viernes, 9 de agosto de 2019

Laura Spinney: El jinete pálido

Idioma original: inglés
Título original: Pale Rider. The Spanish Flu of 1918 and How it Changed the World
Traducción: Yolanda Fontal
Año de publicación: 2018
Valoración: Recomendable


Hace justo un siglo que se extinguieron los últimos coletazos de la llamada gripe española, también conocida como gripe del 18. En mi casa oí hablar de ella por culpa de algún antepasado que tuvo el mal gusto de fotografiar a unos bebés muertos a causa de aquel terrible virus. Porque aquel episodio dejó huella en familias de todos los rincones del planeta. Lo cuento.

La gripe española azotó al mundo en tres oleadas: la primera, en la primavera de 1918; la segunda, la más mortífera, en otoño del mismo año; y la tercera, a inicios del 19. Fue una pandemia global que no conoció fronteras ni escenarios: desde Brasil hasta China, desde Sudáfrica a Canadá, desde Portugal hasta la India, grandes ciudades y aldeas remotas, la Europa en guerra y remotos pueblos de Manchuria, nada quedó libre del virus. La enfermedad, que en su primera fase no fue muy diferente de cualquier gripe estacional, mostró más adelante sus terribles peculiaridades: elevada tasa de mortandad, extrema facilidad para el contagio, efectos secundarios brutales (piel coriácea, visión borrosa, miembros agarrotados) y propensión a la complicación con otras dolencias más graves, en especial la neumonía. 

Otra de las características más insólitas fue su desconcertante aleatoriedad. La enfermedad golpeó con furia a los colectivos tradicionalmente más vulnerables (niños pequeños y ancianos), pero también al segmento de la mediana edad, por lo general el de mayor resistencia y vigor físico. Y al mismo tiempo, la gripe era capaz de acabar en pocos días con media familia, diezmar un barrio concreto o aniquilar una población, y tratar con mucha más benevolencia a entornos o vecinos muy próximos. Las dudas que aún existían sobre la forma de transmisión y las consiguientes medidas erróneas, junto con la sensación de indefensión, provocaron el caos e hicieron brotar las esperables ideas de castigo divino que florecieron en diversas culturas. Con todo ello, y pese a la dificultad de estimar correctamente las cifras, la autora considera que llegó a contagiarse un cuarto de la población mundial, y murieron al menos cincuenta millones de personas.

La autora desarrolla con agilidad el relato de la pandemia intentando subrayar la devastación causada y su carácter planetario, procurando no dejar fuera los escenarios más remotos, sean pequeñas islas del Pacífico, un pequeño pueblo de Alaska o el corazón de África. Más adelante se adentra en aspectos más científicos, las investigaciones, terapias, contagio recíproco con animales (recuérdense las mucho más recientes gripes aviar o porcina) o las distintas cepas y mutaciones. El texto es serio, claro y asequible, y da idea de la dimensión del problema.

Como creo que todo el mundo sabe, la españolidad de la gripe no tiene nada que ver con su origen real. El apelativo se debió, como tantas veces, a una confusión: al ser España país neutral en la I Guerra mundial, era el único donde se informaba libremente de los casos de gripe (los demás imponían la censura para no desmoralizar a su gente), por lo que en principio se pensó, o se quiso considerar, que había sido el origen del contagio. En realidad, se desconoce dónde se dio el primer caso, aunque algunos indicios apuntan a China, a un campamento militar americano, o a cierto destacamento británico en el norte de Francia. Este último dato da una pista sobre la posible relación entre la epidemia y la guerra de trincheras que llevaba años desarrollándose, con mayor intensidad precisamente en esa zona. Se especula con que el uso masivo de gas mostaza y otros agentes tóxicos en el frente franco-alemán pudo interactuar con el virus, favorecer su mutación e incrementar su potencia y facilidad de contagio. Es una teoría no probada, pero que pone en estrecha relación la enfermedad con la guerra, y da pie a abordar una de las reflexiones más interesantes del libro.

Si la gripe causó estragos en todos los rincones del planeta y acabó con la vida de mucha más gente que la propia Primera Guerra mundial (según algunas estimaciones, incluso más que la Segunda), ¿por qué la guerra llena libros de Historia, casi todo el mundo conoce al menos algunos de sus pormenores y se conmemoran sus efemérides, mientras la gripe española es algo de lo que apenas se habla y a lo que casi nadie, fuera del ámbito científico, presta atención un siglo después? Define Spinney algunos elementos clave: la guerra abarca un periodo bien determinado, con un principio y un final conocidos, incorpora la épica de la batalla y valores relacionados con el honor y la identidad nacional. Por el contrario, la pandemia es como una sombra que circula por el mundo entero, sin que se sepa dónde o cuándo empezó, ni tuvo final en un momento concreto, su efecto es aleatorio y silencioso, un fenómeno natural, como una pesadilla, que se sufre y se recuerda en privado, cada familia con sus cadáveres.

Aunque no desmerece el conjunto, que me parece equilibrado e instructivo, sí cabe detectar el deseo manifiesto de la autora por subrayar la importancia de lo que cuenta. Estará convencida de lo que dice, no lo dudo, pero con esa insistencia parece defender el valor de su propio trabajo, como si fuera necesario aclarar de vez en cuando que no ha escrito 400 páginas sobre algo banal. La cosa se le va un poquito de las manos en la parte final del libro, cuando intenta demostrar cómo la gripe fue determinante en los grandes cambios que el mundo experimentó por su causa. Aparte de que me parece discutible que los cambios registrados en 1918-19 tuviesen un carácter especialmente decisivo, sugerir por ejemplo que si Woodrow Wilson no hubiese enfermado el Tratado de Versailles hubiese resultado menos gravoso para Alemania y tal vez no se hubiesen dado las circunstancias que favorecieron el ascenso del nazismo, hay que considerarlo al menos un poco arriesgado.

Pero, oiga, que el libro es bueno, interesante y bien escrito, pero es que aquí somos así de puntillosos, y uno no se queda a gusto si no suelta una pizca de hiel.

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