Absolutamente deslumbrado. Sin reparos ni objeciones. Con únicamente veintipocos años, Pol Guasch ha escrito un auténtico librazo; auténtico por atrevido, auténtico por visceral, auténtico por real. Y librazo por muchísimos aspectos. Veamos.
Si tuviéramos que resumir de qué trata el libro, podríamos decir que trata sobre un joven (narrador en primera persona) y su relación con otro joven en unas condiciones repletas de dificultades. Pero también podríamos resumirlo diciendo que trata sobre la problemática falta de comunicación entre un hijo incomprendido (aunque absolutamente amado) por su madre. También, ya puestos, podríamos decir que trata sobre una zona afectada por una catástrofe nuclear y la vida desdichada de quienes se quedan. O podríamos afirmar que este libro trata sobre la invasión y posterior ocupación militar de un territorio empobrecido. O, quizás, y también, podríamos aseverar diciendo que esta obra trata sobre la huida y los exiliados. Porque todos estos temas se tratan en este magnífico libro, de manera tangencial algunas de ellas, de manera más explícita en otros casos.
Estructuralmente, hay muchos saltos narrativos, que emergen como pensamientos fugaces y breves, pues el libro está repleto de pasajes cortos (en algunos casos de únicamente una página) que le permiten al autor introducir fragmentos que corroboran aquello que vamos aventurando al leerlo. Esta fragmentación no rompe en absoluto un texto que está perfectamente enraizado a una historia que se nutre de recuerdos y de nostalgia, de trazos de memoria que va y viene a través de pequeños y deseados recuerdos y de hirientes pasados ansiosa e intencionadamente omitidos.
Estilísticamente, y especialmente en su tramo inicial, el sublime trazo del autor recuerda mucho a Irene Solà, por una narración repleta de precisión sin dejar de lado autenticidad y sentimientos. El autor narra desde el corazón y desde la tierra, desde las entrañas de uno mismo y del realismo propio de quienes ven la vida y la muerte desde cerca, en los animales, en las personas. Sabemos desde el principio de la relación del protagonista con otro chico, «Boris, con aquel eclipse que lleva siempre en los ojos», una relación interrumpida abruptamente, pero que se intuye añorada. Sabemos también de un padre ya fallecido y de la madre del narrador y su relación con alguien de intenciones oscuras, poco nobles, una de esas personas que tienen «lenguas mentirosas, piernas que corren hacia el mal», uno de esos hombres que «hacen que se peleen los hermanos», alguien que habla «la otra lengua».
Con este punto de partida, el relato se estructura en dos líneas argumentales fragmentadas, y también mezcladas temporalmente: por un lado, la vida del protagonista, con la muerte presente de su padre y su abuelo y las dificultades en comunicarse y entenderse con su madre, alguien con quien «lo que nos une no es la sangre ni el lugar, sino la desconfianza en el futuro, una historia común». La otra línea argumental se forma a través de las cartas que el protagonista envía a Boris, a través de las cuales entendemos no únicamente su relación, sino también los miedos que alberga hacia su propia vida y la de su madre por causa de su novio de cabeza rapada que habla otra lengua y al que aborrece, por ocupar el lugar de su padre, por sus gestos y miradas, por una dureza que confirma a Boris reconociendo que «tienes razón: no saben nada, solo de ruido y de furia», alguien de quien afirma que «sus ojos me escudriñan, nos escudriñan» pues «cada mirada es su manera de iniciar un diálogo, de someternos un poco más». El narrador parte y sufre desde el desconocimiento del mundo que le rodea, desde la incomprensión de una situación de la que sólo ve destellos punzantes de incomodidades escondidas, porque «en el mundo real, ocurrían cosas y no sabía qué era (…) aquí, en el mundo, ocurrirá algo y no sé qué será. Y querría saberlo siempre y no lo sé», pues la muerte y el desconcierto están siempre presentes «con la mudez de los muertos, la presencia de los muertos, la acusación de los muertos, que hace temblar», cercando su pequeña y estrecha familia con la única salida de Boris en su recuerdo y su presencia aún constante a través de las cartas que se envían y que confirman la delicada salud de un mundo que parece definitivo y hostil. Boris, su gran amor, su gran pasión. Boris, alguien que «tenía una nostalgia muy honda porque añoraba algo que nunca había tenido, y esa es la peor añoranza que puede tenerse».
Entre misivas y confesiones, el protagonista nos cuenta cómo empezó todo, con unos hombres que llegaron a sus casas y les decían que tenían que irse. Con su madre trabajando en la antigua Fábrica, una instalación ahora ya en ruinas y enferma; un edificio con imagen de central nuclear, bajo tierra, donde trabajan mujeres a las que «la piel se les fundía allí dentro». Y con la catástrofe, un pueblo que quedó amenazado y abandonado, prácticamente desierto e inhabitado como sus corazones ya vacíos de esperanzas, porque «nada puede ser hermoso aquí. No ahora». Con este inicio impactante, de una oscuridad deslumbrante, Pol Guasch nos gana ya desde un inicio, enterneciéndonos, conmoviéndonos, atrayéndonos a un mundo desangelado, lúgubre, triste... y nos arrastra hacia él con un estilo terriblemente poético, emotivo, visceral, narrando desde dentro, desde su alma, desde su lengua, desde su hogar.
Y, cuando ya estamos inmersos totalmente en ese mundo oscuro, cruel, extremo, el autor hace un salto temporal hacia adelante, ya lejos de esa tierra que se va deshaciendo en pedazos mientras se diluye en la memoria. Ahora vive en una ciudad, donde los edificios son nuevos y sólidos, pero sin alma, vacía de sentimientos, una ciudad que al cabo de un tiempo «se me presentará desnuda y muerta». Sin la singularidad y la personalidad que conlleva con ella las miserias, poco queda de un pasado que en parte añora, a pesar de todo, porque «avanzar también es siempre un abandono». Y esa añoranza le lleva a volver y, en ese regreso, nos retorna a un pueblo de pasado vacío, a excepción del ocupado por su madre, aunque incluso ella aborrece ese lugar, por no tener nada que ofrecerle y ella tampoco a él; una vuelta a su tierra con la que el autor abre otros frentes y explora nuevos abismos, pues nos habla de campos de trabajo, de reclusión, de prisioneros. Y de la huida, el recurso siempre presente de futuro incierto. Y el exilio, al que se refiere cuando dice que «nací lejos de aquí / no sabía que nacer lejos de aquí significaría “esperar” siempre».
Con este conmovedor libro, el autor mezcla diversos registros y temas, conformado un mosaico en ocasiones abstracto en el que las piezas encajan por su conjunto, aunque de manera individual poseen igualmente una gran potencia por sí solas, pues cada fragmento es un regalo. Así nos habla de romances, de mentiras, de guerra, de muerte, de amor, de territorios, de miedo, de futuros sin un presente que los apuntale, y de un pasado que permanece inamovible en la memoria porque «las historias (…) siempre se pueden reescribir. Pero la memoria, no». Nos habla de países y lenguas, de hogares a los que se refiere afirmando «nuestra piel: sin costuras, solo una memoria terrible de años de aislamiento, de una lengua hendida, de un exilio a casa (…) nuestra casa: un alambre de púas» y la amenaza constante a causa de la cultura de un país que reconoce como «un legado de mi lengua: el dolor». Así, nos habla del exilio y de refugiados, de lenguas en peligro amenazadas por un invasor que las oprime, las minimiza, las lastima, las reduce prácticamente a la nada, aunque sin saber que la nada es justamente aquello que poseen quienes las defienden, es lo poco que les queda, es su mundo ahora. Y los campos de trabajos, rodeados por alambres, como metáfora también de la prisión en la que el protagonista encuentra su deseo más pasional, más carnal, con la mirada siempre atenta de una madre que intuye la relación pero no la comprende, llena de incomunicación oculta tras unas palabras que no salen, «lo que nos podríamos haber confesado cuando estábamos solos, pero no nos llegamos a explicar nunca». Y la huida y el fuego, elementos necesarios para saldar cuentas y renacer de unas cenizas aún calientes pero etéreas, ligeras, volatilizables, que se evaporan bajo el aliento contenido en sus bocas hambrientas y desobedientes en una relación apasionada y difícil pues «entre el deseo y la realidad se esconde enroscada la histeria, y es necesario saberla controlar para no convertir el cuerpo en una fiesta inhabitable».
Con una narración bella y contundente, sobre las dificultades entre madre e hijo que me lleva a
Țîbuleac, con el peso del pasado y la guerra que me transporta a «
Los orígenes» de Stanišić, y con la importancia y el peso en la vida del paisaje, los animales y la vitalidad que me recuerdan a
Irene Solà, Pol Guasch ha escrito una magnífica e impactante obra que sorprende por su altísima calidad demostrando un inmenso talento que desborda la trama argumental para situarse por encima de la propia historia y que me lleva a ser consciente, sin riesgo de equivocarme, de que estamos delante de un grandísimo autor que pese a su corta edad ha conseguido encontrar la manera de tocar nuestros sentimientos y despertarlos, sacudirlos y agitarlos para mostrarles la pasión, la crueldad y la belleza.
El libro que ha escrito Pol Guasch rebosa tanta calidad y emotividad que se nos mete dentro como un torrente que irrumpe vigoroso, de manera profunda, como si el desespero del protagonista estallara y buscara en nosotros un hogar donde pudieran descansar sus incertezas, sus miedos y temores. El autor llega a nosotros a través de un personaje que parece buscar respuestas, un consuelo, un refugio, un albergue donde lo podamos acoger; con su relato nos ha enternecido y nos ha emocionado, nos ha sorprendido y entusiasmado, porque mientras leemos este tremendo libro nos ocurre lo que al narrador dirigiéndose a Boris al afirmar que «mientras te escribo se me ha abierto el corazón como si tuviera una puerta, reventara y se hiciera muy grande, enorme, para que puedas entrar de cualquier manera». El autor hace lo mismo con nosotros, entra y nos inunda, pero en nuestro caso no lo hace de cualquier manera, sino de la mejor manera posible.