Título original: Chanson douce
Año de publicación: 2016
Traducción: Malika Embarek López
Valoración: muy recomendable.
Llegué a este libro, premio Goncourt 2016 y de cuya autora no había leído nada (ni siquiera oído hablar, he de admitir), no sé muy bien cómo. Quizá fuese gracias a lo que me gustó el anterior (y primer) libro que había leído de la editorial Cabaret Voltaire, La mujer helada de Annie Ernaux, reseñado recientemente en ULAD. Pero lo más probable es que lo que me decidiera fuera la imagen de la cubierta, sobrecogedora e hipnótica, y que gana fuerza a medida que te introduces en el relato, casi como un elemento más de la obra. De hecho, la elección me parece una de las mejores que he visto en los últimos años.
Pasando a la novela, si analizamos a vista de pájaro los principales elementos, lo cierto es que podríamos decir que no entraña demasiados secretos.
En primer lugar, el argumento de Canción dulce no es nada fuera de lo común, incluso me atrevería a decir que es previsible: un matrimonio con dos hijos pequeños contrata a una niñera cuando la mujer decide retomar su carrera profesional, y lo que en principio —y durante un tiempo— parece una buena idea, acaba como el amigo al que invitas a pasar unos días y luego no hay manera de que se largue. En la novela el tema adquiere unos tintes sustancialmente más dramáticos, pero ya entienden el símil.
Tampoco el resto de elementos muestran en apariencia demasiada complejidad. Leila Slimani utiliza un narrador omnisciente en presente, con algunos flashbacks en pasado, que no tiene reparos en penetrar en la cabeza de todos los personajes, principales y secundarios, para describirnos sus pensamientos y emociones. En este sentido, es uno de los libros con los que más he tenido la impresión de que alguien (la autora) me estaba contando una historia, y al contrario de lo que podría pensarse, es un elemento que proporciona mucha potencia al resultado.
Desde el punto de vista estructural, aunque utiliza diferentes flashbacks, se mantiene en general la linealidad, con la excepción destacable del primer capítulo. Por último, la prosa es sencilla y clara: frases cortas y directas, amputadas de complejidad o lirismo innecesario. Para muestra, un botón:
Los parques públicos, en las tardes de invierno. La llovizna barre las hojas secas. La grava helada se adhiere a las rodillas de los críos. En los bancos, en las alamedas discretas, uno se topa con las personas que nadie quiere ya.
La realidad, si entramos más a fondo, es que Leila Slimani hace fácil lo difícil. En lugar de plantear un thriller típico en el conocer el desenlace es lo que mantiene el interés del lector, decide colocarse en una posición menos habitual (y sobre todo cómoda), y en las seis primeras líneas nos cuenta el final de la historia. Acotando incluso más, la primera frase de la novela no deja lugar a la duda: «El bebé ha muerto». Cuando llegamos al tercer capítulo, el elenco principal de personajes ya está presentado, con sus conflictos y personalidades: ya tenemos todas las cartas sobre la mesa.
A partir de ese momento, el resto de la novela lo dedica a desentrañar las circunstancias que conducen al punto final, apoyándose en diferentes personajes secundarios para definir, principalmente, las aristas de la personalidad de la niñera —que es la verdadera protagonista—, cómo esta ha llegado al punto en el que está y la forma en que la relación entre cada uno de los miembros de la pareja va cambiando respecto a ella. Y lo hace de tal forma que a pesar de conocer el final, logra mantener el interés durante todo el texto, sin recurrir a cliffhangers ni trucos estilísticos o de estructura. La historia simplemente se muestra, poco a poco, sin grandes sobresaltos; las cosas suceden y eso es suficiente.
Es cierto que se trata de una novela corta que rondará las cincuenta mil palabras, palabra arriba, palabra abajo, condensadas en algo más de doscientas cincuenta páginas; no estamos hablando de una obra de 500 páginas en las que la atención del lector en una estructura así podría llegar a ser más difícil de mantener. Sin embargo, mi impresión es que Slimani ha utilizado exactamente el número de palabras que necesitaba; ni una más, ni una menos, y para mí es uno de los elementos definitorios (y que más me gustan) de la obra: la sobriedad y economía y contención lingüística que transmite, coherentes (y casi diría que necesarias) con lo que es la propia historia que nos cuenta. Me ha parecido admirable la capacidad que tiene la autora de marcar y transmitir determinadas emociones o comportamientos relevantes para la historia con apenas un puñado de palabras o un par de frases breves, como si se tratara de pinceladas.
En definitiva, solo me queda repetir lo que he dicho antes: que Leila Slimani hace fácil lo difícil, y además lo hace sin que te des cuenta de ello.
Firmado: MBt