miércoles, 14 de abril de 2021

Rebecca Solnit: Recuerdos de mi inexistencia

Idioma original: inglés
Título original: Recollections of My Non-existence
Traducción: Antonia Martín Martín (trad. en castellano) / Josep Alemany (trad. en catalán)
Año de publicación: 2020
Valoración: recomendable

Hay títulos sugerentes que nos despiertan curiosidad lectora y cuando esos títulos corresponden a libros escritos por una de las que considero mejores activistas en el mundo literario (entendiendo como “mejores” aquellas que saben trasladar mejor sus ideas del campo conceptual al literario) la necesidad y premura en leerlos es inevitable.

Rebecca Solnit ha dejado una huella indiscutible de su talento en diferentes ámbitos: el de la introspección con «Una guía sobre el arte de perderse», el de la lucha por los derechos civiles en «Esperanza en la oscuridad», el de la maternidad en «La madre de todas las preguntas» y, de manera transversal y destacada, en el feminismo con el ensayo «Los hombres me explican cosas» en el que inventó y acuñó el conocido término mansplaining. Así pues, su carta de presentación es notoria y, ¿cómo encaja en ello un libro titulado «Recuerdos de mi inexistencia» que apuntaría a una cierta invisibilidad en el mundo? Pues ya de manera clara la autora da la respuesta, pues en medio de la constante lucha por los derechos de las mujeres, reconoce que, tiempo atrás, «me convertí en una experta en el arte de desaparecer (…) de escabullirme de las situaciones angustiosas, evitar abrazos, besos y apretones de manos no deseados (…) Una experta en el arte de la inexistencia, pues la existencia era muy peligrosa». Porque así es como tantas mujeres han tenido que navegar en un mundo en el que se sentían deseadas a la vez que excluidas, en el que sus voluntades o ambiciones eran consideradas algo secundario.

En este libro de memorias (que no autobiografía), la autora inicia un trayecto que parte desde los inicios de su madurez con la edad de diecinueve años y todo un futuro por delante, en «la fase inicial del proceso de saber qué quería ser y como llegar a conseguirlo»; una mujer de la que afirma, en la actualidad y con tono nostálgico, que «veo aquella mujer joven delgaducha e inquieta como alguien a la que conocí íntimamente y que me hubiera gustado ayudar más, alguien por quién siento la misma simpatía que por las mujeres de su edad que ahora conozco», en una reflexión que recuerda mucho, por su tono, a Siri Hustvedt en «Recuerdos del futuro». Porque es en el tránsito hacia la edad adulta y en la edad en la que abandonas la adolescencia cuando nos percatamos que «una vez independizados, somos inmigrantes acabados de llegar al país de los adultos».

A lo largo de la narración, hay pasajes que nos recuerdan claramente a la literatura de Vivian Gornick (cambiando la ciudad de Nueva York por la San Francisco), con barrios llenos de comunidades de distintos orígenes étnicos; nos habla de sus vecinos procedentes de Oklahoma y Georgia, de su casero, del jazz. Ella es una chica blanca en un barrio negro, pero en el que se reconoce entre ellos. A diferencia de Gornick, Solnit es más descriptiva que emocional, transmite y narra el ambiente del barrio, pero desde cierta distancia para observarlo y retratarlo, sin la pasión y los sentimientos que volcaba Gornick hacia su Nueva York. Y, en ese retrato, la autora narra la transformación de la ciudad, como en un lavado de cara donde se elimina su personalidad y se deja todo nuevo, reluciente, pero terriblemente más insípido por la aparición de pizzerías de lujo, barras de sushi y cadenas de tiendas. Un cambio rápido, atropellado, excesivo, que la lleva a afirmar que «descubrí que para ver los cambios hay que ser más lento que ellos». Así, la lectura de Solnit nos recuerda claramente a Gornick en algunos pasajes, afirmando que «en los años ochenta, la ciudad fue mi mejor maestra» y da la sensación de que Solnit necesita espacio, tomar distancia y un entorno salvaje y abierto (que retrata afirmando que «en los entornos salvajes alrededor de San Francisco (…) encontraba revelaciones y la sensación de libertad»), mientras que Gornick necesita la proximidad con sus semejantes para narrar a partir de ellos. Solnit narra a partir de ella misma como observadora, Gornick narra desde dentro.

En gran parte de estas memorias, la autora nos ubica en su apartamento en el que vivió durante veinticinco años, escribiendo desde el mismo escritorio con el que empezó (y que sigue utilizando) y que recuerda con gran ternura, pues fue el regalo de una amiga a la que un año antes su exnovio había apuñalado quince veces hasta casi matarla (y, cómo en ocasiones ocurre, se la culpó a ella de lo sucedido y él no tuvo que afrontar consecuencias jurídicas). Por ello, afirma Solnit que «alguien intentó silenciarla. Y ella me regaló un trampolín para hacer oír mi voz. Ahora me pregunto si con mis escritos he querido hacer de contrapeso a aquel intento de reducir una mujer joven a la nada» porque «a pesar de que no te mataran, mataban algo dentro de tu interior: el sentimiento de libertad, igualdad y confianza en ti misma». Así, Solnit vincula ideología con su propia vida, con su experiencia y la de otras mujeres, pues «todos mis textos tienen su origen, en el sentido literal de la palabra, en este escritorio».

De esta manera, nos narra sus primeros pasos como escritora una vez licenciada a los veinte años, mientras trabajaba como recepcionista en un pequeño hotel en el distrito de Castro (San Francisco), un trabajo que le dejaba tiempo para leer, pero con el que constató que, a pesar de que había leído mucho, no sabía escribir libros; el curso de postgrado en periodismo en la UC de Berkeley le despertó el deseo de ser escritora cultural, ensayista, pues el hecho de conocer la obra de otros artistas de diferentes vertientes del arte le dio el empuje, a través de su obra, determinación y personalidad, para adquirir la confianza necesaria en dejar de considerarse crítica y periodista y convertirse, finalmente, en escritora. «Al ver que me consideraban escritora, tuve la idea liberadora de que todo era posible» a pesar de la dificultad que tuvo para publicar libros en sus inicios como escritora por el simple hecho de ser mujer y joven, algo que la llevó al ninguneo del que fue víctima por parte incluso de sus propios editores y que la autora recuerda, con pesar, que «leía mis libros en público, pero no conseguía que mi editor me escuchase».

Como no puede ser de otra manera, su activismo feminista también está presente a lo largo del libro, denunciando el deseo del hombre en someter a las mujeres como ejercicio y demostración de poder, en una sociedad que consideraba como casos aislados los crímenes violentos a los que eran sometidas, en una época en que ese deseo del hombre asociado a la violencia contra las mujeres era una constante en los filmes de Hitchcock, Brian de Palma, David Lynch o Tarantino. Unos crímenes y un peligro constante que la llevan a ser consciente de la gran inseguridad con la que vivía por el hecho de ser mujer; la omnipresencia de la violencia, el hecho de «recordarme que no seré nunca libre del todo». Solnit también extiende su denuncia a la violencia homófoba pues, en el fondo, denota también misoginia; citando a James Finn afirma que «cuando los homófobos se burlan de los gais, casi siempre lo hacen comparándolos de una manera desfavorable con las mujeres», pues «para ellos, ser penetrado es sinónimo de ser conquistado, invadido, humillado». «Eso significa que algunos hombres heterosexuales (…) imaginan que las relaciones sexuales con las mujeres son punitivas, agresivas, hostiles, un acto que realza la categoría del hombre y rebaja la de la mujer».

Solnit narra la soledad de la que son víctimas las mujeres, pues es difícil encontrar quien pueda creerse sus versiones, su verdad: «mis palabras habían fracasado una vez más. Fracasaban continuamente» y, de manera apesadumbrada y triste se cuestiona que «cuando no posees ni el cuerpo ni la verdad, ¿qué te queda?». Y, en esa mirada en claro desequilibrio según quien la aplica, Solnit cita a Du Bois y la «doble conciencia, la sensación de mirarse siempre a uno mismo a través de los ojos de los demás» porque «las mujeres dependemos de los hombres y de lo que piensan de nosotros, ellos nos enseñan a mirarnos constantemente al espejo para saber qué aspecto les ofrecemos» y eso es algo que se traslada también a los libros, pues «cuando abría un libro me encontraba un hombre que miraba a las mujeres» (tal y como apunta Hustvedt en su libro «La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres»). Unos libros que aparecen también en el relato continuamente, constatando su amor por ellos afirmando que «los libros leídos nos entran en la memoria y forman parte de los materiales de la imaginación» y aseverando con rotundidad (y algo en lo que me puedo identificar claramente) que «todavía entro en una librería o una biblioteca convencida de que estoy en el umbral de lo que más necesito y deseo».

Por todo ello, el libro que ha escrito Solnit es una interesante lectura para ver la trayectoria profesional pero especialmente vital que ha llevado a la autora a ser considerada una de las grandes ensayistas actuales. Este es el principal atractivo de un ensayo que tiene como aspecto menos logrado un excesivo detalle en algunos episodios puntuales y una visión excesivamente desapasionada y casi distante. Noto en la narración una falta de voluntad en buscar complicidades con el lector, en narrar sin un sentido marcado de proximidad, como sí podemos ver en Gornick, Hardwick, Hustvedt o incluso Ernaux. Bien es posible que se deba a que Solnit es puramente ensayista y trata principalmente hechos y reflexiones más que historias, pero, en cualquier caso, el libro es recomendable, pues sus reflexiones destacan por su lucidez y certero análisis sobre el mundo que la rodeó que es también el nuestro (y especialmente, el de las mujeres).

Dice Solnit que «me gustaría que las mujeres que han venido después de mi puedan evitar algunos viejos obstáculos. Con una parte de mis escritos he querido contribuir a conseguirlo; al menos, menciono los obstáculos». No cabe duda de que con sus ensayos lo ha conseguido y que este libro es de los que deja muchísimas reflexiones para, no únicamente concienciarnos de la realidad, sino también para contribuir con nuestros actos a eliminarlos de nuestro mundo.

3 comentarios:

Unknown dijo...

Hola, Marc. Esta reseña se ha quedado atrás, pero quería decirte que me recordaste que tengo a esta autora pendiente y hace unos días cogí "El arte de perderse" para empezar. Mi optimismo lector hace que me quiera leer todo. En fin, ya te diré si con esta autora también coincidimos.

Me encanta el título, es perfecto para título de un poema.

Saludos
Lupita

Marc Peig dijo...

Hola, Lupita.
Me alegro de que te hayas decidido a conocer la obra de esta autora, espero que te guste y que también coincidamos con ella. Y debo decir que has escogido un título que creo que puede encajar con tu ritmo vital, que intuyo pausado y ajeno a la vorágine a la que nos vemos arrastrados últimamente.
Espero que te guste y, cómo es habitual en ti, nos digas qué te ha parecido.
Saludos
Marc

Unknown dijo...

Marc, el libro me escogió a mí, porque estaba en un expositor y parecía que me llamaba. Me gusta deambular, perderme, mirar y tocar todo. Igual que un niño pequeño. Buena intuición.

Saludos