viernes, 30 de abril de 2021

Tatiana Țîbuleac: El jardín de vidrio

Idioma original: rumano
Título original: Grădina de sticlă
Traducción: Marian Ochoa de Eribe
Año de publicación: 2019
Valoración: recomendable

Hay libros que despiertan interés ya antes de que sean publicados y es indudable que, tras el estelar debut de Tatiana Țîbuleac en «El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes», uno estaba pendiente de su próxima publicación. Y me ha encantado encontrar en ella el estilo atrevido, punzante y poético de la autora rumana. Pero también he encontrado esta vez ciertas carencias y algunas notables diferencias entre ambos libros, especialmente en lo tocante a su estructura. Vayamos a ello.

El libro empieza de manera directa, con esa prosa poética, dura y contundente que nos deslumbró a muchos en la primera novela traducido de la autora moldava. Es fácil reconocer su estilo justo al leer la primera frase: «Nazco de noche, tengo siete años. Me llevaría en brazos, dice, pero tiene las manos ocupadas». Porque así empieza el libro, así describe Țîbuleac con perfecta precisión y desconsuelo como la huérfana Lastochka, protagonista de la historia, es recogida por la anciana Tamara Pavlovna de un orfanato en ese nuevo renacer, en esa puerta que se abre lejos del mundo sórdido y frío que conocía hasta la fecha. Pero hablamos de Țîbuleac, y la alegría de sus personajes es corta y efímera, porque quien la acoge en su regazo es esa anciana poco dada a cariños y afectos, alguien de quien afirma, cuando está enojada, que «sus ojos se entornaron, la boca se le achicó, y así, plegada sobre sí misma, parecía una habitación en la que se hubiera apagado la luz». Esa ausencia de luz, esa frialdad emocional, tan característica del estilo de la escritora, es constante a lo largo de la narración y es duro, pero a su vez es lo que buscamos en su obra. Porque es palpable ya desde un inicio la prosa poética y bella de Țîbuleac, es perfectamente reconocible su tacto en describir situaciones duras y tristes.

Con este inicio entramos en el mundo de Tamara, una mujer que se gana la vida, o la sobrelleva, recogiendo botellas de vidrio y vendiéndolas, a la vez que intenta instruir a Lastochka en el oficio, con su rigidez constante en trato y exigencias, porque Lastochka sufre la presión de comportarse de manera educada, de formarse, de ser culta porque, tal y como le inculca Tamara, «aprende ruso, sin él no tienes nada que hacer». Esa es su salida, su futuro, su porvenir. Porque el que no tiene nada ni modo de conseguirlo, solo puede conseguirlo a través de los otros, si logra que los otros se lo ofrezcan por lo que es, o por lo que aparenta. Esa exigencia envuelta de temor se mezcla con el agradecimiento, con cierta veneración inicial hacia Tamara a pesar de su dureza, porque «me habría aferrado a una cuchilla si me hubiera acariciado y me hubiera arrojado pan», porque era alguien que le permitía caramelos, pero «me dejaba coger dos, no uno como al resto de los niños, porque era huérfana y tenía en la boca un gusto mucho más amargo». Así, en esta dualidad emocional y afectiva se desarrolla la vida de Lastochka y se dirige en su narración en primera persona al lector que, en su deseo más íntimo, espera que sean sus padres, confesándonos la incomprensión ante su decisión abandonarla, cuestionándose desconsoladamente «¿En qué lengua debo buscaros? ¿En qué lengua debo perdonaros? ¿Por qué nadie dijo que era mejor que siguierais muertos? Muertos me habríais querido más. Muertos os habría querido más». Así, Lastochka nos confiesa la frustración y el odio que siente ante su pasado, basado en mentiras y falsedades, constatando que no fue sacada del orfanato para tener una mejor vida, sino «que me habían comprado», llegando a afirmar que «a veces pienso que, si os odio un centímetro más, mi odio formará un círculo completo y llegará el amor. Ese centímetro es lo que más miedo me da, por ese motivo lo aplazo todo». Porque si bien el odio y el asco es conocido, no lo es el amor, y ese desconocimiento es el peor de todos los miedos y temores.

De esta manera, Țîbuleac nos sitúa en un mundo poblado de la nada, de miserias y pocas alegrías que, como tesoros escondidos, se encontraban detrás de lo más nimio e impensable. Rodeada de niños en su misma condición, el día a día conforma su mundo de extrema austeridad, de trabajo físico interminable con el sustento como única paga. Y donde no llega más tampoco lo hace el cariño ni la ternura, no hay tiempo ni tampoco aptitudes para ello, porque «nosotros éramos botelleras. Nuestro trabajo consistía en reunir botellas y pagarlas al contado» en un mundo oscuro y sórdido en el que «belleza y luz veía raras veces. Respiraba todo el día alcohol, escuchaba juramentos y contaba monedas» y la constatación desoladora, con el paso del tiempo, de que «pasaban los meses y comprendía que, de un orfanato pequeño, había acabado en uno grande» en el que «las chicas se habían convertido en mujeres. Les habían crecido los pechos, pero no los corazones». 

Estructuralmente, la historia rompe de manera continua la narración en orden cronológico y es un constante salto temporal entre presente (con Lastochka ya mayor) y sus recuerdos del pasado, retazos de una vida que nos ofrece a modo de pinceladas con una estructura terriblemente fragmentada, con capítulos que la mayoría de las veces son una simple página o un par. Este hecho causa que el argumento sea difícil de seguir, con saltos constantes en el tiempo y sin referencias al mismo. Así, uno va recomponiendo la historia sin saber a ciencia cierta el orden en el que suceden los hechos, en ocasiones explicados como meros apuntes con hechos particulares que dan una visión de un mundo triste, aterrador, angustioso, penoso, pero sin saber poco de su evolución. Vemos el dolor y la angustia, pero no vemos de manera clara el camino seguido, aunque sí sus cicatrices y escollos, es ahí radica la magia del estilo de Țîbuleac, en el envoltorio que, brillante y atractivo, se va convirtiendo en arrugado, gastado, deshecho a medida que te acercas a él para encontrar, dentro de él, el más absoluto vacío.

Más allá del retrato emocional de su protagonista, Țîbuleac sitúa la historia en la República Socialista Soviética de Moldavia y, con ello, trata otros aspectos que inciden en la vida de la protagonista y conforman su evolución marcada por el conflicto ruso/moldavo, y la decisión de ir a la escuela moldava, para instruirse así en su lengua, a pesar de su irrelevancia, a pesar de que «lo más bonito en mi cabeza estaba en ruso. El ruso lo escuchaba en la televisión y en la radio. En las calles y en el patio». La lengua de imposición, que la lleva a creer que «pensaba que las palabras se inventaron en ruso y, solo más adelante, desde ahí pasaron a otras lenguas», constatando que la cultura imperante borra y erosiona todo lo que no es ruso; pero ella mantiene su lengua, a pesar de todo, porque es como ella siente; una lengua que en su fuero interno cree tan empobrecida que, al ver por primera vez un libro escrito en rumano la lleva a cuestionarse que «¿Cómo podía una lengua, que era la nuestra, estar escrita con otras letras? Y, sobre todo, ¿para qué?».  

La autora deja constancia también, de manera clara y evidente, de la necesidad de la sororidad en tiempos de dificultades, el soporte encontrado en sus amigas, compañeras, porque quizás es lo único a lo que aferrarse para sobrevivir en un mundo arduo, ingrato y detestable, porque «quería estar con Maricica, con Olia. Quería que vinierais a llevarme al fin del mundo». Unas amigas con similares futuros, a menudo atados a las voluntades de sus maridos, pero también a las luchas contra esos valores tan arraigados por una tradición que no tiene en cuenta sus voluntades y deseos. Querían sentirse vivas porque «sabíamos que éramos mujeres, tal y como lo entendíamos nosotras y como era en aquellos tiempos. Queríamos grandes preocupaciones y dolor de verdad. Que nos sucediera, que nos perturbara algo».

Lamentablemente, el libro va claramente de más a menos, pues partiendo de un tono y una prosa impactante y terriblemente reconocible, a medida que se avanza en la lectura, se va diluyendo el impacto, con menos frases que marcan al lector que, a su vez, va perdiendo el hilo en una narración con esos saltos continuos y fragmentos desubicados hasta el punto en que, superada la mitad, el libro entra en una cierta monotonía, sin un horizonte claro hacia el que un lector pueda vislumbrar claramente la trama de un relato en exceso fragmentado, repleto de breves anécdotas pero poco elementos decisivos; como las propias botellas que recuperan de entre los escombros, las piezas encajan pero es difícil su reconstrucción a partir de los añicos que nos dejan esas perlas escondidas entre un mar de soledad y miserias. Afortunadamente, en su tramo final recupera el tono del inicio y recobramos, parcialmente, la sensación que teníamos en un inicio.

De esta manera, la lectura del libro me deja el libro sensaciones encontradas, pues a pesar de su excesiva fragmentación y una bache hacia la mitad de la lectura en cuento a argumento e incluso impacto emocional donde uno cae en cierta apatía, hay pasajes donde Țîbuleac brilla con esa luz que la hace especial, como cuando la protagonista, dirigiéndose a sus desconocidos padres, confiesa que hubiera querido «preguntaros, por fin, por qué me visteis como una carga si habría cabido en una de vuestras manos». Es en esas frases donde lo hermoso y lo desgarrador se dan la mano, donde la belleza del estilo de la autora se funde y se empapa en la tristeza más absoluta; es en esos pasajes cuando nos conmueve y nos afecta del modo que solo un buen texto puede hacerlo. Porque es, en esos momentos, donde nos reencontramos con la belleza de la literatura.

También de Tatiana Țîbuleac en ULAD: El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes

2 comentarios:

Carlos Andia dijo...

Como siempre, impecable la reseña, colega. Mira que vi el libro y me lo apunté como posible, pero como también vi que lo tenías en cartera, me dije 'déjalo, que Marc lo va a hacer mejor'.

Así que nada, visto lo que cuentas igual me decido un día por el otro título, ya comentaré si es el caso.

Saludos!

Marc Peig dijo...

Muchas gracias, Carlos.
No creo que lo haga mejor, si te aceptaría un "más largo" ;-)
Pero sí, haces bien en empezar con el otro título. ¡Ya me contarás qué te parece!
Saludos
Marc