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viernes, 29 de diciembre de 2023

Vasil Bykaŭ: Ir y no volver

Idioma original: Ruso
Título original: Пойти и не вернуться
Año de publicación: 1978
Traducción: Ángeles Maestro Martín / Svetlana Yaskova Yaskov
Valoración: Entre recomendable y está bien

Esta sería la sinopsis de Ir y no volver: Zosya, una joven partisana, emprende a solas una peligrosa misión en la Bielorrusia ocupada por los nazis. Antón, camarada de unos treinta años, se le une, pese a que ello pueda considerarse deserción. Ambos vivirán, en apenas unos días, una intensa historia de supervivencia, amor, desengaño y traición; ambos serán puestos a prueba a nivel físico por los elementos (el frío, el viento...), el hambre, el cansancio y los alemanes, y a nivel moral por la incompatibilidad de sus propios intereses y convicciones.

La novela, de Vasil Bykaŭ, se lee de una sentada, derrocha oficio y conmueve dada su extraordinaria sensibilidad. No hallaréis en ella una aventura épica y grandilocuente; más bien estamos frente a un drama intimista cuyo foco principal son sus dos protagonistas, así como las reacciones de los mismos ante la situación en la que se ven sumergidos; un drama que versa sobre la inclemencia de la naturaleza, el horror de la guerra y las miserias del egoísmo humano. 

Zosya y Antón son de esa clase de personajes literarios deliberadamente sencillos que han sido bien perfilados por el autor y resultan verosímiles al lector. Ella, antigua profesora de escuela, carece de experiencia vital y está llena de ideales. Él es un hombre atractivo, resolutivo y dispuesto a hacer lo que sea con tal de salvar su pellejo. 

La relación romántica que ambos desarrollan se siente orgánica y tiene las suficientes sombras como para que no se antoje edulcorada. Además, muta en función del argumento, hasta convertirse en una dinámica bastante menos ingenua, lineal y previsible de lo que hubiera podido ser en manos de un escritor poco hábil.

El ritmo de Ir y no volver nunca decae. Ni siquiera en los dos tercios iniciales de la novela, en los que apenas hay acción. Vasil sabe cómo imbuir a la trama de belleza formal a través de una prosa simple pero eficaz, y cómo volver interesantes a sus personajes obligándolos a friccionar, chocar o redimirse. Asimismo, Vasil no depende de escenas intrínsecamente tensas (conflictos, persecuciones, tiroteos...) para que la angustia nos atenace la garganta. Al contrario: logra que una pincelada atmosférica aquí, un pasaje introspectivo allá, nos mantenga en alerta, deseando que nada rompa la falsa calma.

Dos grandes lecciones se pueden aprender tras la lectura de este texto. La primera: que el enemigo no es necesariamente el invasor, sino también el aliado capaz de traicionarte cuando los vientos dejan de ser favorables. La segunda (y esta reflexión la verbaliza el propio autor en un emotivo epílogo): que no basta con apreciar la paz, sino que debemos defenderla.

Hay un par de apartados menos conseguidos, aunque tampoco se podría decir que lastren significativamente al conjunto. A nivel temático y argumental, creo que la caracterización de Antón le hace un flaco favor. Personalmente, prefería la apariencia que el personaje, salvo en el clímax, mantiene a lo largo del relato: la de alguien no necesariamente malvado, pero dispuesto a todo con tal de sobrevivir. Y es que desde el principio actúa de forma harto cuestionable en varias ocasiones, y sus reflexiones evidencian un lado oscuro, pero achacamos que todo esto se debe a un egoísmo que, admitámoslo, es hasta razonable en una situación límite. Sin embargo, Antón acaba revelándose abruptamente como un auténtico sociópata; lo cual, entendámonos, no le resta un ápice de complejidad, pero sí que dinamita, al menos en parte, ese mensaje que yo extraía de la obra sobre que los aliados pueden apuñalar por la espalda cuando les conviene. 

Otro defecto menor de Ir y no volver es que, a mi modo de ver, resulta poco convincente que Antón sea capturado por los partisanos tan fácilmente. ¿No había anticipado, con lo calculador que es, que el granjero podría traicionarle? ¿Por qué no trata de buscar excusas con más ahínco antes de dejarse maniatar?

Por último, aunque la edición de txalaparta cumple holgadamente su cometido, le he encontrado un par de defectos, los cuales querría remarcar a modo de crítica constructiva. El primero: que la sinospis que ofrece no se ajusta demasiado al argumento de la novela. El segundo: que la traducción, a cargo de Ángeles Maestro Martín y Svetlana Yaskova Yaskov, abusa de la repetición de palabras sin que medie razón estilística aparente, y emplea ocasionalmente fórmulas algo rebuscadas; por ejemplo, «En ello estaba su salvación» (¿estribaba?, ¿radicaba?) o «En casa les esperaba la casa limpia».

Resumiendo: Ir y no volver es una interesantísima aportación a la literatura bélica que prioriza la exploración de la psique humana y la oblicuidad de las relaciones interpersonales al contexto en que se desarrolla. Dada la calidad de su factura, la sensibilidad de su mensaje y la efectividad de sus personajes y trama, queda claro que Bykaŭ es un autor sumamente talentoso.

miércoles, 21 de febrero de 2018

2x1: Los peligros de internet (El desengaño de internet y Arden las redes)

Evgeny Morozov: El desengaño de internet. Los mitos de la libertad en la red

Idioma original: inglés

Título original: The net delusion
Traductor: Eduardo G. Murillo
Año de publicación: 2011
Valoración: recomendable

Quien no conozca a Evgeny Morozov por sus artículos en innumerables medios (entre ellos El País), puede empezar a hacerse una idea siguiéndole a través de su cuenta de twitter; no son necesarios muchos twits para darse cuenta de cuál es su tema favorito, por no decir su único tema: la tecnología, y más concretamente la interpretación ideológica del uso de la tecnología. Sus blancos favoritos son los "gurús" de Silicon Valley, que prometen que si les damos todos nuestros datos, nuestras contraseñas, nuestra localización exacta y nuestras fotografías y vídeos, crearán con ellas un mundo maravilloso, democrático y vegano (en vez de, por ejemplo, vender todos esos datos a otras empresas, usarlos para fines de marketing o, dios no lo quiera, entregarlos al gobierno de turno cuando este lo pida).


Estas obsesiones están muy presentes en su primer libro, The net delusion, cuyo título traducido al español, El desengaño de internet, es algo equívoco; quizás debería haberse traducido como The God delusion, de Richard Dawkins, como El espejismo de internet. Porque la palabra delusion, y esta es una de las claves del libro, hace referencia a un autoengaño, a una ilusión o fantasía que hace ver cosas maravillosas donde no existen. En este caso, el engaño del que habla Morozov es el "ciberutopismo": la idea de que más internet equivale a más democracia; de que implantar banda ancha equivale a implantar libertad (como en el siglo XIX construir ferrocarriles significaba difundir civilización), o que cualquier problema político, social o económico puede tener una solución meramente tecnológica, independientemente del contexto (lo que Morozov llama "internetcentrismo").


Pero ojo, Morozov no es el típico "ludita" que piensa que internet es malo, que los móviles nos esclavizan o que estábamos mejor sin televisión. Su crítica se enfoca muy concretamente en el ciberutopismo, que lleva por una parte a exagerar la importancia relativa de las tecnologías en revoluciones como la Primavera Árabe o las revueltas en Irán; y por otra parte produce políticas simplistas o mal direccionadas, que obvian el hecho de que "los malos" (por decirlo así) también pueden usar una mayor implantación de internet y de las redes sociales para controlar más y mejor a sus ciudadanos.


El libro de Morozov ofrece multitud de ejemplos concretos, tanto de citas que muestran que el ciberutopismo alcanza a las más altas esferas (por ejemplo, Hillary Clinton aparece en multitud de ocasiones defendiendo que más internet equivale a más libertad), como de eventos políticos reales o posibles que cuestionan esta opinión, desde Irán a China o a los propios Estados Unidos. El mayor problema que tiene el libro es que es excesivamente prolijo, y a veces hasta repetitivo; la idea central es necesaria y está magníficamente apoyada en datos; pero el lector se cansa de leer una y otra vez la misma idea (en voz de Morozov o en voces ajenas) y de encontrar decenas de ejemplos para demostrar lo mismo, o incluso el mismo ejemplo varias veces a lo largo del libro.


En todo caso, como antídoto contra los discursos eLibertarios (que a veces esconden, consciente o inconscientemente, un capitalismo neoliberal) y frente a la idea de internet como panacea, este sigue siendo un libro necesario.


Juan Soto Ivars: Arden las redes. La postcensura y el nuevo mundo virtual

Idioma original: español
Año de publicación: 2017
Valoración: recomendable como diagnóstico, decepcionante como análisis


Si Morozov puede ser un autor menos conocido para quien no se mueva en ámbitos tecnológicos, Juan Soto Ivars en cambio es probable que no necesite presentación para casi nadie que tenga Twitter en España: novelista, articulista, ensayista y twitero amado y odiado por igual, Soto Ivars se ha hecho un hueco (también en la Fundeu) como opinador ácido e irreverente, que levanta tantas pasiones como ampollas. Y también Soto Ivars, como Morozov, tiene un tema obsesivo en el último año (además de Cataluña); en este caso, se trata de los linchamientos digitales.


Arden las redes trata precisamente de estos momentos, que suelen terminar por aparecer en los periódicos con esa expresión tan manida, en que una persona privada o pública hace un comentario desafortunado en las redes sociales, y el resto de internet, como jauría justiciera, se le lanza encima exigiendo justicia, o más que justicia, venganza. Soto Ivars recolecta una buena colección de casos nacionales e internacionales, algunos de ellos bastante conocidos (el caso Zapata, Vigalondo, la escritora de libros infantiles María Frisa...), algunos de los cuales tuvieron consecuencias perdurables para sus protagonistas: pérdida de empleo, ostracismo digital, multas, juicios...


Como diagnóstico, Arden las redes me parece un libro recomendable: cada vez que veamos que un "tuitstar" republica un twit con una opinión estúpida o con un insulto despreciable, deberíamos esperar primero a conocer toda la información relevante, y no solo el titular, y después recordar que detrás de esos twits hay una persona que ha cometido un error, claro, pero que seguramente no merece (ni posiblemente está preparado para asumir) el odio, el desprecio y la humillación de miles de personas gritándole con una @ junto a su nombre. Si la opinión traspasa el ámbito de lo despreciable para entrar en lo delictivo, debe ser sin duda castigado, pero no condenado a arrastrar el oprobio de por vida (e internet tiene una memoria muy cruel). También conviene recordar que la libertad de expresión es una vía de dos sentidos: si no nos gusta que censuren a los que piensan como nosotros, no debemos querer censurar a quien piensa diferente (siempre que esa opinión no se transforme en injuria, agresión o exaltación del odio).


En cambio, el libro me parece mucho más flojo si lo tomamos no como advertencia, sino como análisis. Soto Ivars basa todo su argumento en dos conceptos: "poscensura" y "guerra cultural". La "poscensura" es la coerción para no expresar opiniones, no por miedo a una censura organizada y oficial, sino a la reprobación social de tus contactos digitales; la "guerra cultural" (y el término no es de Soto Ivars sino de James Davison Hunter) se refiere a una lucha por el control del discurso cultural/político, entre, básicamente, conservadores y progresistas (o "liberales", en el sentido anglosajón, que es distinto del español).


Aunque el término "poscensura" es el que más discusión ha provocado y el que ha sido peor recibido (probablemente porque estamos ya hartos de tanto "post"), mi mayor problema se sitúa en el segundo término, que me parece tan problemático como el "choque de civilizaciones" de Huntington. En primer lugar, porque crea dos polos monolíticos donde no los hay (sobre todo en el espectro político de la izquierda, tan aficionado a luchas fratricidas); y sobre todo porque parece situar en un estatuto de igualdad al poder y al contrapoder, a la cultura y la contracultura, a la lucha por determinados derechos, y al rechazo a estos derechos; al feminismo y al antifeminismo (por ejemplo), o a quien defiende los derechos de los homosexuales y a quien los ataca.

También, y este es otro problema importande del libro de Soto Ivars, porque no diferencia de forma suficientemente clara las explosiones espontáneas de indignación (que no por espontáneas son más justificables), de aquellas que responden claramente a intereses partidistas, como en el caso de Guillermo Zapata y de los titiriteros. Tampoco distingue claramente entre quienes hablan desde una posición de hegemonía cultural (Javier Marías o Pérez Reverte, por ejemplo) y quienes lo hacen desde una posición más periférica y por lo tanto más vulnerable; dicho con otras palabras, el libro parece decir que son igual de graves y peligrosos los insultos que pueda recibir Pérez Reverte por escribir una columna machista, que los insultos machistas o racistas que pueda recibir una activista de los derechos de las mujeres negras por parte del ejército de trolls de forocoches. Ambos insultos existen, y en grandes cantidades, pero ni todos reciben el mismo trato ni todos tienen la misma visibilidad (como tampoco se paga igual, por ejemplo, insultar a una víctima de ETA que a una víctima del Franquismo o del 11-M).


Lo mejor que podría pasar es que Arden las redes nos hiciera más conscientes de que a veces en internet nos comportamos como una masa enfurecida con antorchas y tridentes, un comportamiento gregario y cobarde que fuera de internet (no digo "en la vida real", porque internet también es real) nos resultaría repugnante. Lo peor que podría pasar es que se creyese que, efectivamente, la guerra cultural lo explica todo, que todo es "poscensura" (¡caca!), y que por lo tanto no hace falta ni analizar nada más; porque en esa línea, Arden las redes se queda claramente corto.

sábado, 9 de septiembre de 2017

Moyshe Kulbak: Los zelmenianos

Idioma original: Yiddish
Título original: Zelmenyaner
Traducción: Rhoda Henelde y Jacob Abecasis
Año de publicación: 1931 (libro 1) y 1935 (libro 2)
Valoración: Recomendable (o algo más)

Que las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del sigo XX fueron tiempos de radicales transformaciones (tecnológicas, económicas y políticas, fundamentalmente) es algo innegable. Así, en el ámbito tecnológico tenemos la bombilla eléctrica, la radio o el cinematógrafo. Y en el ámbito político, la Comuna de París, la Primera Guerra Mundial o la Revolución Rusa.

Cuento esto porque "Los zelmenianos" es un libro acerca de la influencia de esos cambios, sobre todo los que origina la Revolución Rusa, en una comunidad tradicional judía.

Los "zelmenianos" son los descendientes de reb Zelmele, judío llegado desde la "Rusia profunda" a territorio de la actual Bielorrusia alrededor de 1864. En Bielorrusia se establecen en un "patio", en el que convivirán (en un decir) tres generaciones de zelmenianos, que será escenario de prácticamente todo el libro, como si de una obra de teatro se tratara.

Como digo, conviven tres generaciones de zelmenianos:. reb Zelmele, su esposa Basche y los hijos y nietos (yernos, nueras, sobrinos y demás familia). Las dos primeras generaciones son hijas de la tradición, cumplen los preceptos que establece la ley y desempeñan oficios también tradicionales, como el de sastre, curtidor o relojero. Por contra, la tercera generación es hija de la Revolución y trata de romper con la secular tradición familiar.

El enfrentamiento está servido. Los mayores ven con recelo cualquier novedad impulsada por los jovenes, ya sea la electricidad, la radio, el cine, las fábricas y granjas colectivizadas, una campaña de alfabetización, el matrimonio con "gentiles" o el nombre de los nietos, y los jóvenes ven a sus mayores como seres aburguesados y anquilosados en la tradición. Pero el enfrentamiento no es solo intergeneracional, sino que entre los miembros de una misma generación también se producen choques. 

Dos aspectos destacan por encima de todo en la novela. El primero es el humor con el que Kulbak trata el tema. Pese a que puede parecer una novela costumbrista con su punto trágico, por el desmoronamiento de una forma de vida, Kulbak da a las diferentes escenas un toque satírico, con sus dosis de humor absurdo, surrealista y negro, por momentos. Por otro lado, Kulbak no enjuicia a los personajes, no toma partido ni por unos ni por otros, sino que únicamente pone de manifiesto las tensiones a las que los múltiples personajes se ven sometidos, siempre con el humor como fondo.

Pese a todo lo anterior, el libro no ha cubierto las expectativas que en el tenía depositadas, si bien es cierto que estas eran muy altas.  Por una parte, está la estructura de la obra. Personalmente, esperaba una novela "más rusa", una narración más "al uso". Por otro, el hecho de que a lo largo de la historia aparezcan y desaparezcan tantos personajes hace que me quede con la sensación de que alguno de ellos pudiera haber tenido "más jugo", más profundidad, más extensión.

En cualquier caso, se trata de una obra curiosa, divertida y bastante entretenida. A quien parece que no le hizo tanta gracia fue al amigo Stalin, lo que llevó a la detención y ejecución de Kulbak en las tristemente famosas purgas del 37. Eso sí, el hombre fue rehabilitado en 1960, aunque de poco le sirviera ya. 

sábado, 7 de enero de 2017

Svetlana Alexiévich: Últimos testigos

Idioma original: ruso
Título original: Poslednie svidételi. Solo dliá détskogo gólosa
Año de publicación: 2013
Traducción: Ioulia Dobrovolskaia / Zahara García González
Valoración: escalofriantemente imprescindible

Igual podríamos tener suerte, si la gente de Debate elige unos cuantos políticos para hacerles llegar una copia de este libro. No es que espere el milagro de convencerles de que trabajen a fondo en lo de acabar con la corrupción, o de que respeten, al menos, una décima parte de las promesas con las que obtienen sus votos. Eso ya hay que darlo por perdido. Se trata de que reflexionen acerca de lo que significa ser capaz de determinar el destino de la gente de a pie con sus decisiones. Como la de embarcar a un país en una guerra. O acerca de ese tentador recurso de llamar nazi a cualquiera a la que una discusión sube de tono. A ésos en concreto, a los que usan fotos de celebraciones nazis para compararlas con manifestaciones pacíficas, les diría que tomen esta excelente obra, Últimos testigos, y la abran al azar por cualquier página, y lean al azar cualquier párrafo, y se encontrarán con lo que los nazis de verdad hacían. No me hagáis aportar a mí algún extracto del texto, porque los hay de bastante truculentos, y ya es suficiente con leerlos una vez como para recrearse. Porque que esto quede solamente siete décadas atrás (y que, por tanto, muchos de sus protagonistas a cada bando hayan desaparecido) es un importante y espeluznante detalle. Muy posiblemente la cuestión de la obediencia debida o el pretexto de esa especie de locura colectiva sea un factor más. Pero los testimonios de este libro, al margen de, en su mayoría, lamentarse y sufrir con la rememoración de los hechos, no son algo de lo que la humanidad pueda darse el lujo de prescindir.
Los nazis, pasándose el acuerdo Ribbentrop-Molotov por el forro de los caprichos, invaden la URSS. Junio de 1941. Aviación, infantería precedida por los siniestros batallones punitivos, implantación del nuevo orden, represalias, crueldad casi imposible de reproducir, de forma individual y colectiva, castigos espeluznantes y arbitrarios, por la mínima nimiedad, sometimiento al capricho más azaroso (el derivado de considerar al pueblo soviético como infrahumanos y despenalizar cualquier barbarie que se les perpetre, y se perpetran un montón). Y los testimonios son adultos que eran niños en 1941, que han sobrevivido hasta que Svetlana Alexiévich ha acudido a entrevistarlos y a transcribir sus palabras. Huérfanos a los que el conflicto despojó de su padre o de su madre o de los dos. En el frente, en la resistencia, fruto del delirio asesino, de un bombardeo, de un capricho de algún loco uniformado, Difícil habrá resultado hacerlo, pues aventuro que en la confección de esta obra se han vertido muchas lágrimas. Muchos testimonios narran su propio sufrimiento, pero también cómo se han visto obligados a presenciar el sufrimiento de sus seres cercanos. El relato de las aldeas quemadas, de la venganza contra cualquiera relacionado con los partisanos que luchan contra los alemanes, el saqueo, el demonio del colaboracionismo, los delatores, los cercos, los bombardeos, las hambrunas, los golpes de madrugada en la puerta de los militantes comunistas, de los sospechosos de serlo. Los testimonios, algunos en aquel momento niños de 3 años (a pesar de lo cual, conservan un recuerdo tan vívido que resulta muy duro hacerse a la idea cuál fue su experiencia en el momento) cuando estalló la guerra y se produjo la entrada de las tropas alemanas, se suceden sin un orden o una estructura concreta. Algunos de ellos ya hablan desde la perspectiva de la victoria de la URSS y del retroceso de las tropas nazis, otros, durísimos, se hacen eco del terrible día a día de convivencia con un invasor que, tras un cierto falso espejismo de resplandor inicial, empieza a desplegar su maquinaria represiva, de cuyos ejemplos vais a permitir, insisto, que prescinda. Cada uno que lea este libro y se deje impactar por una u otra escena y que luego piense que se trata de casos reales, y realmente millones de personas han tenido que vivir así y pasar por todo eso.
Solo aclarar un detalle: no reseñaré ningún libro más de Svetlana Alexiévich aquí. Leeré los que se publiquen y me seguiré echando las manos a la cabeza, pero no pienso insistir más en la cuestión. Premio Nobel aparte: todo lo que esta escritora o como queráis llamarla ha escrito forma parte del conjunto de una obra que es imprescindible tener en cuenta. Profesores de historia, interesados en la literatura, curiosos acerca de la evolución de las sociedades en el siglo anterior. Incluso todos esos payasos que sueltan la palabrita de turno a primeras o esos descerebrados que coquetean con el negacionismo. Con todas las reservas que el término conlleva, más que imprescindible, obligatorio.

domingo, 4 de septiembre de 2016

Svetlana Alexiévich: Los muchachos de zinc


Idioma original: ruso
Título original: Cíncovie málchiki
Año de publicación: 1990
Traducción: Yulia Dobrovolskaia y Zahara García González
Valoración: muy recomendable alto

¡Pero qué tranquilos vivimos en esta parte del sur de Europa! Nos quejamos del calor en verano y de lo cortas que son las vacaciones y de que la cerveza no está lo bastante fría. Y cada año despotricando un poquito de lo inmerecido del último Nobel, con la de escritores buenos que hay para descubrir. 

Entonces, qué pasa con el Nobel de Alexiévich. Nos desconcierta. Andaba en alguna "quiniela" del Nobel, pero no esperábamos esto. Hasta a sus editores parece haber pillado de sorpresa: que répido se inundaron los estantes de Coetzee o de Modiano, escritores en idiomas asequibles en traducción "express" como el inglés o el francés. Pero una escritora bielorrusa. Hay que digerirlo y la cosa lleva su tiempo. Pero casi que mejor. No hemos de darnos prisa: los libros se van traduciendo y (un poco como cuando surgió el boom de Kapuscinski) su disfrute puede ser pausado y sostenido. Aunque un guapo pajarito me ha chivado que en septiembre va a salir otro, este Los muchachos de zinc es el último título traducido.

Y es glorioso.
Repito: glorioso.

Apenas una veintena de páginas y Alexiévich ya nos ha regalado una frase sencilla, obvia y lógica, pero de tan esencial y aplastante nos perseguirá a largo de todo el libro.
Mientras tanto, nuestros chicos se están muriendo en un país lejano por algo que desconocemos.
Porque el zinc del título es el material del que están confeccionados los ataúdes en que los cadáveres de los soldados son repatriados. Sí: esos que se recubren con una bandera y ante los que un militar de rango medio (o un ministro, si se acercan elecciones) se cuadra como si tuviera el mínimo respeto hacia los que él mismo, o los suyos, ha enviado a morir.

Por cuestiones geo-estratégicas. Por una ideología. Por un subsuelo trufado de combustible. Por la locura de un mandatario. Por la religión. Porque un dictador criminal dijo hace ochenta años que la patria era una.

Alexiévich confiesa en las primeras páginas que escribir su libro anterior ( La guerra no tiene rostro de mujer ) la ha dejado tocada. Pero ahí está. Por esa literatura que se ha inventado. La crónica testimonial donde, parece, ella interviene lo mínimo. Y en Los muchachos de zinc habla de los soldados soviéticos en Afganistán. Afganistán fue el Vietnam de la URSS. El país al que fueron a ganar con la gorra y del que tuvieron que salir por patas. Dicen, uno de los factores que precipitaron el hundimiento del bloque soviético. Y aunque Alexiévich intente moderar (aunque sea para mitigar el dolor), el tono de Los muchachos de zinc resulta tan duro y tan implacable como el de otro texto imprescindible como Voces de Chernóbil . Dureza física, me refiero. El llanto y el dolor y la desesperación las damos por supuestas. Pero la descripción del daño físico, de la devastación de los cuerpos. Qué poco propia nos parece, más cuando la escritora, en aras de la sinceridad de la escritura, no duda en reconocer que se ha desmayado en algún momento, ante la dureza de lo que se ha obligado a presenciar y describir. Que algunos testimonios la han sumido en el mismo llanto del testigo. Dureza que consigue traspasar al texto y hacer llegar al lector. Yo ya he hablado muchas veces de libros ante los que existe la opción de mirar a otro lado. Actitud completamente legítima, pero, permitidme, que me sorprendería en el perfil del lector de este blog. Aunque sepamos, algunas veces, lo que buscamos, no siempre la literatura debe depararnos su encuentro, de forma tan cruel, tan abrupta, tan descarnada. Buscar literatura del sufrimiento, de la devastación, puede que no sea un objetivo usual. Buscar placer, escapismo, estímulos, todo legítimo. Pero encontrarse lo que Alexiévich ofrece. No apto para según que paladar, para según que estómago. Claro. La guerra de Afganistán nos pilla muy lejos, en espacio y en tiempo. No parecemos muy preparados para que nos planten 300 páginas de testimonios así como así. Que agobian y saturan, cierto, tanto como lo es que no se puede, no se puede dejar de leer.
Y como colofón, un buen puñado de páginas adicionales nos describen todas la consecuencias de la publicación de este libro. Alexiévich fue demandada por algunos de los testimonios (de todos ellos se ocultan identidades en el texto original) que la acusaban de haber alterado o falseado situaciones, de haber llevado más allá la pura edición e interpretación de los testimonios, de haber publicado el libro en el extranjero para socavar esa noble finalidad patriótica. En un libro dentro del libro, las demandas, los argumentos a favor y en contra de la escritora y la obra, las sentencias, los alegatos, nis hacen comprender su importancia y su necesidad. Afganistán fue una guerra absurda más, perpetrada con la única finalidad de extender a cualquier lugar necesario la partida de ajedrez global que era la (ya entonces agonizante) Guerra Fría. Se cobró víctimas, Alexièvich lo explicó, los testigos muestran la cruel sinceridad que solo puede emanar de la verdad. Alexiévich molestó con su obra, en su momento, y puede que aún lo haga hoy. Qué se puede decir mejor que eso.

Otras reseñas de Alexiévich en ULAD: El fin del Homo Sovieticus, Voces de Chernóbil, que nos gustó tanto que mereció una doble reseña

martes, 26 de abril de 2016

Colaboración: Re-reseña: Voces de Chernóbil de Svetlana Alexievich

Idioma original: ruso
Título original: Tchernobylskaia Molitva 
Año de publicación: 2005
Traducción: Ricardo San Vicente
Valoración: muy recomendable-imprescindible

No tengo yo la impresión de que el 26 de abril de 1986 esté ya a una distancia de 30 años de hoy. Será que uno empieza a hacerse mayor. Porque precisamente hoy, 26 de abril de 2016, hace exactamente 30 años de una de las mayores catástrofes de la historia. Pero si bien todo lo que conocemos de los horrores parece tener que ver con la guerra (el gulag stalinista, Auschwitz, etc) con Chernóbil, que está impregnado de todos los rasgos de la guerra (soldados, evacuaciones, explosiones, héroes,…) ha empezado –afirma Svetlana Alexievich– la historia de las catástrofes.

Svetlana Alexievich nos habla en este libro a través de las voces de los apestados de Chernóbil, a través de los nadies de Eduardo Galeano: "los hijos de nadie, los dueños de nada; los ningunos, los ninguneados; los que no son, aunque sean; los que no son seres humanos, sino recursos humanos; los que no tienen cara, sino brazos; los que no tienen nombre, sino número; los que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local; los nadies, que cuestan menos que la bala [y por supuesto, que la radiación] que los mata".

Todavía hoy en día si uno quiere recabar información sobre lo ocurrido podemos encontrarnos con frases como: "Hasta hoy no existen trabajos concluyentes sobre la incidencia real, y no teórica, de este accidente en la mortalidad poblacional". O como: "Solo una pequeña parte de los liquidadores se vieron expuestos a altos índices de radiactividad". Se llamaban "liquidadores" a los encargados de “liquidar” las consecuencias del accidente de Chernóbil. Según Svetlana sólo en las listas de los liquidadores de Bielorrusia constan 115.493 personas. Según los datos del Ministerio de Sanidad, desde 1990 hasta 2003 han fallecido 8.553 liquidadores. Dos personas al día. De aquí el extraordinario mérito de Svetlana Alexievich de contar Chernóbil dando voz a los nadies, a los que resulta imprescindible oír.

Una voz de nadie se pregunta para qué recuerda la gente, ¿para restablecer la verdad? ¿La justicia? ¿Para liberarse y olvidar?:
Quería olvidar. […] Y creía que lo más horroroso ya me había sucedido en el pasado. La guerra. Que estaba protegido, que ya estaba a salvo. A salvo gracias a lo que sabía, a lo que había experimentado… Pero he viajado a la zona de Chernóbil. […] Y allí he comprendido que me veo impotente. Que no comprendo. Y me estoy destruyendo con esta incapacidad de comprender. […] A mí me destruye el futuro, no el pasado. ¿Para qué recuerda la gente? (p. 61)
Muchas de las voces nos hablan de las medidas de protección que se proporcionó a la población ante la radiación: 
Llegaron los primeros periodistas extranjeros. El primer grupo de filmación. Llevaban unos monos de plástico, con cascos y con botas y guantes de goma; hasta la cámara iba en una funda especial. Los acompañaba una de nuestras muchachas, la traductora. Ella iba con traje de verano y zapatillas. (p. 143) 

Las voces hablan también de los bomberos, los soldados, los muchachos llevados directamente del pupitre al cuartel, los trabajadores de fábricas llevados a la zona, de todos los héroes de los que se sirvió el Estado para hacer frente a la hecatombe:
Para dar en el blanco los pilotos [de helicóptero] abrían las ventanillas de las cabinas y apuntaban abajo, con qué inclinación entrar. ¡Las dosis eran de locura! (p. 211) 
¿Y los cuatrocientos mineros que taladraron el túnel de debajo del reactor? Hacía falta abrir un túnel para inyectar nitrógeno líquido en la base y congelar una almohadilla de tierra: así se dice en el lenguaje técnico. De otro modo, el reactor se hubiera desplomado en las aguas subterráneas. Mineros de Moscú, de Kíev, de Dnepropetrovsk. Y, en cambio, aquellos muchachos, desnudos, a 50 grados de temperatura, empujaban a cuatro patas las vagonetas. Allí dentro había aquellos mismos cientos de roentgen. Ahora se están muriendo. (p. 246) 

Algunas voces narran el sentimiento del deber, del orgullo de ser un "buen comunista", no albergando duda alguna sobre lo que las autoridades contaban en el momento:
Desde el punto de vista de nuestra cultura, pensar en uno mismo es una muestra de egoísmo. Algo propio de los pobres de espíritu. Siempre encuentras algo que está por encima de ti. De tu vida. (p. 211) 
Algunas voces se atreven 19 años después –Svetlana Alexievich escribe este libro en 2005 – a criticar la incompetencia gubernamental:
Pero las autoridades callaban. Solo después de que se celebraran las fiestas [fiesta nacional del 9 de mayo], Gorbachov afirmó: “No se preocupen, camaradas, la situación está bajo control. Es un incendio, un simple incendio. No es nada grave. Allí la gente vive, trabaja”. Y nosotros lo creíamos. (p. 255)

En las sesiones de la comisión gubernamental se informaba simplemente, como si tal cosa: ”Para esto hay que perder dos o tres vidas. Y para esto, una vida”. Así de sencillo, como si tal cosa. (p. 246)
Se habla también de los programas de televisión que empezaron a proliferar haciendo ver a la población que todo era completamente normal; era sólo que las emisoras occidentales pretendían difundir el pánico. Se podía ver cómo se acercaba el dosímetro a distintos alimentos. Pero todo era un engaño. Los dosímetros militares de los que entonces disponía el ejército no estaban preparados para medir alimentos, sólo podían medir la radiación ambiental. Otros dosímetros no funcionaban porque no estaban cargados. Para que empezaran a contar, había que cargarlos con una dosis inicial de radiación. Semejante cantidad de mentiras sobre Chernóbil sólo había podido darse en los tiempos de Stalin. Se engañaba a la gente. Y la engañaba el Estado.

Hablan otras voces de nadies situados aún más bajo en el escalafón de "apestados". ¿Pero existe tal posición? Sí, la de los tayikos del Pamir que son asesinados por los tayikos de Kuliab; la de los tayikos de Kuliab, que son asesinados por los tayikos del Pamir; la de los rusos perseguidos por los kirguises; la de los chechenos perseguidos por los rusos… Estos nadies se agarran (diría que como clavo ardiendo, pero puede parecer un chiste y no quiero hacer chistes) a la tierra ardiente, radiante de Chernóbil para sobrevivir (sí, no es una errata, he escrito "para sobrevivir"), no temen a la contaminación radiactiva, a quien temen es a los hombres, a la gente armada.

Muchas de las voces tratan de entender, no lo que significó, sino lo que significa Chernóbil, cómo vivir –y no morir– después de Chernóbil:
El acontecimiento aún se encuentra al margen de la cultura. Es un trauma de la cultura. (p. 145) 

El 26 de abril de 1986 sufrimos otra guerra más. Y ésta no ha acabado. (p. 219) 

Algunas voces nos hablan de los niños. Los niños que ya de muy pequeños conocen la palabra alopecia, porque muchos se han quedado sin pelo, sin cejas, sin pestañas. Los niños que se han acostumbrado a la idea de que no se pueden sentar en la hierba, no pueden coger flores, no pueden subirse a un árbol. Terribles voces que nos hablan de los niños tristes que no ríen, a los que no hay nada que les pueda asombrar o alegrar, que tienen conciencia de la muerte, que hablan y se preguntan sobre ella, que incluso saben que van a morir.

Y da mucha pena la gente del campo, porque han sufrido sin culpa alguna, como los niños. Porque Chernóbil no lo ha inventado el campesino, que tiene con la naturaleza un trato especial, de confianza, el mismo contacto de hace cientos de años. En los pueblos no entendían qué había pasado y querían entender a los científicos, a cualquier persona instruida, cual si fuera un sacerdote. En cambio no se les decía otra cosa que “Todo está bien. No pasa nada malo. Lo único es que antes de las comidas lávense las manos” (p. 290).

Si Remarque nos habla del horror de la Gran Guerra, que supuso una "generación perdida", si Günter Grass trata del sometimiento del individuo a las ideologías imperantes y el sentimiento de culpa del pueblo alemán tras la II Guerra Mundial, si Kertész reflexiona sobre la vida después de Auschwitz y Buchenwald, si Solzenistyn denuncia el gulag estalinista, Svetlana Alexievich nos cuenta a través de las voces de nadies –o voces que hablan en nombre de los nadies– este otro gran Horror, que tampoco nunca debió ocurrir, llamado Chernóbil. (A propósito, ¡existe una generación que ha vivido el gulag estalinista, Auschwitz y Chernóbil!)

A modo de advertencia, uno de los primeros capítulos, titulado "Una solitaria voz humana", en el que la esposa de un bombero narra su experiencia, es particularmente duro y puede desanimar a continuar la lectura. También lo son algunos pasajes que hablan sobre los niños. (Confieso haber llorado...). El libro es, en suma, desgarrador... pero necesario, porque necesario es conocer el sufrimiento de los nadies.

También de Svetlana Aleksiévich en ULAD: Voces de ChernóbilEl fin del 'Homo sovieticus'Los muchachos de zinc

Firmado: Fran Castillo Sánchez-Beato

viernes, 1 de enero de 2016

Svetlana Alexievich: Voces de Chernóbil

Idioma original: ruso
Título original: Tchernobylskaia Molitva
Año de publicación: 2005
Traducción: Ricardo San Vicente
Valoración: muy recomendable alto

Inauguramos el año con un modesto ejercicio de justicia. La verdad es que pocos, y no me incluyo, conocían a Svetlana Alexievich antes de que su nombre empezara a sonar con insistencia para ganar el Nobel que le fue otorgado hace unos meses. De hecho, éste era el único libro que había sido traducido al español, y su reedición en octubre de 2015 parece indicar que algo se husmeaban en Random House.
Y si he dicho justicia es por algo. Porque libros como éste no habrían de pasar desapercibidos. En un mundo ideal. De esos mundos ideales donde los totalitarismos son condenados todos y donde las cosas no se polarizan de tal manera que la crítica a un polo significa el alineamiento necesario con el polo opuesto. Claro, perdonad, escribo esta reseña bajo el "efecto diplodocus", cosa que me va a hacer medir mis palabras.
Supuestamente.

"¿Y nosotros?¿Nosotros cómo nos comportamos?¡Mira a estos alemanes, siempre tan planchados, tan almidonados, qué histéricos!¡Miedosos! Midiendo la radiación de la sopa, de las hamburguesas. Saliendo a la calle cuanto menos mejor. ¡Qué risa! ¡Nuestros hombres sí que son hombres de verdad! ¡Qué machos los rusos! ¡Dispuestos a todo! ¡Luchando contra el reactor! ¡Y sin ningún temor por sus vidas! Se suben al tejado fundido a cuerpo descubierto, con guantes de lona (ya lo habíamos visto en la televisión) ¡Y nuestros hijos van con sus banderines a la manifestación! ¡Con los veteranos de la guerra! ¡La vieja guardia!"

Sí: he puesto terror entre las etiquetas para la búsqueda de este libro. Y es que el terror más auténtico no es el de los seres misteriosos de Lovecraft o el de las inverosímiles puertas de La casa de hojas. El auténtico terror es que unos señores que se atribuyen respetabilidad te digan que puedes estar tranquilo en tu casa y que un día haya un accidente y un mal viento empiece a depositar isótopos en el césped del parque donde juegan tus hijos, o los inocule en el agua que hace crecer los tomates que metes en tu ensalada, o pringue la ropa que tienes colgada en  el tendedero. Que eso te obligue a salir disparado de tu casa y de tu vida en cuestión de horas, vete a saber si a algún sitio seguro, o ya arrastrando algo más que el estigma de ser de Chernóbil. Que, ignorante de mí, leer este libro me haya hecho tomar conciencia de que Europa estuvo a nada de convertirse en un continente inhabitable. Casi tres décadas más tarde. Leer este acertadamente titulado libro me ha hecho conocer ese  detalle. La vieja Europa, un páramo de árboles amarillentos, de aguas contaminadas, de especies mutantes, de suelo que quema. Svetlana Alexievich ni siquiera entrevista a la gente: deja que hablen, ordena sus testimonios, los estructura y les dota de una curiosa cadencia, una especie de hilo narrativo en la que la escritora cede el protagonismo y deja que todo fluya. Claro que participa: no solamente puede aportar la elección de uno u otro testimonio, y puede que busque acentuar cierto aspecto en detrimento de otro: también contrapesa a favor del débil.
Así que los diferentes involucrados en la tragedia de abril de 1986 van desfilando. No siempre en primera persona: a veces son sus seres queridos los que los evocan. No puede ser otra cosa que trágico, claro. Aquí hay muchos héroes: técnicos, bomberos, soldados, científicos, habitantes anónimos de las zonas que se evacuaron, viudas (demasiadas viudas), funcionarios, ancianos, niños.

"Nos marchamos.
Quiero contarle cómo se despidió mi abuela de nuestra casa. Le pidió a papá que sacara del desván un saco de grano y lo esparció por el jardín: "Para los pajarillos de Dios". Recogió en un cesto los huevos y los echó al patio: "Para nuestro gato y para el perro". Les cortó unos trozos de tocino. De todos los saquitos echó las simientes: de zanahoria, de calabaza, de pepinos, de cebolla. De diferentes flores. Y las esparció por el huerto: "Que vivan en la tierra. Luego le hizo una reverencia a la casa. Se inclinó ante el cobertizo. Recorrió los manzanos y los saludó a cada uno.
Y el abuelo se quitó el gorro cuando nos marchamos."

A quién le puede caber la menor duda de cómo fueron las cosas. Si hasta es lógico que, para evitar una reacción en cadena, una alarma excesiva, cualquier maquinaria estatal (y, por supuesto, la de la URSS de 1986 era una poderosa maquinaria estatal pendiente de controlarlo todo) ocultara la magnitud de los hechos, les quitara importancia e intentara mantener el orden, aunque fuera a costa de quedar retratada ante todo el planeta, cosa que seguro que tuvo que ver en la caída del muro en 1989. Pero los años han pasado y tantas voces no pueden ser calladas solo a base de llenar documentos de sellos de secreto o ultrasecreto y dejar que los testigos directos vayan desapareciendo, muchos de ellos víctimas a medio o largo plazo, no solo víctimas físicas, sino estigmatizados como colectivo por la sociedad.

"Tengo un hermano pequeño. Le gusta jugar a "Chernóbil. Construye un refugio, cubre de arena el reactor...O se viste de espantapájaros y corre detrás de la gente y los asusta: "¡Uh, uh, uh...! ¡Soy la radiación! ¡Uh, uh, uh...! ¡Soy la radiación!". 
Aún no había nacido cuando ocurrió aquello."

Así que vamos a correr el riesgo de que ahora se nos tilde de anticomunistas. Porque el Aparato silenció y ocultó los hechos, engañó a los ciudadanos para que colaboraran de forma sumisa y no pusieran impedimentos, para que aceptaran con resignación su presente y su futuro. En muchos casos, los dejó en la estacada, sin información, sin medicación, sin medios para protegerse, sin explicaciones claras. Con pensiones míseras a cambio de trabajos que les acarrearon enfermedades mortales a ellos y a sus hijos y a sus cónyuges.
No son malos compañeros, Kapuscinski o Politkovskaya, si digo que me gusta Alexievich porque irrita al poder, al oligarca, a lo establecido y cómodamente establecido, al tipo repantingado en el poder dictaminando qué es bueno y qué no para súbditos o ciudadanos o camaradas o como quiera llamar a esa masa supeditada a sus caprichos y condenada a sufrir las consecuencias de sus errores.

Encima, no son tantas las veces que los del Nobel aciertan.

Otras obras de Svetlana Aleksiévich en ULAD: Los muchachos del zincVoces de Chernóbil (re-reseña)El fin del 'Homo sovieticus'

jueves, 10 de diciembre de 2015

Svetlana Aleksiévich: El fin del «Homo sovieticus»

Idioma original: ruso
Título original: конец красного человека
Año de publicación: 2013
Valoración: interesante

Cuando le concedieron el Premio Nobel a la escritora y periodista Svetlana Aleksiévich, hubo gente que se lanzó a opinar: algunos decía que lo que ella hacía no era literatura sino reportajes periodísticos; otros, que sus opiniones anti-rusas, y más concretamente anti-Putin, la desacreditaban, y desacreditaban un premio claramente politizado; otros que sí la habían leído defendían la calidad de sus escritos y lo merecido del premio. Dejando aparte posiciones bastante absurdas (¿desde cuándo una opinión política desacredita la obra de un escritor?), el debate en torno a la "literariedad" del periodismo es también bastante antiguo, y creo que a estas alturas posmodernas resulta bastante difícil ser tan tajantes sobre dónde termina lo literario y empieza lo no-literario, sobre todo en géneros híbridos como el reportaje extenso o la crónica.

Esta idea de hibridez y de género limítrofe se acentúa leyendo El fin del 'Homo sovieticus', el último libro de la autora que Acantilado publica en España coincidiendo (y seguro que no es casualidad) con la ceremonia de entrega del premio Nobel. Esta obra forma parte de una indagación extensa y profunda sobre la utopía soviética, sus horrores y sus esperanzas, sus fracasos y su memoria. En El fin del 'homo soviéticus' el foco se sitúa sobre todo en el Golpe de Agosto de 1991, que provocó la caída del gobierno de Mijaíl Gorbachov, la llegada al poder de Boris Yeltsin y la disolución efectiva de la Unión Soviética.

El libro está formado (casi) íntegramente por entrevistas, en las que solo se escucha la voz del entrevistado, con muy escuetas acotaciones de la entrevistadora para indicar el contexto en el que se produce la conversación, así como las reacciones de los protagonistas (en particular, cuando empiezan o dejan de llorar). Uno de los méritos del libro, sin duda, es la representación respetuosa del discurso oral, con sus interrupciones, sus anacolutos, sus repeticiones y correcciones... Así, la autora cede casi completamente la voz a los personajes a los que quiere dar el protagonismo para que cuenten sus historias, creando con eso un texto efectivamente polifónico, aunque estilísticamente muy coherente.

Y estos protagonistas escogidos por Svetlana Aleksiévich son hombres y mujeres de diferentes puntos de la extinta Unión Soviética, de diversos orígenes étnicos, de diversas edades, de posiciones ideológicas opuestas. El tema fundamental del libro, como decíamos, es la utopía comunista: las esperanzas que creó, los horrores que provocó, su brusca desaparición y el vacío de poderes y valores que dejó al caer. Hay espacio para voces de represaliados por el estalinismo, pero también de comunistas convencidos que nunca renunciaron a sus ideales; de personas que esperaban que la libertad y la democracia les trajeran la felicidad (y quedaron decepcionados), y otros que en el momento en el que todo el mundo abandonaba en masa el Partido Comunista conservaron orgullosos su carnet y su ideología.

Svetlana Aleksiévich no juzga, no evalúa. Quienes la critican (sin haberla leído, sospecho) la pinta como una antirrusa y anticomunista furibunda, y sus libros como panfletos. Cualquiera que lea El fin del 'homo soviéticus' se dará cuenta de que esto no es así en absoluto. Lo que compone es una imagen compleja de un territorio y un tiempo en el que el pasado es terrible (la guerra, las purgas soviéticas, las delaciones entre vecinos) pero el presente no ha cumplido tampoco las esperanzas creadas y ha dado paso a una jungla en la que los fuertes y los corruptos vencen, y los débiles son aplastados.

No es este un libro ligero, desde luego; de hecho, creo que no conviene leerlo seguido, porque la unidad del estilo hace que las historias y los personajes que las cuentan se mezclan unos con otros (y la densidad trágica de lo que cuentan merece ser captada individualmente). Es, desde luego, un libro en el que la relevancia del asunto se alía con una evidente preocupación estilística. Que alguien pueda decir que esto no es literatura, y literatura de la grande, es algo que no puedo entender.

Otras obras de Svetlana Aleksiévich en ULAD: Voces de ChernóbilVoces de Chernóbil (re-reseña)Los muchachos del zinc