Idioma original: Inglés
Título original: Julian
Año de publicación: 1964
Traducción: Eduardo Masullo
Valoración: Imprescindible
La verdad. Leer
una historia del siglo IV, con su inevitable trasfondo de enredos palaciegos,
disquisiciones religiosas y campañas militares, no parece a priori que pueda
ser un ejercicio fascinante o, como poco, entretenido. Y menos si el empeño
tiene quinientas páginas. Por fortuna, la decisión de dejar de lado los
prejuicios ha sido recompensada con creces. Por que el Juliano de Gore Vidal es la historia de un personaje absolutamente
cautivador, relatada de manera rigurosa y profunda pero a la vez ágil y ligera.
En tres palabras: Un soberbio novelón.
El estadounidense Eugene Luther Gore Vidal
(Nueva York, 1925 - Los Ángeles, 2012), es decir, Gore Vidal, nunca ha sido un
escritor tenido en demasiada estima en España. Tampoco en su propio país lo
tuvo fácil. Comenzó a publicar en la segunda mitad de la década de los 40 y sus
primeras novelas le valieron el veto durante años del New York Times como
reprimenda a su descarada –que no pública- homosexualidad. Y eso que el
escritor formaba parte de la élite política, social y cultural de los EE.UU.
Nieto de un senador demócrata, emparentado en
diversos grados de intensidad con personajes como Jackeline Bouvier Kennedy
Onasis, Jimmy Carter o Al Gore, Gore Vidal lucía apellidos de abolengo pero
necesitaba trabajar para pagar las facturas. Así que tras un arranque de
carrera literaria sin demasiado rendimiento mercantil dedicó diez años a candidatarse –igualmente, sin
éxito- por el Partido Demócrata y al columnismo social, los programas de
televisión y los guiones de cine. Sin dejar de darle vueltas en la cabeza a lo
que podría ser su gran novela. Tenía el personaje, el emperador romano Flavius
Claudius Iulianus (331-363 de nuestra época). Y la trama; su vida y su intento
de restablecer los cultos clásicos y helenistas, paganos, frente al pujante
cristianismo. Pero ni el tiempo ni el tempo
para ponerse a ello.
Hasta que se decidió a cortar por lo sano con
Washington, Broadway y Hollywood y lo que él denominaba la escritura comercial,
Luciano no pasó de proyecto
postergado, de ilusión que rondaba incordiando con saña a la imaginación. Una
vez instalado en Roma, Gore Vidal se puso manos a la obra para levantar la
novela en la sección clásica de la Biblioteca de la Academia Americana, Y eso
que, según nos cuenta de aquel periodo de escritura en sus memorias (Palimpest: a memoir, publicadas en 1995,
hay traducción castellana): “ahora me
podía permitir hacer tan sólo aquello que deseaba –escribir novelas-, aunque
había descubierto ya hacía tiempo que la novela como forma artística, y no
digamos como entretenimiento, no tenía gran interés para el público en general,
mientras que despertaba un interés excesivo entre los académicos a la caza de
teorías”. Bien, ya me dirán si medio siglo después el veredicto permanece
tercamente vigente. Tan cierto como que en el mismo verano de 1964, Julian conseguía encaramarse al primer
puesto en la lista de novelas más vendidas en los EE.UU.
Gore Vidal creó un
Juliano sumamente atractivo, así como la hipótesis histórica que subyace en la
novela. ¿Cómo sería nuestra civilización de haber impuesto este Emperador su
programa, evitando que el
cristianismo se instalase como forma de pensamiento estatal y única y algunos
de sus valores –el fanatismo, el desprecio al discrepante, la creencia ciega en
un fabuloso más allá…- no arraigasen en el corazón de las sociedades
occidentales, al menos hasta la Ilustración?
El narrador de la
trama novelada es el propio Juliano y lo hace en primera persona a través de
sus diarios personales. Para dotar al relato de veracidad y ritmo (y aquí cabe
destacar especialmente el sentido del humor, la ironía y la lucidez en el
autoanálisis del protagonista) Gore Vidal utiliza las figuras de otros dos
personajes, también reales y rigurosamente documentados. El filósofo, amigo y
cómplice descreído Prisco del Epiro y Libanio, profesor de retórica, que
compartió una intensa correspondencia con Juliano. Todos hablan, por tanto, en
primera persona y sobre el intercambio de misivas de los dos amigos acerca de
los textos de Juliano se encarrila esta visión compleja, analítica, cercana y
cálida del Emperador. Además de filósofo, estudioso y lector. De sus
circunstancias y contexto, de sus creencias y fobias, de su grandeza, sus
limitaciones y fracasos.
La figura de
Juliano no está exenta de sombras y no se hurta lo disparatado de sus
sacrificios, su acusada tendencia a hacer caso de los charlatanes, su desprecio
cerril por los cristianos, a los que trataba de secta galilea empeñada en transformar los templos dedicados a los
antiguos Dioses en osarios, es decir,
iglesias. Quienes en respuesta lo apodaron el
Apóstata. O su incapacidad para calibrar correctamente la magnitud del
adversario al que decidió enfrentar y con el que, definitivamente, no pudo. Por
eso es un relato que se antoja imprescindible, puesto que “aquello que nos sucede no tiene importancia, pero aquello que sucede a la
civilización es de enorme importancia”. Y por que en tiempos de desorientación, de
incertidumbre y de desasosiego puede ser bien necesario, ante la tentación de
las soluciones sencillas, fáciles y viscerales, tener presente que “los cristianos tratan de imponer un mito
rígido y último sobre lo que nosotros sabemos que es variado y extraño.
¿Creamos nosotros a esos dioses o ellos nos han creado a nosotros?”. Diecisiete
siglos después, ahí andamos.