. Pues el autor teje una novela en principio sencilla para dejar que la complejidad la añadan los sentimientos, a menudo deseados, en otros casos buscados, casi forzando su aparición, pero también a veces espontáneos e incontrolables, genuinos y reales, pero también crueles pues la inocencia de quien los siente no está preparada para tal envite. Porque el deseo irrumpe con fuerza, y ataca a quien más indefenso se encuentra.

En esta gran historia, el autor sabe crear el clima de intimidad suficiente para invitar al lector a adentrarse irremediablemente en el libro, y mide el uso y elige las palabras de manera que su lectura evoca un paisaje veraniego de anocheceres plácidos y días soleados. Y los días, que amanecen en la playa, despertando el enamoramiento irreflexivo, inocente y entrañable de ese chaval de quince años. El descubrimiento propio de la edad, en ese periodo de la vida donde el tiempo se detiene en compañía de la persona deseada, incluso idolatrada, y desaparece sin ella. Esos inicios en los que todo parece eterno, mágico, casi imperecedero. Parece...

Porque el libro nos habla sobre el amor y el enamoramiento, no siempre ligados, no siempre siendo uno la antesala del otro, pero sí a veces coincidentes. Y nos habla también del juego que suscita en las personas, más como algo pasajero que como fin, como un divertimento en el que la seducción puede ser el motivo final, sin llegar a la siguiente etapa, sin llegar a culminar pues es en el propio flirteo donde se encuentra la diversión, al menos a ojos de quien lo ejerce y no de quien es el objeto u objetivo. Y, en consecuencia, el libro nos retrata la vulnerabilidad y la seguridad, la juventud y la madurez, la inocencia y la experiencia, y cómo se enlazan los diferentes aspectos que participan en las relaciones humanas, haciéndolos extensivos a las relaciones padres e hijos, con esa admiración de hijos a padres, casi idolatrándolos, en una conexión inigualable.

Así, la novela que ha escrito Simmons habla del amor, es sus distintas formas: amor de padre-hijo (y la veneración y admiración de hijos a padres, pero también de la preocupación de padres e hijos para evitar que sufran), también del amor romántico, idílico entre enamorados; nos habla sobre el cariño, el deseo, el temor, los celos, la seducción, el desengaño, la madurez y la inocencia, la experiencia y la juventud. Una gran novela que evoca las distintas emociones que suscitan el amor en uno mismo y que causan a los demás, y es un gran libro para constatar cómo las pasiones y los sentimientos marcan la dirección de nuestras vidas de finales inciertos y de resultado no siempre tan deseado como el objeto de nuestros sentimientos.

Estilísticamente, el autor teje una gran novela y da muestras de su maestría en un libro que tiene reminiscencias a los grandes clásicos. No únicamente por la revisión que hace de la novela «Primer amor», de Turguénev (cuidado con la reseña que enlazo, pues contiene algún spoiler), sino también por el estilo narrativo que profesa. Así, da muestras de ese estilo llevándonos y evocando a otras épocas, pues es un libro que no parece haberse escrito a finales de siglo XX. Todo en él tiene un aura a clásico, o a novela de otros tiempos, pero además, no parece que este estilo esté buscado de manera artificiosa ni forzada, sino que fluye de manera genuina, se desliza de manera natural, como el velero que utilizan para navegar, para oír el viento y el agua, y olerlos, y sentirlos. No adorna la escritura con grandes descripciones o con abuso de adjetivos, su narración es limpia, sencilla en apariencia, sobria y clara. Escribe para sugerir, y narra lo justo para que el lector amplíe la lectura con su propia aportación, de manera que el libro explica mucho más de lo que sus apenas ciento sesenta páginas contienen.

Con esta habilidad, el libro está perfectamente escrito para apuntar y sugerir la auténtica profundidad de los sentimientos, una profundidad que va muy por debajo de la capa idílica que cubre el enamoramiento, pues bajo la aparente placidez del mar en los tranquilos días de verano en el que se ambienta la novela corren aguas revoltosas, violentas, y es por ellas donde nos arrastra el autor, con un título que también apunta a esa doble lectura, a esa intención de relacionar el mar con el torrente sentimental que nos inunda, pues tal y como afirma el joven Michael: «las lágrimas saben igual que el agua salada».

sábado, 27 de octubre de 2018

Santiago Auserón: El ritmo perdido


Idioma original: Castellano
Año de publicación: 2012
Valoración: Está muy bien


Más que las ideas, que las palabras, que los libros. Lo que más facilidad tiene para saltar de una comunidad humana a otra -incluso aquellas enfrentadas, pongamos, por la guerra- es la música. El ritmo. Aunque unos a la hora de dejarse llevar y bailar sean capaces de dominarlo y expresarlo con cadencia y gracia y estoy pensando en África, el Caribe, Brasil… Y otros, y pienso ahora en el españolito medio, parezcamos tener una viga de hormigón armado por columna vertebral.

Tradicionalmente, las ideas, los gustos, las palabras y los ritmos se expandían en caravanas, en diásporas, en conquistas; las músicas, los ritmos, pasaron de mano en mano, de piel a piel, en tajos y muelles, en lupanares y bataholas, en tabernas y palacios, sirviendo a los humanos para acercar, reconfortar y gozar de otros ejemplares de su especie. La música se transmitió de generación a generación, renovándose y mutando, de una manera física, corporal, cercana, hasta que la aparición de la tecnología electrónica y la industria capitalista generaron un nuevo negocio de masas que hizo que en la segunda mitad del siglo XX los jóvenes occidentales se educaran por primera vez con una música distinta a la que había acompañado a sus padres.

Santiago Auserón (Zaragoza, 1954) forma parte de esa generación, la que se crió entre vinilos de rock, de soul y de música pop creada en Estados Unidos y facturada hacia Europa a través del Reino Unido. Con la explosión de la movida madrileña a finales de los 70, fue la voz y cara visible de Radio Futura, que enamorados de la moda juvenil pusieron a la negra Flor a pasear por la Rambla de Barcelona. Cuando el formato de grupo se hizo poco apropiado para transitar nuevos escenarios más alejados del fulgor del estrellazgo, se inventó a Juan Perro, que le ha permitido seguir en activo como músico hasta hoy. Santiago Auserón tuvo siempre un perfil propio, definido y potente, desarrollando su trabajo creativo entre instrumentos y libros; buscando su manera de crear canciones, con intencionalidad popular y artística. No en vano, tampoco abundan los tipos que se dedican al voluptuoso negocio del rocanrol habiéndose formado en Filosofía en la Universidad de Vinçennes escuchando a Gilles Deleuze. 

El ritmo perdido tiene algo de híbrido literario. Sus primeras noventa páginas son el relato personal de un muchacho que cae fascinado por los sonidos eléctricos que su padre sacaba de la base que la dictadura de Franco había puesto al ejército gringo a orillas del Ebro. Y en las más de trescientas siguientes se embarca en el rumbo de la rumba: “Como diciendo: mi palo viene de una raíz oculta de ramificaciones muy extensas, mi lengua se entiende desde hace siglos con los tambores, participo a mi modo no de una salsa de ingredientes mezclados al tuntún, sino de un cruce seminal de verso y compás. Queda advertido: que ningún rockero, jazzero o flamenco, cabal o mestizo, se prive de apuntarse a la rumba del porvenir. No hablamos de un género restrictivo, está suficientemente probado. No es indispensable ser negro, ni flamenco, ni cubano, ni español, ni andaluz, ni catalán. Hace falta intuición del compás interétnico, viajero, y resulta pertinente el uso del castellano, del catalán o el gallego, por rizar el rizo del lugar común”.

A través de estas páginas, Santiago Auserón busca el rastro del ritmo, del latido de la música negra que desde hace por lo menos más de mil años suena en la Península Ibérica, donde proveniente de Yemen, de Etiopía o del sur del Sáhara ya retumbaba en al Andalus. “El ritmo de la liviandad, de la promiscuidad, de la contaminación interétnica, de la aceleración, del trance, del misterio, del hechizo, del don secreto, del duende…” forma parte del acervo musical popular de esta esquina fronteriza y mestiza de Europa y desde aquí también saltó a América; no sólo a través de la esclavitud sino en rimas y romances que, a su vez, hicieron el camino de vuelta y están en los genes del flamenco. El exhaustivo rastreo de Santiago Auserón no desdeña a Cervantes, a Lope de Vega, a Quevedo ni a Góngora ni a García Lorca ni bucear en fuentes más convencionales, como pueden ser los libros de Natalio Galán, Cuba y sus sones, o Alejo Carpentier, La música en Cuba,  o en las ideas de Elías Canetti, para acabar certificando que “el ritmo negro invade las escalas del palacio de la armonía”.



viernes, 26 de octubre de 2018

Emil Ferris: Lo que más me gusta son los monstruos

Idioma original: inglés
Título original: My Favourite Thing Is Monsters, Vol.1
Año de publicación: 2017
Traducción: Montse Meneses Vilar
Valoración: Muy recomendable

Vamos al grano: ¿nos encontramos ante la "novela gráfica del año", como se han encargado de proclamar infinidad de medios, blogs e influencers comiqueros  (si es que alguien se puede considerar tal cosa), y empezando, como no, por la propia casa editorial de este libro? Pues, con sinceridad, yo no puedo afirmarlo, pero sí admitir que muy bien pudiera ser así. Porque, para empezar, visualmente este cómic/novela gráfica es espectacular... No, perdón: ESPECTACULAR.  700 páginas -¡setecientas!- dibujadas a bolígrafo -no sé si de punta fina o gorda, pero, coño: ¡a boli!-, sobre un fondo de libreta escolar o cuaderno de espiral, rayado;el motivo no es que la autora no pudiese acceder a un papel en blanco -de hecho, en realidad, sobre un papel de dibujo con ese fondo-... Esto lo comento porque también se ha hecho mucho hincapié en el "peculiar" perfil o currículum de Emil Ferris: artista norteamericana que ha publicado su primera novela gráfica a los 55 años y que a lo largo de su vida ha sobrevivido con los más diversos oficios, en ocasiones no  demasiado glamurosos: desde ilustradora médica o diseñadora de juguetes a camarera. Superando además, para dibujar esta obra, las dificultades que le causó una rara enfermedad (material perfecto para los departamentos de promoción de las editoriales, me temo (1)).

Ahora bien, el motivo de utilizar boli sobre papel de libreta rayado no se debe a una necesidad económica ni es un mero ejercicio de virtuosismo... y eso que virtuosismo hay a raudales: los retratos de mayor tamaño o los detalles arquitectónicos, por ejemplo, son impresionantes, No, la razón de haber elegido estas limitaciones técnicas estriba en que se supone que este cómic es el diario gráfico de Karen Reyes, una niña de diez años , muy aficionada al dibujo, que vive en el Uptown de Chicago a finales de los años 60 (por entonces no el mejor barrio de la ciudad, según parece)... vaya, donde pasó su infancia la propia Ferris, qué casualidad. Karen, que no es precisamente la niña más popular de su cole de monjas (2) -de hecho, sufre un bullying de manual de orientador escolar-, resulta ser,  además de una gran dibujante, una niña que rebosa imaginación y con una enorme afición por los monstruos de todo tipo, originada, con seguridad, en las revistas pulp de terror que le compra su hermano -y cuyas portadas, reproducidas por ella en el libro van marcando una suerte de capítulos-; es más durante toda la historia Karen se representa a sí misma como una niña-loba: evidentemente, una forma de protegerse y sobrellevar los sinsabores de la vida que le ha tocado. Vive con su madre y su hermano Deeze -Diego Zapata- en el sótano de un edificio con vecinos también harto peculiares, en el colegio, además del acoso ya citado, debe sufrir cada día como su mejor amiga, Missy, la ha abandonado para integrarse en el grupo de las niñas cursis, y su otra amiga, su vecina, más bien perturbada, la señora Silverberg, aparece un día muerta de un disparo. Contra la idea de un suicidio, Karen decide ponerse gabardina y sombrero de detective e investigar el posible asesinato, lo que la llevará a descubrir los secretos más turbios de las personas de su entorno...


No puedo contar mucho más, porque, como se puede comprobar en el título original del libro .que no en español-, éste es el primer volumen de los (supongo yo) dos que componen la historia y no creo "spoilear"(3), sino aportar una información pertinente, si revelo que la trama o tramas no se resuelven o no todas, en éste. Trama que, por otra parte, va avanzando de dramón en dramón a los largo de las setecientas páginas, al cabo de las cuales, quieras que no, se le agarra cariño a los personajes, pues no dejan, algunos, de rebosar ternura, por lo que no me parece recomendable su lectura a personas con una sensibilidad exarcebada, que se hallen padeciendo alguna enfermedad grave o un episodio depresivo. Para todos los demás, sí, por supuesto: ¡a sufrir!

De todos modos, a sufrir lo justo, ¿eh?, pues disfrutaréis con un despliegue visual tan apabullante y fascinante, y que echa mano de estilos que van desde el clasicismo realista al expresionismo alemán, pasando por el underground de Crumb o el surrealismo chicano... Y un homenaje -y un estudio interesante- al museo de arte de Chicago y los cuadros allí expuestos, que supongo Ferris contempló muchas veces desde pequeña (es también hija de artistas). En todo caso, la maravilla gráfica es tal que nos hace perdonar incluso que nos deje en ascuas en lo más intrigante de la narración y nos haga emocionarnos con las vicisitudes de los personajes -y sobre todo, nuestra pequeña mujer-lobo-, para que ahora haya que esperar a que doña Emil vaya a comprar un cargamento de bolis BIC y se ponga a dibujar con ellos como una posesa para saber como acaba la historia. Esperemos que no tarde otros seis años en dibujarla, por favor... Al menos yo, no sé si podré aguantar ; )


(1) Perdón por el inciso, pero al menos a mí me molesta un poco que se suela poner tanto énfasis en el camino que ha llevado a los artistas o escritores a obtener reconocimiento hacia su obra, cuando éste se sale un poco de lo establecido o habitual: porque les ha llegado a una edad tardía o muy pronto o han tenido que dedicarse a labores "proletarias". Y sí, ya sé que yo he hecho lo mismo en esta reseña, mea culpa...
(2) Gran frase de Karen: "Si tienes los mismos gustos que yo, ser católico te conviene..."
(3) Ya digo que en este caso no creo que se pueda considerar un "spoiler" o "estropeamiento", pero quien no quiera saber nada del final de este libro, mejor que no siga leyendo a partir de aquí.

jueves, 25 de octubre de 2018

Entrevista + Reseña. Llucia Ramis: Las posesiones

Idioma original: catalán
Año de publicación: 2018
Valoración: muy recomendable

Puede que si los tiempos fueran otros yo hubiera leído Las posesiones con otra actitud inicial. Me refiero a los tiempos en que los buenos escritores tenían suficiente con lo que obtenían de sus libros para vivir con cierto desahogo. En ese caso, Llucia Ramis, que es una buena escritora, no tendría porqué mantener una presencia en los medios que condicionase y espaciase los acercamientos a sus obras “serias”, y cuando el lector acudiera a Las posesiones podría hacerlo sin pensar en su autora como comentarista en radios o como cronista de eventos literarios, actividades legítimamente alimenticias pero que, puristas echémonos las manos a la cabeza, son bastante alejadas del arquetipo del autor que trasnocha en la búsqueda del párrafo perfecto y se tortura llenando la papelera de borradores que acaba destruyendo entre sangre, sudor y lágrimas. A cambio de eso, o en vez de eso, el que sigue a Llucia Ramis ya la ha visto comentando presentaciones en La Calders o retransmitiendo por Twitter galas de los Planeta y ha asistido a cierto jugueteo de quien sabe que puede elegir de qué lado le apetece estar.
Cuando ha estado del otro lado, Llucia Ramis ha recibido premios. Las posesiones, por ejemplo, en su versión en catalán (por supuesto, la que he leído al ser mi primera lengua) fue premiada por Anagrama y, a riesgo de ignorar si hubo o no muchos contendientes, creo que lo fue de una forma merecida. Porque, con las debidas distancias y los lógicos errores disculpables y subsanables, en cuanto Ramis se pone el uniforme de escribir (y aquí se lo ha puesto) esa aura de frivolidad se desvanece y queda sustituida por una atmósfera sincera y cercana, pero con la mesura suficiente para dejar de lado ñoñeces y cursiladas y confidencias que suelen malbaratar (palabra que se queda muy corta) los textos de este tipo.

Hablando de tipos. Veo una cierta insistencia en el uso del término “novela” para describir textos como éste. Puede que tenga algo que ver con cuestiones comerciales, pero a mi me causa desconcierto y hasta me confunde, ya que, asumiendo cierta profusión de licencias creativas, me empieza a parecer que ya es un recurso el apelar al equívoco, el sobre-estimular al lector a la hora de afrontar un texto como si diciendo abiertamente “soy escritor y escribo sobre cosas que me han pasado” obrase un efecto desmotivador.

Porque me he encontrado googleando "Benito Vasconcelos" aunque fuera para constatar que sí, es un personaje creado para esta ficción pero no, podría ser que cierto sentido del respeto haya inducido a Llucia Ramis a alterar detalles. Aún así, aunque todo encaje con la realidad y las fechas y las circunstancias cuadren, Ramis me ha enredado, como decimos aquí, y me he visto absorto en esta historia. La de una chica mallorquina intentando abrirse paso en la vorágine barcelonesa pero absolutamente dependiente de divisar todo el rato una referencia para un eventual regreso. La de un padre recién jubilado que emplea sus fuerzas en buscar justicia en el mundo. La de un empresario de los tiempos del pelotazo y de la burbuja y del dinero negro (etapa ni mucho menos cerrada) abrumado por ser víctima de las trampas que él mismo ha creado. La de parejas de ir y venir, todas ellas maduras para unas cosas e inmaduras para otras, y en el telón de fondo esa precariedad que empieza a lastrar a una generación. La generación que se encontró la crisis cuando pensaban que iban a progresar, y la generación a la que se intenta convencer que ya todo está superado pero una de las claves de esa superación es que tú te olvides de cobrar lo que se le pagaba a cualquiera en 2006 por hacer lo que tú haces ahora. Ramis no tiene inconveniente en ponerse a sí misma de ejemplo de esa situación. Y esa honestidad traspasa la página y llega mejor al lector que muchos otros que no voy a citar. Aunque le he decir lo mismo que le dije a Halfon: la experiencia propia puede ser un buen vivero y es obviamente un punto de partida donde uno se mueve particularmente bien. Pero yo espero ficción abierta, creación, diseño de mundos más allá del propio. Esa batalla hay que librarla un día u otro.

Por si esta brillante novela no fuera suficiente, nos ha contestado de forma exuberante, sincera e intensa a unas cuantas preguntas. Menuda entrevista nos has concedido, Llucia: Moltes gràcies.

¿Por cuál de sus novelas recomendaría al lector que empezara con su obra?

Supongo que por la última, Las posesiones. Sergi Pàmies dijo que era como un “grandes éxitos”, así que no hace falta leer ninguna otra. Todo lo que una tarde murió con las bicicletas es más memorialística y la cara soleada de Las posesiones, según Julià Guillamon. En estas dos hablo de Mallorca y las familias, y en Cosas que te pasan en Barcelona cuando tienes treinta años y Egosurfing (las anteriores), hablo de Barcelona y los grupos de amigos. Todas están ubicadas en 2007, justo antes de la crisis, cuya sombra ya se cernía sobre nosotros.

En las dos que he leído he advertido una cierta añoranza de la vida en una isla, como si la vorágine barcelonesa fuera algo de lo que hay que salir a aliviarse. ¿Se ve de vuelta en el futuro, escribiendo desde una terraza en un pueblo, con vistas al mar?

El otro día hablaba con un amigo mallorquín que también vive en Barcelona, y comentábamos que, en el fondo, siempre nos hemos visto así de mayores: en una casa frente al mar. Pero cuando he tenido la oportunidad de hacerlo (y la he tenido en un par de ocasiones), no me he atrevido a dar el paso. No soportaría el paraíso. 
En Mallorca se vive muy bien si no has nacido allí, decía mi amigo. Los que regresan tras haber estudiado la carrera, o porque no encuentran trabajo, entran en la espiral de la ensaimada: se acomodan o les acomodan. Si tienes aspiraciones creativas, hay pocas salidas. De hecho, sólo las hay por avión o en barco. Claro que siempre puedes dedicarte a organizar bodas. Es el destino preferido para casarse.
Es un lugar que el mundo entero pisotea cada verano, y del que tú no puedes salir si no es dando un salto, porque estás rodeado de mar. Para mí Mallorca es como una madre: es la más guapa del planeta, la quieres con locura, te acoge siempre. Desde el momento en el que pones un pie en la isla, eres otra persona, vuelves a ser una niña. Te relajas, estás en casa. Pero al cabo de tres o cuatro días, no puedes más. Mallorca, igual que la familia, es refugio y a la vez es lastre. No puedes escapar.
En cambio, Barcelona es como esa pareja a la que habrías dejado mil veces porque cada dos por tres te saca de quicio. Y yo lo intenté: fui a París, a Buenos Aires, estuve a punto de irme a Madrid, incluso a Beirut. Pero al final siempre vuelvo. Necesito salir de vez en cuando, Barcelona puede resultar asfixiante. Es mucho más pequeña de lo que ella cree. Además, aunque vaya de presumida y se ponga guapa, está muy acomplejada y no sabe lo que quiere. Pronto se parecerá a todas esas ciudades que se ponen botox y silicona, y son indistinguibles. En cualquier caso, fue amor a primera vista. Desde que vine a pasar un fin de semana con unos amigos, a los dieciséis o diecisiete años, supe que viviría aquí, y por eso escogí carreras que no pudieran estudiarse en Palma. 
Sea como sea, no echo de menos la vida en una isla, sino a la isla en sí, al paisaje y la belleza que conformó una parte importante de mi vida. Necesito que ese paisaje se mantenga, porque si no, temo perder una parte de mi memoria y mi pasado. Por otro lado, no volvería a Mallorca para ocuparme de ello. En un momento de Las posesiones, la hija le dice a la madre que no pueden vender la casa familiar, que si lo hacen será como si le amputaran un brazo o una pierna; necesita poder pasar allí sus vacaciones o tendrá la sensación de que le falta algo. La madre le contesta: “Ah, muy bien, ¿y vas a hacerte cargo tú de la casa?”. Y la hija piensa que ni de coña. Ni se le había pasado por la cabeza.
Nuestra generación es un poco así: prematuramente nostálgica (echamos de menos los años ochenta, y pasaron hace cuatro días; aún no somos ancianos). Todavía esperamos que nuestros padres y abuelos cuiden del legado que nos dieron. Ellos lucharon para conseguir unos derechos y unas libertades, y no hemos entendido que a nosotros nos correspondía hacer un esfuerzo para conservarlos. En lugar de eso, nos quejamos por haber perdido unos privilegios, cuando lo grave es que estamos perdiendo esos derechos y libertades como perdemos las casas familiares, que nunca cuidaríamos (antes las alquilaríamos o venderíamos). Los privilegios son individuales, y los derechos y libertades, colectivos. Y claro, vivimos en una sociedad enfocada hacia el individualismo y el narcisismo, en la que nos dicen: móntatelo tú mismo y sálvese quien pueda.

Ya sé que la narradora no es la autora, pero, después de varias obras con coincidencias relevantes con su vida personal, ¿leeremos historias donde no la veamos en ningún personaje?

No creo. La novela tradicional cada vez me interesa menos, como lectora y como autora. Me gustan más los múltiples juegos que propone la realidad, que no existe por sí misma si no es como relato (lo que ya representa una forma de ficción). De todos modos, a partir de las historias de Philip Roth o Coetzee, por ejemplo, también creemos saber cómo son los autores, aunque los diferenciemos del narrador y los personajes, y nadie etiquete sus obras de “autoficción”.
Ahora se le llama autoficción a la literatura, cuando yo diría que la autoficción está en las redes sociales. De hecho, concibo la literatura –el artefacto literario– como una forma de distancia, una elaboración de la realidad que no tiene por qué pasar necesariamente por el yo. ¿Hacían Proust y Joyce autoficción? ¿Y Cervantes? ¿Por qué a los cantantes y poetas no se les pregunta cuánto hay de autobiográfico en sus canciones?
Mi yo es cronista, no protagonista. Pretende ser un yo observador. En una película, sería el director de fotografía. Puedo crear ambientes regulando la iluminación, tamizar algunas escenas, decidir dónde pongo el foco, pero no dar órdenes a los actores. Intento transmitir las emociones a través del modo en el que trato la imagen, subrayándolas lo mínimo. A partir de ahí, el lector pone de su parte. Capta las referencias, que lo trasladan a un momento de su propia vida (o no). No hago autoficción, sino que intento hacer alterficción. Quiero hablar de ti (de ti, y no de nosotros, ni de mí).
Mis narradoras, en primera persona, nunca tienen nombre. Se da por supuesto que es porque se llaman como yo, que su nombre es el que sale en la portada del libro. Mi nombre no merece salir en las páginas de ningún sitio. El juego que propongo (interno e íntimo) es otro: al escribir en primera persona, el lector o lectora lee en primera persona. Por lo tanto, el que se mueve por la historia es él o ella. Es el típico problema que flipa a los niños: “si tú eres tú, y yo soy yo, para ti tú eres yo”.

Como lector, y si las hay, no distingo grandes influencias, ¿cuáles son sus autores de referencia? Con tanto acceso al mundo literario, ¿qué hay en su mesita de noche? y, si no es demasiado comprometido, ¿podría hablarme de algunas lecturas recientes que le hayan dejado algún tipo de huella?

Mis referentes son Emmanuel Carrère, Michel Houellebecq, Natalia Ginzburg, Janet Malcolm, Stephen King (lo leí de adolescente, y fue el primero que me señaló la responsabilidad del escritor con respecto al texto y sus consecuencias; recordemos Misery), también Alejandro Zambra (por sus reflexiones sobre cómo escribir y leer). Todos tratan la escritura como trampa y a la vez salvación, que puede pervertirse hasta la obsesión. Se sitúan en algún lugar de aquello que cuentan. Están ahí, dudan, se equivocan, lo intentan de nuevo. Todos hablan del miedo, que es mi tema favorito y algún día espero estar preparada para abordarlo a fondo.
En mi mesita de noche está la obra completa de John Lanchester, porque participaremos en las Conversaciones de La Pedrera el 29 de octubre. Según los organizadores Montse Ingla y Toni Munné, compartimos al menos tres temas: el dinero, el tratamiento de la verdad y la familia. Mientras releía Capital, recordaba un proyecto –de momento aparcado– por el que quería entrevistar a todos los vecinos de la pequeña calle en la que vivía. A todos. Capital trata sobre los habitantes de la calle Pepys, en Londres, que ven como su fortuna crece por el simple hecho de tener una casa en un lugar que se revaloriza. He subrayado un montón de ideas en Cómo hablar de dinero. Me llama la atención que el dinero salga tan poco en las novelas, cuando es básico, lo determina todo. Explica cómo somos, hasta dónde estamos dispuestos a llegar dependiendo del valor que le demos, etc.
Me dejan huella muchos libros, por motivos distintos, casi siempre porque aprendo algo, o me enseñan las cosas desde una perspectiva que no me había planteado. ¿Recientes? Solenoide, de Cartarescu, Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enríquez, L'art de portar gavardina, de Sergi Pàmies, también Adrià Pujol... Mucho menos recientes: Cioran, Jules Renard, Alice Munro. Pero me estoy dejando un montón. 

¿De que manera decide lo que lee una persona tan activa?

Estoy al día de las novedades porque muchas llegan a casa. Al recibirlas, hojeo las primeras páginas y enseguida sé si me van a interesar o no. A veces me engancho inmediatamente. Otras espero a que salgan las primeras reseñas en prensa y comentarios en las redes. Condicionan bastante. Por ejemplo: compré un libro que me había llamado la atención, y lo dejé al tercer capítulo porque la cadencia narrativa me ponía de los nervios. Demasiado rimbombante. Semanas más tarde, periodistas culturales me hablaron bien del libro. Luego también algunos libreros, luego algunos críticos, y gente de mi entorno con quien suelo compartir gustos. Luego fue un fenómeno. Cuando lo elogió uno de mis hermanos –que no tiene relación con el mundillo editorial– pensé: tengo que darle una segunda oportunidad, a ver qué se me escapa. Lo leí del tirón, y sigo sin entenderlo. Pero esto es lo asombroso y fascinante de la literatura: que no hay nada que entender. Lo que encanta a unos no entusiasma a otros. No existen unas reglas universales, aunque exista un canon y una literatura universal.

Vd. escribe una sección semanal, una especie de crónica de las presentaciones de la semana literaria. ¿Es un mundo tan cerrado como parece? Si reseñar le tentara, ¿podría uno opinar sin cortapisas sobre las obras de toda esa gente con la que ha convivido? 

No, imposible. Cuando empecé a escribir las crónicas, hace unos quince años, no me conocía nadie y me permitía el lujo de decir lo que pensaba sin tapujos. Muchas presentaciones son un rollo, y el ego de la peña es alucinante. Lo que pasa es que, de vernos tanto, al final todo el mundo te cae bien. Siempre somos los mismos en los mismos sitios y haciendo lo mismo: beber, cotillear y reír. Es imposible criticar a las personas con las que te diviertes. O, al menos, lo es para mí. También sería muy difícil hablar de su obra, aunque me tienta hacerlo. Reseñas no, en todo caso un diario de lecturas. Sería un diario secreto, con un candado en forma de corazón para cerrar las tapas. 
Por ejemplo: en la página 34 de Cara de pan, de Sara Mesa, me acordé de una película que me impactó de pequeña. Se titulaba Viento en las velas. Unos piratas atacan un barco donde hay niños, navegan juntos, y al final los detienen. En el juicio, la niña protagonista está tan nerviosa y coartada por el entorno, que es incapaz de testificar a favor del pirata interpretado por Anthony Quinn, con el que se hicieron amigos. De manera que lo condenan a muerte. 
Contaría la vez que leí el Quijote (con veintipico años), o a John Irving (este verano, Una mujer difícil, y ya nunca dejaré el volante girado cuando el coche esté parado; de hecho, no conduzco). Pero no me veo acreditada para analizar ni criticar lo que hacen los demás.
Más ejemplos: a mí el rollo este desgarrador que se ha puesto tan de moda me parece pura pornografía. Y de la mala. Pero tiene éxito comercial (dentro de lo que sería “éxito comercial” en el mundillo, muy inferior al porno de verdad). Recibe buenas críticas, aplausos a la honestidad. Así que no tengo nada que decir. Y tampoco tengo nada que hacer, porque lo que escribo no va en esta línea. 
Si el cítico pone por las nubes el libro de X, cuyas novelas me parecen sosas, su efusividad provocará mi curiosidad, aunque el tema del libro en cuestión me interese cero. El crítico tiene criterio y normalmente es muy chungo, querré saber por qué se ha enamorado de este libro en concreto. Lo cojo, empiezo a leer y ya en la primera página se me cae de las manos. Lo dejo. ¿Y qué? ¿A quién le importa eso? ¿Para qué voy a publicar que estoy en total desacuerdo con el crítico, que sin duda tiene que haberse tomado un tripi? Ya he dicho que, aunque X me cae bien, no se encuentra en mi lista de favoritos. Pero no quiero entorpecer su trabajo ni la promoción de su libro. El tema no me motiva, vale. ¿Tengo que obligarme a leerlo y a obligarme a que me guste? A lo mejor no es el momento. El tema de su libro no me motiva. A lo mejor no es el momento de leerlo. A lo mejor me flipará dentro de unos años. A lo mejor estoy demasiado influenciada por el espíritu de contradicción. A lo mejor las expectativas eran demasiado altas. A lo mejor, si hubiera pasado de la primera página, se habría abierto ante mí un mundo nuevo, lleno de felicidad sideral. 
En definitiva: a lo mejor el libro es buenísimo y no tiene ningún sentido que yo publique lo que opino de él. Menos aún si me voy a encontrar a X en el próximo sarao literario. ¿Qué hacer en estos casos? ¿Fingir que no escribí lo que escribí y que X no lo leyó? Además: ¿cómo se interpretaría mi reseña? Sin duda, como algo personal. Como un autor hablando de la obra de otro autor, de quien tal vez tenga celos y al que intenta boicotear. Es muy complicado. Y no me gustan nada estos rollos, generan estrés. Prefiero llevarme bien con todo el mundo. Mejor quedarse en las fiestas y contarlas (y contar hasta donde se pueda contar; el límite está en el Giardinetto).

Abusando de sus conocimientos de la escena, Vd., que conoce a tanta personalidad, sigue publicando en editoriales independientes. ¿Algún comentario?

La relación entre autor y editor es muy importante, y se basa en la confianza mutua. Uno tiene que creer en el otro y viceversa. Normalmente, cuanto mayor es una editorial, más diluida está la relación entre autor y editor, por una mera cuestión de número y números: hay otros muchos autores, y al grupo le interesa obtener beneficios para mantenerse y crecer. Si es grande, necesita más ganancias, con lo que apostará por obras más comerciales. 
Existen potentes grupos editoriales sin editores, o cuyos editores tienen poco margen de actuación, o poco tiempo para dedicarse a los autores, porque se les exigen resultados más económicos que literarios. Por una parte, estos grupos cuentan con premios suculentos, una muy buena distribución y mucha publicidad. Pero para que puedas acceder a todo eso, tienes que estar entre los más vendidos. Y entre los más vendidos no siempre están los mejores libros.
Yo quiero estar segura de lo que publico. Entiendo que pueda gustar más o menos, que pueda tener mejor o peor aceptación. Pero publicar es un honor, y hacerlo en sellos como Anagrama o Libros del Asteroide, formar parte de catálogos tan potentes como los suyos, para mí es una garantía de que no lo estaré haciendo tan mal. Ambos son una marca de calidad. Además, los editores me acompañan durante todo el proceso, nos entendemos, hablamos del texto; hacen observaciones, propuestas, las discutimos. Trabajamos juntos. El texto es mío, pero el libro es nuestro. Tenemos que quererlo, sentirnos orgullosos de él.
Algunas personas están impacientes por publicar, sueñan con tener fama y dinero. Carezco de esa vanidad. Escribir no va de eso. Tampoco va de competir, a ver quién está en las listas de los más vendidos o ha sido traducido a más lenguas. Son circunstancias pasajeras, el año que viene le tocará a otro. Meterse ahí es presionarse gratuitamente, una pérdida de energía absurda; uno acaba centrándose en sí mismo y no en su obra. Ni me voy a hacer rica con los libros que escribo, ni voy a enriquecer a nadie. Y sin embargo me siento la persona más afortunada del mundo. Me dedico a lo que quiero, hago lo que me da la gana, y estoy muy bien arropada.
Si una pequeña editorial como Barrett se fija en Coses que et passen a Barcelona... diez años después de su publicación, para mí es un regalo. Sé que se lo van  a currar, porque el hecho de sacarla en castellano les hace la misma ilusión que a mí. Al final se trata de disfrutar de lo que haces con personas que también lo disfrutan. De celebrarlo.

¿Cena de vuelta a casa después de los canapés, o las presentaciones ya no son lo que eran?

¡Jajaja! Hace tiempo que ya no dan canapés. ¡Incluso hay presentaciones en las que no dan ni una copa de vino al final! Y pensar que el premi Ramon Llull se llegó a entregar en Andorra, tres días en hoteles de lujo y baños en Caldea... He visto cosas que no creeríais, a importantes autores catalanes remojándose en aguas termales y paseando en albornoz. Todo eso se acabó para siempre. Creo que la situación actual se parece más a la alcoholexia. O sea: tomar unas cañas sin cenar porque no hay dinero para la tapas, pero mientras no falte para la cerveza, todo irá bien. Menos la resaca.

miércoles, 24 de octubre de 2018

Ngũgĩ wa Thiong'o: El río que nos separa

Idioma original: Inglés
Título original: The river between
Traducción: Alicia Frieyro Gutiérrez
Año de publicación: 1965
Valoración: Recomendable

Volvemos a la carga con “El río que nos separa”, la segunda novela de ese eterno candidato al Novel uladiano (y al sucedáneo ese que concedían los suecos) que es el keniata Ngugi Wa Thiong’o. Publicada apenas un año después que “No llores, pequeño”, guarda con esta primera novela muchas similitudes, tanto en “continente” como en “contenido”.

Para empezar, y aunque quizá esto carezca aparentemente de importancia, ambas novelas están escritas en inglés, idioma que más adelante “abandonaría” para volver a su idioma materno, el kikuyu. Este abandono será parte fundamental en la vida y obra de Thiong'o y aparecerá explicado en algunos de sus textos posteriores.

Comparten, además, unos temas o unas inquietudes comunes ya que “El río que nos separa” trata nuevamente de las consecuencias que tiene entre los kikuyu la aparición del hombre blanco en su región. Otros temas, también recurrentes en la obra del keniata, como la intolerancia en sus más variadas formas o el papel primordial de la educación como motor de desarrollo personal y comunitario, tienen un peso importante a lo largo de la novela. 

Por último, al igual que “No llores, pequeño”, “El río que nos separa” es una novela interesante que podría haber dado aún más de sí. A ver si me explico!

“El río que nos separa”, que vuelve a superponer el plano particular y general, narra el paso de la infancia a la madurez de Waiyaki y podríamos dividirla en dos partes bien diferenciadas. La primera, que comprendería la infancia y adolescencia de Waiyaki, me parece sensiblemente más floja. Los hechos que configuran la visión del mundo que poseerá el Waiyaki adulto son apenas pinceladas trazadas con demasiada celeridad. Me da la impresión de que a esta parte le falta algo de consistencia o de desarrollo. Claro que, en ese caso, a lo mejor estaríamos ante un novelón de 500 o 600 páginas y esa no era la idea de Thiong’o. ¡Quién sabe!

Por el contrario, la segunda parte, esa en la que en conflicto entre tradición y modernidad se hace más presente y acaba afectando de manera directa a Waiyaki, me parece mejor construida. Se ofrece de manera mucho más clara la complejidad de causas y efectos que el citado conflicto provoca, tanto en  la sociedad como en personaje, y la evolución de unos y otros aparece mucho más trabajada y “mejor explicada”.

Esta creo que es la principal virtud de libro, la de ser capaz de analizar los efectos que tuvo la colonización y de mostrar los conflictos y contradicciones que, a raíz de la misma, surgieron dentro de los pueblos africanos. Eso sí, creo que en obras posteriores (ya reseñadas en ULAD, por cierto), estos temas están más y mejor desarrollados. 

martes, 23 de octubre de 2018

Fiódor M. Dostoievski: Memorias del subsuelo


Idioma original: Ruso
Título original: Записки из подполья
Año de publicación: 1864
Traducción: Bela Martinova
Valoración: Imprescindible


Me da un poco de reparo reseñar esta obra. ¿Estaré a la altura de las circunstancias? ¿Lograré plasmar en estas líneas lo mucho que me gusta? ¿Qué puedo aportar yo, cuando se han escrito ríos de tinta analizando este clásico de la literatura universal? Bueno, no sé cómo saldrá esto, pero tenía que hablar de Memorias del subsuelo sí o sí. No es balde es, a día de hoy, mi novela favorita. Allá voy, pues.

Básicamente, Memorias del subsuelo narra la existencia gris de un funcionario anónimo. El minucioso retrato psicológico que Dostoievski hizo de este personaje permite al lector entender qué es lo que debe esperar de él tras las primeras páginas; y, pese a ello, nos seguirán sorprendiendo gratamente su comportamiento y su forma de actuar hasta que acabemos la novela. En otras palabras: Dostoievski acota la caracterización del «habitante del subsuelo», pero en ningún momento eso hace que sus acciones se vuelvan predecibles. Y es gracias a este margen para la sorpresa, precisamente, donde radica el poderoso giro final con que Memorias del subsuelo se cierra.

Pero, ¿por qué se habla tanto de esta obra? Por varias razones: es considerada una precursora del existencialismo; discurre a la misma altura (histórica y conceptual) que la moral del amo/esclavo nietzschiana; y anticipa ideas modernas como la psicopatía o la sombra junguiana. A estas dos últimas ideas, por cierto, las despatolagiza, además de volverlas amorales. Pero ya llegaremos a eso.

Lo primero que salta a la vista cuando uno lee este libro es la atípica estructura que presenta. Y es que Memorias del subsuelo tiene dos partes muy diferenciadas.

  • La primera, llamada "El subsuelo", está compuesta por once capítulos. Fue concebida de manera extraña: más que narrativa convencional, es una especie de monólogo introspectivo con que el protagonista del libro abruma al lector, una disertación semi-filosófica plagada de contradicciones, la densa exposición de ideas de un interlocutor que oscila entre el patetismo más derrotista y la arrogancia envalentonada. En esta sección se rompe constantemente con la cuarta pared, ya que el personaje apela al lector de forma más o menos explícita. 

  • Por otro lado, la segunda parte del libro, "A propósito del aguanieve", consta de diez capítulos. Está redactada con un carácter narrativo más convencional que su predecesora, a modo de pasaje de novela; alberga algunos diálogos, además de descripciones de acciones y situaciones. Para mí, hace más dinámica la lectura global de la novela, y aunque al principio choca bruscamente con el formato previo, la transición entre ambas secciones es completamente orgánica, jamás llega a hacerse desconcertante. Asimismo, esta parte ayuda a ilustrar e indagar en los temas expuestos en "El subsuelo". 

Otro aspecto de Memorias del subsuelo que creo relevante es su protagonista, cuya presencia claramente absorbe todo el libro. Digámoslo sin tapujos: el habitante del subsuelo es un ser despreciable. Y no uno con quien puedas simpatizar, realmente. Al contrario que otros personajes dostoievskianos (que, precisamente, se basarán en este), nuestro protagonista apenas tiene aspectos redimibles. Lo mejor es que, nada más empezar el libro, él mismo lo reconoce. Nos confiesa: «Soy un hombre enfermo… Soy malo. No tengo nada de simpático.» Ciertamente, es alguien frágil y resentido. Malvado, incluso. O, al menos, a nuestros ojos. Porque según él, nosotros vivimos moral y racionalmente, y la vida sólo es interesante gracias a su negatividad. Uno no es libre si no opta por lo destructivo, por lo irracional. En otras palabras, y como ya había adelantado anteriormente, el hombre del subsuelo convierte en amoral su forma de ser. Y, según él mismo, es su forma de ser la que le eleva frente a los demás.

Este hombre, roto física y emocionalmente, reconoce que su frustración y su culpa lo acompañan todo el tiempo, pero no se victimiza por ello en ningún momento; de hecho, abraza su comportamiento, lo convierte en un estilo de vida. O, más bien dicho, en una filosofía de vida. Hay tintes autojustificatorios en esta decisión, no lo niego, pero lo fascinante del asunto es que él es a ratos consciente de ellos, a ratos no. Simplemente es una persona con tanto miedo a ser herida que prefiere atacar a los demás primero, un ser tan temeroso de ser rechazado por la sociedad que la acaba rechazando él primero. Esto, evidentemente, está dispuesto a admitirlo sólo de vez en cuando.

También el mundo, visto a través del habitante del subsuelo, es connotado por los dos ojos que lo escrutan. Así pues, sin que ésta sea realmente una intención patente de la novela, su autor nos arroja a través de ella ideas sobre la civilización, el amor, la sociedad, etc... Ideas de un carácter bastante nihilista, si se me permite.

En este tinglado, Dostoievski permanece neutral, no irrumpe en la historia para ensalzar a su personaje, sus opiniones, ni tampoco le recrimina nada. Sencillamente, se limita a entregarle las riendas de la historia. Y cuando las contradicciones de este ser del subsuelo afloran, jamás se obvian ni maquillan, sino que se ofrecen al lector para que éste extraiga sus propias conclusiones. Es una vez leído y releído este libro que uno debe preguntarse: ¿qué vas a hacer de ahora en adelante, cómo vas a vivir? Porque sí, por si no había quedado claro, Memorias del subsuelo es uno de esos libros que cala hondo en el lector, que le cambia la vida. Uno no es, no puede ser el mismo, tras cruzarse en su camino.


Otras obras de Fiódor Dostoievski en ULAD: El idiota, Crimen y castigo, El jugador, El eterno marido, Los hermanos Karamazov, Noches blancas, Stepanchikovo y sus moradores, El doble, La sumisa

lunes, 22 de octubre de 2018

Semana del arte #8. Colaboración: Álvaro Enrigue: La muerte de un instalador

Idioma: español
Año de publicación: 2008
Valoración: Recomendable

Señala Juan Villoro en la solapa que cierra La Muerte de un Instalador: Enrigue transforma la vanguardia en arte funerario. Un instrumento para calibrar la era del cinismo mexicano, donde el crimen pertenece al arte de la instalación.” Hacer arte es una manera de hacer crimen. O mejor, el crimen y el arte han intercambiado estrategias y tácticas hasta hacerse inconfundibles. 
Esa confusión es el tema central de La Muerte de un instalador, donde se narran las desventuras de Sebastián Vaca, un aprendiz de artista que tiene la desventura de encontrar a Aristóteles Brumell-Villaseñor, coleccionista y millonario, embaucador y esteta. Como el título de la novela indica, Brumell marcará el inicio y el fin de la obra y de la vida de Vaca. Más aún, los caprichos del coleccionista harán que Vaca se cuestione el sentido de su obra y de su realidad, que se pierda en una experiencia de degradación sin límites, y que finalmente dé su vida por la causa de la vanguardia.Las desventuras de Vaca, su sufrimiento, se convertirán, entonces, en la producción artística de Brumell, en un pasatiempo pasajero cuya única función es la de contribuir a la diversión de una élite social disfrazada de vanguardia.
Un colega de Nueva York suele decir que tenemos el mundo del arte que nos merecemos. La novela de Enrigue es fiel reflejo de ello. La novela empieza y acaba sin que podamos empatizar con ninguno de sus personajes. Detrás de todas las aspiraciones y aspiraciones de artistas, galeristas, curadores, adivinamos intereses puramente materiales. En este sistema, toda transgresión aparece formatada y controlada por un sistema que, como bien refleja Enrigue, ya no actúa bajo la forma de un museo que censura, sino de una vanguardia cínica, obsesionada con la producción de experiencias cada vez más extremas y macabras. Enrigue, además, piensa desde un contexto específico, el de México a inicios del siglo XXI, donde la arbitrariedad y la ubicuidad de la violencia toman prestada la espontaneidad del arte contemporáneo, donde la experimentación performativa con el cuerpo adquiere tintes macabros, y donde los más creativos no hacen arte, sino que asesinan.
La muerte de un instalador forma parte de un interés reciente por captar el trasfondo de un medio artístico que hace mucho que dejó de tener en su centro la capacidad creativa, única e inigualable, de la figura del artista. Lejos estamos aquí de genios románticos que desafiaban al sistema e imponían sus excentricidades. La novela dibuja un cuadro mucho más real y mucho más siniestro, con artistas que se debaten por conseguir un mínimo de financiación en un panorama superpoblado, con instituciones públicas que bailan al son del lado más violento del capital privado.Surge una pregunta: si hoy en día no resulta necesario visitar un museo o una galería para ver arte, sino que esa facultad creativa se resulta accesible a cualquier persona interesada en customizar su experiencia y justificar su originalidad, ¿por qué escribir sobre arte contemporáneo? Pues porque escritores como Enrigue consiguen la distancia suficiente para ser críticos y cómplices con ese sistema; porque consiguen realzar las semejanzas entre el ambiente especializado de la contemporaneidad artística y las pulsiones más siniestras de nuestro día a día; y porque además consiguen arrancarnos más de una sonrisa o, como en este caso, más de un escalofrío.
Y quizá sea este precisamente el punto en el que la novela flaquea un poco: en justicia, no podemos pedir un final feliz para La muerte de un instalador. Desde el título, el protagonista está destinado a morir, de la misma manera que su muerte está destinada a ser absurda. No se trata de eso. El problema es que los artistas de la novela acaban por no tener voz. Todos se pliegan, de una manera o de otra, a los desvaríos estéticos de Brumell. Llega a olvidar que otros mundos (del arte) son posibles. Hablar de agencia o de esperanza en un texto que reflexiona sobre la conexión entre producción cultural y la normalización de la violencia extrema en el México actual, sería pedir demasiado. Y sin embargo, uno se queda pensando si la ironía y la crítica negativa son el único y el último recurso frente a ese contexto. Sobre todo, porque varios artistas están desafiando esa conclusión desde su trabajo, ensayando, en su realidad diaria, finales alternativos. Con las voces de esos artistas, La muerte de un instalador sería una novela distinta.Pero también sería, creo, una novela más completa.

Firmado: Carlos Garrido

Otros libros de Álvaro Enrigue reseñados en ULAD: Muerte súbita

domingo, 21 de octubre de 2018

Semana del arte #7. Susanna Partsch: Klee

Idioma original: alemán
Título original: Paul Klee 1879-1940
Año de publicación: 1994
Traduccíón: Félix Treumund
Valoración: muy recomendable

Tenía mis dudas acerca de la cuestión. Si "colar" este libro como contenido de un blog literario bajo el pretexto de una semana dedicada al arte (perdonad que no vea pretexto para el uso de mayúsculas) no resultaba excesivamente forzado o, incluso, desconsiderado hacia toda esa masa de seguidores que espera algún consejo de otro tipo, quizás no tan funcional.
Dudas disipadas.
Primero, porque a pesar de la deficiente traducción  (tiempos verbales esquizoides, construcciones gramaticales forzadas, transcripciones al pie de la letra - ¡esas figuras pasivas! -, etc.), el texto que acompaña al libro es de un elevado valor, si no literario (este es un libro publicado por Taschen, y su enfoque claro es mostrar aspectos gráficos y acompañarlos de textos dignos) sí informativo, hasta un punto que lo hace muy relevante, por lo cual no puedo evitar recomendar su lectura y tenencia con ávido entusiasmo. 
Segundo, porque, además, el material gráfico que acompaña al texto es, y odio la consabida frasecita sobre los gustos, sencillamente deslumbrante. Aunque habrá quien piense que la pintura abstracta sea un mero manchar de colores y que "eso lo hace mi sobrino Álex, de tres añitos". Por favor, si ese es tu caso, puedes dejar de leer justo aquí.

Los libros sobre pintura (sobre fotografía, sobre arquitectura...) son un sucedáneo, claro. Qué más querríamos todos que tener los originales ante nuestras narices y no tener que sufragar costosos viajes a los lugares donde estos se ubican. Siempre que no se trate de piezas que alguno de esos elegidos que envían a gente con teléfonos a las subastas se haya adjudicado por una millonada para contemplarla de forma a medio camino entre fanfarrona y onanista colgada o expuesta en un salón o metida en una urna.
A cambio de eso, y por un módico precio, estos libros (normalmente, aunque no es este el caso, de gran formato, y que, por tanto, quedan la mar de chulos en mesas de centro) nos aportan ese acceso prohibitivo o muy complicado de otra manera. No podremos capturar la energía de la pincelada, no podremos ponernos en pose introspectiva durante largas horas frente a ellos, pero la experiencia ya es válida. El trabajo de Klee es, cómo no, una absoluta maravilla. En apenas una centena de páginas la obra del pintor suizo queda reflejada de forma coherente y fidedigna, y Partsch, autora a la que merece la pena nombrar, repasa su trayectoria vital desde sus titubeos vocacionales (también tocaba instrumentos musicales, y llevó un diario escrito de sus experiencia) hasta el momento en que, en un viaje a Túnez acompañado de otros pintores, decide dejar de ser un dibujante y ser un pintor. Los colores representan una epifanía para él.
Su recorrido vital, el de un artista casi siempre ignorado, en el período que abarca desde principio de siglo XX hasta el año 40, en que muere ya de vuelta a Suiza, tras haber vivido en Alemania, tenido un hijo, pertenecido a la mítica Bauhaus, y ser incluidas sus obras en las lúgubres exposiciones del arte degenerado, es casi un paso por paso del arte contemporáneo y de la situación europea que le acompañó. Y sus pinturas lo manifiestan y este libro las muestra en detalle y las comenta con la cercanía de un admirador y la perspectiva de un erudito.

E igual que suelo incluir (no siempre, reconozco, para bien) párrafos de algunos libros en mis reseñas, no creo que esta reseña estuviera completa sin mencionar y mostrar este cuadro, "Revolución del viaducto" el cual, explica el libro, fue la contestación del artista a la tendencia uniforme e unificadora de la arquitectura de las infraestructuras nazis. Arcos de puente irregulares en forma, color y tamaño que se muestran ante el observador como una réplica. No flores ni palomas ni ramitas de olivo. Una contestación clara y transparente a la imposición del poder frente a la libertad creativa. ¿Veis a Jeff Koons haciendo algo parecido? ¿Veis a algún artista mostrar un símbolo tan contundente de reacción ante el totalitarismo, jugándose el pellejo, no una multa, no una bajada en la cotización de sus obras entre los finolis adinerados que las adquieren, sino la vida?

Yo tampoco.

sábado, 20 de octubre de 2018

Semana del arte #6: Manuel Jesús Roldán: Eso no estaba en mi libro de Historia del Arte

Idioma: castellano
Año de publicación: 2017
Valoración: entre recomendable y está bien


Esto no estaba en mi libro de Historia del Arte parte de una premisa falsa, de un engaño manifiesto: ¡nadie sabe lo que había en el libro de Historia del Arte porque todos nos saltábamos las clases, que por algo era una de las "marías" del Bachillerato, a la que sólo iban los tres empollones de siempre mientras los alumnos normales nos largábamos a fumar petas al parque! ¿Ah, que no, que vosotros sí que ibais? ¿Que el arte es vuestra pasión y lo primero que hacéis cuando salís de viaje es patearos todos los museos de la localidad donde os encontréis, incluso los dedicados al mundo del Orinal, a Saleros y Pimenteros o al Almirez (existen, y quizás no muy lejos de donde vivís)? Sí, ya, me habéis convencido -guiño-guiño-codazo-... pues entonces tendréis que saber que algunas de las figuras o historias que presenta el profesor Roldán en este libro SÍ que aparecen en los libros de Historia del Arte. Al menos hoy en día y por lo menos en los manuales o monografías universitarias.

Cierto, no obstante, que muchas de estas figuras sólo son conocidas por especialistas. Así, en el primer capítulo del libro, dedicado a las mujeres artistas y que, en muchos casos, han sido ninguneadas por el canon posterior, a pesar de gozar de un gran éxito en su vida, se alternan algunas muy o bastante  conocidas (Sofonisba Anguissola,  Artemisia Gentileschi, Berthe Morisot, Camille Claudel, ¿Tamara de Lempicka?... ¡Frida Kalho, por favor, que está hasta en los souvenirs para turistas!) con otras muchísimo menos o al menos así lo eran para mí: Lavinia Fontana, la escultora Luisa Roldán o Elisabeth Vigée Lebrun, la retratista favorita de María Antonieta y de la nobleza francesa antes de que... ejem, perdieran cualquier cabeza que pudiera ser retratada.

A continuación, se nos ofrece una serie de pequeños ensayos sobre temas diversos: las "selfies de los artistas" (es decir, los autorretratos, pero hay que ser modernuki...), desde Alberto Durero a la fotógrafa Cindy Sherman, pasando por los notorios ejemplos de Rubens, Rembrandt o el inevitable, en este caso, Vincent van Gogh; otro capítulo está dedicado a los artistas que se han suicidado, desde  el escultor Torrigiano  -por "huelga de hambre"- o el arquitecto barroco Borromini al pintor Mark Rothko. Un ensayo más prolijo y quizás más interesante  (habida cuenta que las selfies hoy en día son casi una epidemia y que suicidios se dan en todas las profesiones), es el dedicado a la representación -o no representación-, a lo largo de la Historia del Arte, del sexo femenino (me refiero a las "partes pudendas", en concreto), a partir del famoso y explícito cuadro de Courbet "El origen del mundo". Son muchos los ejemplos que aquí se citan, pero yo destacaría el cuadro "El columpio", de Fragonard, donde esa parte de la anatomía femenina, justamente... no se ve.

El quinto capítulo está dedicado a las obras que han sido rechazadas por los comitentes o han provocado algún escándalo memorable (y, en casi todos los casos, ya periclitado), ya sea por lo "inadecuada" representación de escenas religiosas, como le ocurrió nada menos que a Miguel Ángel, Veronés y Caravaggio, por el empleo de técnicas vanguardistas -los cuadros impresionistas, cubistas y fauvistas-, o, directamente, por la voluntad del artista de epatar y, en algún caso, ridiculizar al mercado del arte: es el caso del readymade "La fuente", de Marcel Duchamp y no digamos de la cotizada "Mierda de artista", de Piero Manzoni (aprende, Banksy).

El siguiente capítulo del libro, Genio y figura, explora el tópico del artista como creador genial pero a merced de las más extremas pasiones; la violencia y la locura. Artistas violentos ha habido muchos (vaya, como fontaneros o labradores...), pero el autor se centra en los casos de los andaluces -como él- Martínez Montañés y Alonso Cano y de los italianos Benvenuto Cellini, Leoni y, sobre todo, el más conocido, el del volcánico Caravaggio. La locura (por dar esta denominación genérica a casos de bipolaridad, depresión, saturnismo, paranoia, etc... como antaño se decía "melancolía") estuvo presente en las vidas de artistas como Hugo van der Goes, el propio Miguel Ángel, el de nuevo inevitable van Gogh o Edvard Munch. Un caso curioso, donde es difícil distinguir el trastorno, la genialidad, la excentricidad y la autopromoción es el de Salvador Dalí, "loco" para muchas cosas que no fuera el amor al vil metal...

Otro capítulo, dedicado a los atentados que ha lo largo de la Historia han sufrido las obras de arte, se extiende desde los iconoclastas del Imperio Bizantino en el siglo VIII, a los modernos (por decir algo) talibanes y yihadistas, así como los desperfectos que suelen sufrir los grafitti de cierto valor artísticos como los del ya mencionado Banksy. Pasando por atentados sufridos por obras de Velázquez o Miguel Ángel a manos de activistas o simples chiflados (o ambas cosas). El autor se extiende bastante sobre la destrucción  de obras religiosas en España a manos de los liberales y anticlericales den los dos últimos siglos, ejemplificándolo, una vez más, en lo ocurrido en su ciudad de Sevilla. Nada que objetar, en principio, excepto cuando se centra en el arte procesional, en el que el señor Roldán es especialista, pero que a mí me resulta especialmente detestable (nada... manías mías). Más interesante aún -y sorprendente, al menos para un servidor- resulta el último ensayo, dedicado a la desnudez en las representaciones, muchas veces tapada con posterioridad,de la figura de Jesucristo; pero Roldán no sólo se limita a las ocasiones en que a Jesús se le ve -o no- el pitilín (tema harto osado, por otra parte, para un colaborador del ABC y la COPE), sino que esta representación artística le sirve para disertar sobre las variaciones de la idea del decoro en las obras de arte religioso cristiano, desde la iconografía de momentos de inevitable y mundana humanidad en la vida de la Virgen, como son los de su embarazo y parto, a aquellas imágenes de santos con una carga erótica más evidente, como San Sebastián o las santas, mártires y residentes en Cartago, Perpetua y Felicitas.

Acaba el libro con un capítulo en el que se recogen citas, ya sean reflexiones, aforismos o boutades de numerosos creadores plásticos acerca del Arte. Muy interesante, aunque un tanto redundantes. Me quedo con un par de ellas que quizás hoy en día serían más ciertas expresadas de forma inversa:
"Mientras la ciencia tranquiliza, el arte perturba." ( Georges Bracque)
"El arte es la mentira que nos permite comprender la verdad." (Pablo Picasso)
Y también esta otra de Paul Klee, que quizás -esperemos- siga siendo cierta, ahora y siempre: "El arte no reproduce lo visible, sino que hace visible lo que no siempre lo es."

Nota final: Este libro, por si no ha quedado claro después de tanto rollo por mi parte, resulta interesante y entretenido, sobre todo para quien, sintiendo ganas de profundizar en la Historia del Arte y a sus creadores, no tenga grandes conocimientos sobre el tema (no tanto, pues, aunque también, para estudiosos y aficionados más expertos). Lástima, entonces que la lectura del mismo se vea entorpecida por las frecuentes erratas, fallos en la sintaxis, repeticiones innecesarias y otros errores que, sin duda, no son culpa del autor, sino de una deficiente edición. Como siempre que ocurre algo parecido, es una pena.