Año de publicación: 1966
Valoración: Imprescindible
No me cansaré de repetirlo: leer a los maestros es como
volver al paraíso perdido, se está tan a gusto que dan ganas de no marcharse
nunca. De esta gran personalidad de las letras hispanoamericanas, José Donoso (1924-1996), no hay nada que no se haya dicho
ya. De todas formas, y como me consta que nos lee gente muy joven, comentaré
que se trata de uno de los representantes del boom latinoamericano que crearía
escuela en los años 60-70, aunque él siguió publicando regularmente hasta su
fallecimiento, y aún después a título póstumo. Sus novelas más complicadas,
esas que aluden al mundo real mediante símbolos, es decir, no hay que leerlas
literalmente, como El obsceno pájaro de
la noche y Casa de campo –ambas,
difíciles donde las haya, doy fe–, a pesar de estar consideradas como grandes
obras maestras de la literatura en castellano y, la segunda, formar parte del
famoso canon de Harold Bloom, o lo que es igual, el súmmum del súmmum de la
literatura de Occidente, no están aún
reseñadas aquí. Pero todo se andará, jeje, ustedes no pierdan la esperanza.
Más allá de esto,
todo lo escrito por él es magnífico, pues a su gran talento unía una gran
meticulosidad (ocho años le costó escribir cada una de las dos novelas que cito
más arriba) y el hecho de haber estudiado a fondo a los grandes maestros y de saber
manejar los recursos literarios como pocos. He dicho magnífico, sí, pero tan
desazonante que siempre acaba tocando en los lectores algo muy profundo. Aun
así, tranquilos, en El lugar sin límites
al menos sabemos de qué se trata, en sus novelas complicadas, en cambio, se nos
amenaza e inquieta sin que logremos entender bien por qué.
Utilice una perspectiva realista como aquí o metafórica como
en muchas de sus novelas, Donoso pone el foco en una esquina de la sociedad, en
los parias –psíquicos, económicos, por sexo, orientación sexual, lo que sea– a
los que retrata ácida y sarcásticamente. Y siempre da en el clavo. Con una
prosa inusualmente certera representa la sordidez, desamparo, miseria y astucia
de los despojados de todo. Por eso tendré que analizar, más que el aspecto literario,
la situación real que se nos muestra. Porque el retrato geográfico, psicológico
y social es tan exacto en su esquematismo, las imágenes son tan poderosas, sus
poquísimos trazos son tan esenciales y están hechos con un pincel tan fino, el
de la prosa exacta, envolvente y arraigada al terruño, que el lector no está
leyendo sino sumergido en aquel ambiente y codeándose con los personajes. La
ventaja es que nosotros podemos salir de allí cuando queramos y ellos, los
auténticos, evidentemente no. Para muestra, aquí tienen parte del primer párrafo:
“La Manuela despegó con dificultad sus ojos lagañosos, se estiró apenas y volcándose hacia el lado opuesto de donde dormía la Japonesita, alargó la mano para tomar el reloj. Cinco para las diez. Misa de once. Las lagañas latigudas volvieron a sellar sus párpados en cuanto puso el reloj sobre el cajón junto a la cama. Por lo menos media hora antes que su hija le pidiera el desayuno.”
En muy pocas líneas se nos presenta al personaje principal,
Manuela, un travesti que no reconoce como hija a la mencionada por
circunstancias, bastante retorcidas, que entenderán cuando lean la novela. Tampoco
se acepta a él mismo, en parte por el rechazo que provoca, en parte por una
incoherencia que proviene de los estereotipos sociales más rancios y arraigados,
a la que se suma su extrema pobreza. Esto puede parecer irrelevante, pero
imaginen que la Manuela, en lugar de no tener donde caerse muerto, formase
parte de la sociedad más opulenta. ¿Creen que los que le rodean, incluso los
extraños, no le harían la rosca? Yo, desde luego, no lo dudo. Su gran drama es
que, por culpa de la miseria y la ignorancia, el primero que no se respeta es
él a sí mismo. Además, su pensamiento atropellado lo mezcla todo: el placer con
la economía de subsistencia que practica, la condescendencia abusadora del amo
con apoyo y complicidad, su propio deseo con supuesta atracción hacia él, la
marginación que sufre con una inexistente repulsa por parte de la Japonesita
que, en el fondo y si se dejara, estaría encantada de apoyarle. El resultado es
que todos los habitantes de la casa nadan en la precariedad, endiosando a quien
les explota y sin ninguna empatía entre ellos, menos aún cariño o unión de
fuerzas. Una pequeña comunidad integrada por islas flotantes, los personajes,
sufriendo a solas, ignorándose unos a otros, braceando para huir de ese océano
de angustias pero incapaces de hacer ni un movimiento correcto para salir a
flote, o al menos mejorar un poco.
Donoso se centra en la Manuela porque, como varón, comprende
mejor su situación y es capaz de empatizar con él. Pero no se le escapa ese
ambiente sórdido al que están condenadas las mujeres de ese lugar desde que
nacen. Ellas son, más que nadie, víctimas que ni siquiera tienen esperanzas o
sueños como el protagonista, sino que se hunden en una apatía resignada y
determinista en la que vegetan, cada una por su cuenta, sin que se les ocurra
compartir sus soledades.
Pero ahí mismo, en
ese primer párrafo, está (casi) todo. Aparece también el causante de la miseria
que asola el poblado, aunque ninguno de ellos sea consciente de ello. Veamos:
“Habían comenzado a molestar a la Japonesita cuando llegó don Alejo, como por milagro, como si lo hubieran invocado. Tan bueno él. Si hasta cara de Tatita Dios tenía, con sus ojos como de loza azulina y sus bigotes y cejas de nieve.”
“Tan bueno él” que hasta las mujeres del pueblo hicieron la
vista gorda cuando sus maridos visitaron el prostíbulo en bloque, ya que lo
hacían para homenajear al gran señor. Porque, efectivamente, ese es el negocio
que regentan padre e hija, sobre todo ella, porque la Manuela siempre ha sido
un socio sin demasiado compromiso y ahora, que la edad la ha hundido en su drama,
todavía más que al principio. En ese sitio, cuya suciedad es una de las
metáforas utilizadas para pintar su sordidez, se cocinó el triunfo del cacique;
la propaganda que hizo la casa –debido
a sus promesas de mejorar el pueblo, de que la carretera principal pasaría por
allí, de que traería la electricidad a las viviendas– convirtieron en diputado
a don Alejo, pero ahora, cuando todo ha quedado en nada, cuando se propone derribar
los edificios y convertir el suelo en tierra de labor, siguen adorándole. Sí, cuando
lo leemos resulta incomprensible, pero esto sucede tal como lo cuenta Donoso.
No puedo dejar de mencionar ese final paradigmático que
debería formar parte de una selección de desenlaces maravillosamente bien
planteados, tal como se hace a veces con los mejores comienzos de ficción. Hemos
visto a la Manuela salir con Pancho y su cuñado, les hemos seguido un rato, ¿y
luego? Lo que pasa después no lo vemos pero lo oímos, se nos transmite a través
de alusiones y de pensamientos de la Japonesita que, por cierto, se
equivoca de plano. Una forma ingeniosa de decir algo sin decirlo, por medio de
sugerencias. Porque no hace falta más, somos los lectores quienes debemos interpretar
las señales, mucho mejor esto que darnos todo hecho y digerido, como si se
dudase de nuestra capacidad para entender.
Otras obras de José Donoso: Coronación, El lugar sin límites (reseña original)
Obras sobre José Donoso: Correr el tupido velo
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