lunes, 7 de agosto de 2017

Jordi Puntí: Los castellanos



Idioma original: Catalán
Título original: Els castellans
Año de publicación: 2011
Traducción:  El propio autor
Valoración: Recomendable

La infancia es una ficción. Este libro quiere ser una prueba concluyente de ello. Con este reconocimiento, que forma parte de la propia narración en su epílogo, Jordi Puntí (Manlleu, Barcelona, 1967) fija el punto de partida de este grupo de relatos, iniciados por encargo de la revista L’Avenç en 2007 y cuya primera elaboración corrió paralela en el tiempo, como ejercicio complementario, a la escritura de la novela Maletes perdudes.

Reescritos con posterioridad, y con toda la intención de elaborar literatura desde la intimidad, la evocación y el recuerdo, pero también desde la ficción, la alteración y el sometimiento al objetivo de lograr un tono, una atmósfera y un estilo, nos deparan un viaje al tiempo de la infancia en un pueblo industrial (y rural) de la Cataluña “profunda” en la década de los 70 y 80 del siglo XX.

Para ello, Jordi Puntí se sirve de la relación que él y sus compañeros mantenían con los niños de su edad, miembros de la numerosa comunidad de inmigrantes procedentes en su gran mayoría del sur de la Península Ibérica y a los que denominaron castellanos. Relación, hay que resaltarlo, basada casi que exclusivamente en la pedrada, aderezada de algún insulto y un poco de desafío. Unos en casas unifamiliares, los otros en abigarrados bloques de viviendas, unos en colegios religiosos de pago, los otros en escuelas públicas gratuitas, la convivencia pasaba por la pugna y el control –más simbólico que efectivo- de los espacios comunes; un descampado, una pista de deporte, la piscina municipal, el cine (donde reinaba sin discrepancia posible Bruce Lee), la máquina del millón de un bar, un escondite donde reunirse y ojear revistas con fotos de chicas desnudas…

Apenas hay diálogo, ni contacto físico. Y, sin embrago, los otros se vuelven imprescindibles para modelar el yo, el nosotros. “Es como si ellos hubieran sujetado el espejo en el que nos reflejábamos – y me gusta pensar que a su vez nosotros sujetábamos el suyo.”, Por que en esa dinámica de conflicto y de pugna, subyace también una fascinación por las maneras, el desparpajo, la belicosidad que la propia imaginación infantil otorga al desconocido; al que no se le impone la restricción de la digestión para darse un chapuzón, para el que el horario de regreso es más laxo y al que cuando castiga un cura lo hace con más saña. Y ahí, me parece, radica el mayor atractivo de estos relatos, en esa capacidad de desbordar lo previsible, de exhibir y estrujar los propios prejuicios y de ofrecer una perspectiva inesperada y prodigiosa.

También hay algún personaje que sabe nadar entre dos aguas, que va por libre y no precisa despreciar al otro para definir su persona y opta por sacar partido a la situación. Y al final, con la llegada del bachillerato, la adolescencia y otros anhelos, más prosaicos y carnales, acaba por imponerse el trato personal y, ya se sabe, del roce surgen muchas cosas. A los castellanos, un apelativo pretendidamente despectivo, empezando por su arbitraria falta de exactitud, sucederán familias y niños llegados desde otras lejanías que serán seguramente observados por otros niños desde lo alto de sus bicicletas con reserva, desconfianza y hostilidad. Y, muy probablemente, íntima y secreta fascinación.

2 comentarios:

Carlos Andia dijo...

Si el libro es la mitad de interesante que la reseña, merecerá la pena.
Enhorabuena y saludos tocayo.

carlos ciprés dijo...

Muchas gracias, ¡tocayo y compañero!