Cuando ha estado del otro lado, Llucia Ramis ha recibido premios. Las posesiones, por ejemplo, en su versión en catalán (por supuesto, la que he leído al ser mi primera lengua) fue premiada por Anagrama y, a riesgo de ignorar si hubo o no muchos contendientes, creo que lo fue de una forma merecida. Porque, con las debidas distancias y los lógicos errores disculpables y subsanables, en cuanto Ramis se pone el uniforme de escribir (y aquí se lo ha puesto) esa aura de frivolidad se desvanece y queda sustituida por una atmósfera sincera y cercana, pero con la mesura suficiente para dejar de lado ñoñeces y cursiladas y confidencias que suelen malbaratar (palabra que se queda muy corta) los textos de este tipo.
Por si esta brillante novela no fuera suficiente, nos ha contestado de forma exuberante, sincera e intensa a unas cuantas preguntas. Menuda entrevista nos has concedido, Llucia: Moltes gràcies.
¿Por cuál de sus novelas recomendaría al lector que empezara con su obra?
Supongo que por la última, Las posesiones. Sergi Pàmies dijo que era como un “grandes éxitos”, así que no hace falta leer ninguna otra. Todo lo que una tarde murió con las bicicletas es más memorialística y la cara soleada de Las posesiones, según Julià Guillamon. En estas dos hablo de Mallorca y las familias, y en Cosas que te pasan en Barcelona cuando tienes treinta años y Egosurfing (las anteriores), hablo de Barcelona y los grupos de amigos. Todas están ubicadas en 2007, justo antes de la crisis, cuya sombra ya se cernía sobre nosotros.
En las dos que he leído he advertido una cierta añoranza de la vida en una isla, como si la vorágine barcelonesa fuera algo de lo que hay que salir a aliviarse. ¿Se ve de vuelta en el futuro, escribiendo desde una terraza en un pueblo, con vistas al mar?
El otro día hablaba con un amigo mallorquín que también vive en Barcelona, y comentábamos que, en el fondo, siempre nos hemos visto así de mayores: en una casa frente al mar. Pero cuando he tenido la oportunidad de hacerlo (y la he tenido en un par de ocasiones), no me he atrevido a dar el paso. No soportaría el paraíso.
En Mallorca se vive muy bien si no has nacido allí, decía mi amigo. Los que regresan tras haber estudiado la carrera, o porque no encuentran trabajo, entran en la espiral de la ensaimada: se acomodan o les acomodan. Si tienes aspiraciones creativas, hay pocas salidas. De hecho, sólo las hay por avión o en barco. Claro que siempre puedes dedicarte a organizar bodas. Es el destino preferido para casarse.
Es un lugar que el mundo entero pisotea cada verano, y del que tú no puedes salir si no es dando un salto, porque estás rodeado de mar. Para mí Mallorca es como una madre: es la más guapa del planeta, la quieres con locura, te acoge siempre. Desde el momento en el que pones un pie en la isla, eres otra persona, vuelves a ser una niña. Te relajas, estás en casa. Pero al cabo de tres o cuatro días, no puedes más. Mallorca, igual que la familia, es refugio y a la vez es lastre. No puedes escapar.
En cambio, Barcelona es como esa pareja a la que habrías dejado mil veces porque cada dos por tres te saca de quicio. Y yo lo intenté: fui a París, a Buenos Aires, estuve a punto de irme a Madrid, incluso a Beirut. Pero al final siempre vuelvo. Necesito salir de vez en cuando, Barcelona puede resultar asfixiante. Es mucho más pequeña de lo que ella cree. Además, aunque vaya de presumida y se ponga guapa, está muy acomplejada y no sabe lo que quiere. Pronto se parecerá a todas esas ciudades que se ponen botox y silicona, y son indistinguibles. En cualquier caso, fue amor a primera vista. Desde que vine a pasar un fin de semana con unos amigos, a los dieciséis o diecisiete años, supe que viviría aquí, y por eso escogí carreras que no pudieran estudiarse en Palma.
Sea como sea, no echo de menos la vida en una isla, sino a la isla en sí, al paisaje y la belleza que conformó una parte importante de mi vida. Necesito que ese paisaje se mantenga, porque si no, temo perder una parte de mi memoria y mi pasado. Por otro lado, no volvería a Mallorca para ocuparme de ello. En un momento de Las posesiones, la hija le dice a la madre que no pueden vender la casa familiar, que si lo hacen será como si le amputaran un brazo o una pierna; necesita poder pasar allí sus vacaciones o tendrá la sensación de que le falta algo. La madre le contesta: “Ah, muy bien, ¿y vas a hacerte cargo tú de la casa?”. Y la hija piensa que ni de coña. Ni se le había pasado por la cabeza.
Nuestra generación es un poco así: prematuramente nostálgica (echamos de menos los años ochenta, y pasaron hace cuatro días; aún no somos ancianos). Todavía esperamos que nuestros padres y abuelos cuiden del legado que nos dieron. Ellos lucharon para conseguir unos derechos y unas libertades, y no hemos entendido que a nosotros nos correspondía hacer un esfuerzo para conservarlos. En lugar de eso, nos quejamos por haber perdido unos privilegios, cuando lo grave es que estamos perdiendo esos derechos y libertades como perdemos las casas familiares, que nunca cuidaríamos (antes las alquilaríamos o venderíamos). Los privilegios son individuales, y los derechos y libertades, colectivos. Y claro, vivimos en una sociedad enfocada hacia el individualismo y el narcisismo, en la que nos dicen: móntatelo tú mismo y sálvese quien pueda.
Ya sé que la narradora no es la autora, pero, después de varias obras con coincidencias relevantes con su vida personal, ¿leeremos historias donde no la veamos en ningún personaje?
No creo. La novela tradicional cada vez me interesa menos, como lectora y como autora. Me gustan más los múltiples juegos que propone la realidad, que no existe por sí misma si no es como relato (lo que ya representa una forma de ficción). De todos modos, a partir de las historias de Philip Roth o Coetzee, por ejemplo, también creemos saber cómo son los autores, aunque los diferenciemos del narrador y los personajes, y nadie etiquete sus obras de “autoficción”.
Ahora se le llama autoficción a la literatura, cuando yo diría que la autoficción está en las redes sociales. De hecho, concibo la literatura –el artefacto literario– como una forma de distancia, una elaboración de la realidad que no tiene por qué pasar necesariamente por el yo. ¿Hacían Proust y Joyce autoficción? ¿Y Cervantes? ¿Por qué a los cantantes y poetas no se les pregunta cuánto hay de autobiográfico en sus canciones?
Mi yo es cronista, no protagonista. Pretende ser un yo observador. En una película, sería el director de fotografía. Puedo crear ambientes regulando la iluminación, tamizar algunas escenas, decidir dónde pongo el foco, pero no dar órdenes a los actores. Intento transmitir las emociones a través del modo en el que trato la imagen, subrayándolas lo mínimo. A partir de ahí, el lector pone de su parte. Capta las referencias, que lo trasladan a un momento de su propia vida (o no). No hago autoficción, sino que intento hacer alterficción. Quiero hablar de ti (de ti, y no de nosotros, ni de mí).
Mis narradoras, en primera persona, nunca tienen nombre. Se da por supuesto que es porque se llaman como yo, que su nombre es el que sale en la portada del libro. Mi nombre no merece salir en las páginas de ningún sitio. El juego que propongo (interno e íntimo) es otro: al escribir en primera persona, el lector o lectora lee en primera persona. Por lo tanto, el que se mueve por la historia es él o ella. Es el típico problema que flipa a los niños: “si tú eres tú, y yo soy yo, para ti tú eres yo”.
Como lector, y si las hay, no distingo grandes influencias, ¿cuáles son sus autores de referencia? Con tanto acceso al mundo literario, ¿qué hay en su mesita de noche? y, si no es demasiado comprometido, ¿podría hablarme de algunas lecturas recientes que le hayan dejado algún tipo de huella?
Mis referentes son Emmanuel Carrère, Michel Houellebecq, Natalia Ginzburg, Janet Malcolm, Stephen King (lo leí de adolescente, y fue el primero que me señaló la responsabilidad del escritor con respecto al texto y sus consecuencias; recordemos Misery), también Alejandro Zambra (por sus reflexiones sobre cómo escribir y leer). Todos tratan la escritura como trampa y a la vez salvación, que puede pervertirse hasta la obsesión. Se sitúan en algún lugar de aquello que cuentan. Están ahí, dudan, se equivocan, lo intentan de nuevo. Todos hablan del miedo, que es mi tema favorito y algún día espero estar preparada para abordarlo a fondo.
En mi mesita de noche está la obra completa de John Lanchester, porque participaremos en las Conversaciones de La Pedrera el 29 de octubre. Según los organizadores Montse Ingla y Toni Munné, compartimos al menos tres temas: el dinero, el tratamiento de la verdad y la familia. Mientras releía Capital, recordaba un proyecto –de momento aparcado– por el que quería entrevistar a todos los vecinos de la pequeña calle en la que vivía. A todos. Capital trata sobre los habitantes de la calle Pepys, en Londres, que ven como su fortuna crece por el simple hecho de tener una casa en un lugar que se revaloriza. He subrayado un montón de ideas en Cómo hablar de dinero. Me llama la atención que el dinero salga tan poco en las novelas, cuando es básico, lo determina todo. Explica cómo somos, hasta dónde estamos dispuestos a llegar dependiendo del valor que le demos, etc.
Me dejan huella muchos libros, por motivos distintos, casi siempre porque aprendo algo, o me enseñan las cosas desde una perspectiva que no me había planteado. ¿Recientes? Solenoide, de Cartarescu, Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enríquez, L'art de portar gavardina, de Sergi Pàmies, también Adrià Pujol... Mucho menos recientes: Cioran, Jules Renard, Alice Munro. Pero me estoy dejando un montón.
¿De que manera decide lo que lee una persona tan activa?
Estoy al día de las novedades porque muchas llegan a casa. Al recibirlas, hojeo las primeras páginas y enseguida sé si me van a interesar o no. A veces me engancho inmediatamente. Otras espero a que salgan las primeras reseñas en prensa y comentarios en las redes. Condicionan bastante. Por ejemplo: compré un libro que me había llamado la atención, y lo dejé al tercer capítulo porque la cadencia narrativa me ponía de los nervios. Demasiado rimbombante. Semanas más tarde, periodistas culturales me hablaron bien del libro. Luego también algunos libreros, luego algunos críticos, y gente de mi entorno con quien suelo compartir gustos. Luego fue un fenómeno. Cuando lo elogió uno de mis hermanos –que no tiene relación con el mundillo editorial– pensé: tengo que darle una segunda oportunidad, a ver qué se me escapa. Lo leí del tirón, y sigo sin entenderlo. Pero esto es lo asombroso y fascinante de la literatura: que no hay nada que entender. Lo que encanta a unos no entusiasma a otros. No existen unas reglas universales, aunque exista un canon y una literatura universal.
Vd. escribe una sección semanal, una especie de crónica de las presentaciones de la semana literaria. ¿Es un mundo tan cerrado como parece? Si reseñar le tentara, ¿podría uno opinar sin cortapisas sobre las obras de toda esa gente con la que ha convivido?
No, imposible. Cuando empecé a escribir las crónicas, hace unos quince años, no me conocía nadie y me permitía el lujo de decir lo que pensaba sin tapujos. Muchas presentaciones son un rollo, y el ego de la peña es alucinante. Lo que pasa es que, de vernos tanto, al final todo el mundo te cae bien. Siempre somos los mismos en los mismos sitios y haciendo lo mismo: beber, cotillear y reír. Es imposible criticar a las personas con las que te diviertes. O, al menos, lo es para mí. También sería muy difícil hablar de su obra, aunque me tienta hacerlo. Reseñas no, en todo caso un diario de lecturas. Sería un diario secreto, con un candado en forma de corazón para cerrar las tapas.
Por ejemplo: en la página 34 de Cara de pan, de Sara Mesa, me acordé de una película que me impactó de pequeña. Se titulaba Viento en las velas. Unos piratas atacan un barco donde hay niños, navegan juntos, y al final los detienen. En el juicio, la niña protagonista está tan nerviosa y coartada por el entorno, que es incapaz de testificar a favor del pirata interpretado por Anthony Quinn, con el que se hicieron amigos. De manera que lo condenan a muerte.
Contaría la vez que leí el Quijote (con veintipico años), o a John Irving (este verano, Una mujer difícil, y ya nunca dejaré el volante girado cuando el coche esté parado; de hecho, no conduzco). Pero no me veo acreditada para analizar ni criticar lo que hacen los demás.
Más ejemplos: a mí el rollo este desgarrador que se ha puesto tan de moda me parece pura pornografía. Y de la mala. Pero tiene éxito comercial (dentro de lo que sería “éxito comercial” en el mundillo, muy inferior al porno de verdad). Recibe buenas críticas, aplausos a la honestidad. Así que no tengo nada que decir. Y tampoco tengo nada que hacer, porque lo que escribo no va en esta línea.
Si el cítico pone por las nubes el libro de X, cuyas novelas me parecen sosas, su efusividad provocará mi curiosidad, aunque el tema del libro en cuestión me interese cero. El crítico tiene criterio y normalmente es muy chungo, querré saber por qué se ha enamorado de este libro en concreto. Lo cojo, empiezo a leer y ya en la primera página se me cae de las manos. Lo dejo. ¿Y qué? ¿A quién le importa eso? ¿Para qué voy a publicar que estoy en total desacuerdo con el crítico, que sin duda tiene que haberse tomado un tripi? Ya he dicho que, aunque X me cae bien, no se encuentra en mi lista de favoritos. Pero no quiero entorpecer su trabajo ni la promoción de su libro. El tema no me motiva, vale. ¿Tengo que obligarme a leerlo y a obligarme a que me guste? A lo mejor no es el momento. El tema de su libro no me motiva. A lo mejor no es el momento de leerlo. A lo mejor me flipará dentro de unos años. A lo mejor estoy demasiado influenciada por el espíritu de contradicción. A lo mejor las expectativas eran demasiado altas. A lo mejor, si hubiera pasado de la primera página, se habría abierto ante mí un mundo nuevo, lleno de felicidad sideral.
En definitiva: a lo mejor el libro es buenísimo y no tiene ningún sentido que yo publique lo que opino de él. Menos aún si me voy a encontrar a X en el próximo sarao literario. ¿Qué hacer en estos casos? ¿Fingir que no escribí lo que escribí y que X no lo leyó? Además: ¿cómo se interpretaría mi reseña? Sin duda, como algo personal. Como un autor hablando de la obra de otro autor, de quien tal vez tenga celos y al que intenta boicotear. Es muy complicado. Y no me gustan nada estos rollos, generan estrés. Prefiero llevarme bien con todo el mundo. Mejor quedarse en las fiestas y contarlas (y contar hasta donde se pueda contar; el límite está en el Giardinetto).
Abusando de sus conocimientos de la escena, Vd., que conoce a tanta personalidad, sigue publicando en editoriales independientes. ¿Algún comentario?
La relación entre autor y editor es muy importante, y se basa en la confianza mutua. Uno tiene que creer en el otro y viceversa. Normalmente, cuanto mayor es una editorial, más diluida está la relación entre autor y editor, por una mera cuestión de número y números: hay otros muchos autores, y al grupo le interesa obtener beneficios para mantenerse y crecer. Si es grande, necesita más ganancias, con lo que apostará por obras más comerciales.
Existen potentes grupos editoriales sin editores, o cuyos editores tienen poco margen de actuación, o poco tiempo para dedicarse a los autores, porque se les exigen resultados más económicos que literarios. Por una parte, estos grupos cuentan con premios suculentos, una muy buena distribución y mucha publicidad. Pero para que puedas acceder a todo eso, tienes que estar entre los más vendidos. Y entre los más vendidos no siempre están los mejores libros.
Yo quiero estar segura de lo que publico. Entiendo que pueda gustar más o menos, que pueda tener mejor o peor aceptación. Pero publicar es un honor, y hacerlo en sellos como Anagrama o Libros del Asteroide, formar parte de catálogos tan potentes como los suyos, para mí es una garantía de que no lo estaré haciendo tan mal. Ambos son una marca de calidad. Además, los editores me acompañan durante todo el proceso, nos entendemos, hablamos del texto; hacen observaciones, propuestas, las discutimos. Trabajamos juntos. El texto es mío, pero el libro es nuestro. Tenemos que quererlo, sentirnos orgullosos de él.
Algunas personas están impacientes por publicar, sueñan con tener fama y dinero. Carezco de esa vanidad. Escribir no va de eso. Tampoco va de competir, a ver quién está en las listas de los más vendidos o ha sido traducido a más lenguas. Son circunstancias pasajeras, el año que viene le tocará a otro. Meterse ahí es presionarse gratuitamente, una pérdida de energía absurda; uno acaba centrándose en sí mismo y no en su obra. Ni me voy a hacer rica con los libros que escribo, ni voy a enriquecer a nadie. Y sin embargo me siento la persona más afortunada del mundo. Me dedico a lo que quiero, hago lo que me da la gana, y estoy muy bien arropada.
Si una pequeña editorial como Barrett se fija en Coses que et passen a Barcelona... diez años después de su publicación, para mí es un regalo. Sé que se lo van a currar, porque el hecho de sacarla en castellano les hace la misma ilusión que a mí. Al final se trata de disfrutar de lo que haces con personas que también lo disfrutan. De celebrarlo.
¿Cena de vuelta a casa después de los canapés, o las presentaciones ya no son lo que eran?
¡Jajaja! Hace tiempo que ya no dan canapés. ¡Incluso hay presentaciones en las que no dan ni una copa de vino al final! Y pensar que el premi Ramon Llull se llegó a entregar en Andorra, tres días en hoteles de lujo y baños en Caldea... He visto cosas que no creeríais, a importantes autores catalanes remojándose en aguas termales y paseando en albornoz. Todo eso se acabó para siempre. Creo que la situación actual se parece más a la alcoholexia. O sea: tomar unas cañas sin cenar porque no hay dinero para la tapas, pero mientras no falte para la cerveza, todo irá bien. Menos la resaca.