Idioma original: catalán
Traducción: sin traducción al castellano en el momento de publicar esta reseña
Año de publicación: 2021
Valoración: entre recomendable y muy recomendable
Traducción: sin traducción al castellano en el momento de publicar esta reseña
Año de publicación: 2021
Valoración: entre recomendable y muy recomendable
Título original: Tots els focs totes les pistoles
Las circunstancias que rodean a cada uno a la hora de encontrar nuevas voces literarias son múltiples y probablemente válidas todas ellas y, en algunos casos, inclusos sorprendentes, pues conocía de la capacidad de Jordi Benavente como periodista cultural pero ignoraba su talento como escritor. Y, gracias a voces del sector literario en quién confío, me he lanzado a atreverme con un autor totalmente desconocido para mí y para gran parte del público. Y el resultado ha sido gratificantemente sorprendente. Vayamos a ello.
Estamos delante de un libro corto, breve, brevísimo y terriblemente minimalista, con un estilo que se mueve entre reflexiones, relatos cortos, cuentos, poemas en prosa y aforismos. Las escenas que describe el autor son pequeños fragmentos, pinceladas, a menudo aparentemente inconexas, que ejemplifican la importancia del detalle, buscando esos pequeños despuntes, aristas que asoman sobresaliendo en la cotidianidad que la hacen bella, interesante y valiosa; puede tratarse de una hierba en el camino, una casa en el bosque, o la naturaleza que lo envuelve, pues todo sirve, todo es útil, todo es munición para reflexionar y valorar que todo tiene cabida en un mundo cambiante y retador. Es en esas cosas, en esos destellos de realidad, donde debemos y podemos agarrarnos, porque siempre están ahí, porque no dependen de nadie, porque no podrán sernos arrebatadas pues nadie se fijaría en ellas ni tan siquiera para codiciarlas. Pero existen. Están ahí. Y las necesitamos.
Con esta mirada detallista y terriblemente palpable e identificable, el autor narra desde el territorio, desde una naturaleza salvaje y agreste que el autor (y sus múltiples voces narradoras) no rehúye ni evita, pues lo imaginamos solitario, reflexivo y sereno ante tales paisajes. Porque ya el autor reconoce en el inicio que «acaricio árboles caídos en la “plana de les Bruixes”, y también acaricio la roca antigua y la herida abierta que dejaron garras aún más antiguas», porque «es el olor de la hierba de los márgenes, tostada por el sol, lo que me pone en marcha». Y, al igual que una de las voces del relato acaricia árboles, el autor se aproxima a la vida para acariciarla desde cerca, intentado demostrar que existe y averiguar qué es, constatar en los pequeños detalles indicios de realidad, como hace al recordar aquellas edades en la infancia en las que «poníamos petardos dentro de los nidos de los bichos bola (…) dudando uno o dos segundos cada vez, pero siempre encendíamos la mecha. Y después de la explosión, acercábamos la nariz para ver qué. Qué quería decir ser vivo. Qué quería decir ser niño». Porque ansía «deambular salvajes por el bosque, como cuando éramos pequeños y todo eran mapas del tesoro y no había relojes».
El autor, que se confiesa seguidor de Sam Shepard, Jack Kerouac y Patti Smith, en ese ambiente terrenal que uno augura seco y árido, nutre también el relato de pistolas y aires de western y lucha con munición literaria contra un día a día que llena de obstáculos la meta deseada consistente en conseguir aquellos versos que sobresalgan, alentándose en su propio propósito al afirmar que «tú busca el tono. Búscalo y tira fuerte de él. Tira de él hasta que esta prosa tuya se eleve por encima de la ropa sucia y los platos por fregar. Hasta que encuentres la batalla que valga las bajas que habrá, porque las habrá». Porque esa lucha, suya, también nuestra, está también en el día a día, en nuestras obligaciones diarias y en una paternidad que, en este ecléctico retrato del ciudadano corriente, la retrata llena de miedos y temores, con la noticia de un embarazo recibida con una «gota de sudor, preñada de dudas, surcando un rostro curtido por horas de insolaciones». Benavente explora en las emociones y las defiende, a capa y espada, con balas y pistolas, con todo el armamento que es capaz de encontrar en las palabras, porque «escribes porque quieres, tienes hijos porque quieres, y los velarás porque son tuyos, hijos y versos» encajando así la vida dentro de la vida y la letra como parte propia, como una porción de sí mismo.
Mucho mejor en el retrato de la cotidianidad que en los pequeños cuentos insertados y que a menudo acompaña de armas o peleas, siempre a manos de personas perdidas, sin casi rostro ni consciencia, Benavente destaca por una prosa poética que comprendemos y entendemos, que la hacemos propia porque esa realidad es palpable y visible, porque todos tenemos obstáculos en nuestro camino y piedras con las que tropezar, pero que sorteamos decidiendo, a cada paso, si el siguiente será el que valga la pena, si nos llevara donde queremos, ni nuestra pisada encontrará una tierra que nos acogerá o será una punzada más que lastimará aún más nuestros ya callosos pies. Y esa pisada siempre caerá, como lo hace su literatura, en los márgenes, allí donde la línea del bienestar se debate entre la placidez de la trazada conocida y el agreste costado de lo salvaje donde transita y solo pocos centímetros de distancia o de fortuna separan el acierto o el desatino. Benavente escribe desde los márgenes, como un outsider de la vida que se necesita encontrarse entre paisajes desolados. Narra con la voz de una solitaria alma errante que se busca entre prados, bosques y naturaleza, porque «el autor escribe porque lee, y lee para sobrevivir. Y si tengo que elegir entre leer o escribir, elijo salir a caminar», para huir y encontrarse, para escapar del «miedo de vivir miedo de morir miedo de vivir muerto miedo de vivir sin haber vivido o, como muchos de nosotros, toda la vida huyendo en círculos».
El autor también nos habla de los males de una sociedad de vista nublada hacia lo que viene, hacia el cambio climático y el abandono del ámbito rural y de la naturaleza, lamentándose acerca de «la manera en la que nos hablaba la lluvia y como la ignorábamos nosotros», porque «tenemos tres mil aplicaciones en el móvil pero, a pelo, somos incapaces de identificar el árbol que tiene la flor lila. Hemos negligido las canciones de los abuelos».
El autor empieza gran parte de sus reflexiones con un «dejó escrito: » que utiliza a modo de muletilla para apoyarse entre textos y que a la vez funciona como declaración de intenciones, pues ese es su testimonio, ese es su legado, esos son sus pensamientos que en sus diferentes formas y profundidades conforman los distintos sustratos emocionales que argamasan la vida de cada uno de nosotros. Piedra a piedra, camino a camino, detalle a detalle, nos conformamos y nos construimos, en un conglomerado que constituye la estructura humana bajo la cual permanecen encerradas (y a veces enterradas, bajo capas de lodo, tierra y polvo) nuestras ilusiones y nuestros sueños, recorriendo caminos y viajes, que el autor resume perfectamente afirmando, en una de las voces del relato, que «yo siempre pensé que no llegó a volver jamás, de aquel viaje, que no se vuelve, de los caminos. Hundido en la butaca. Bajo un cielo inmenso que no ha dejado nunca de crecerle por dentro». Y algo muy parecido ocurre con este libro; no lo dejamos una vez terminado, permanece dentro de nosotros, vivo y palpitante, para recordarnos que es en los pequeños detalles donde encontramos la vida y a nosotros mismos.
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