Idioma original: francés
Título original: Heliogabale ou l'anarchiste couronné
Fecha de publicación: 1934
Valoración: Está bien
Este librito, publicado en plena vorágine del surrealismo militante, es una pequeña rareza. Se trata, en principio, de la biografía del emperador romano Heliogábalo, que reinó entre 218 y 222 d. C. Y digo en principio, porque al lector le quedan seguros muy pocos datos sobre la vida de tan exótico monarca. Es lo que tiene una biografía surrealista, que sustituye los venerables principios de la veracidad y la contrastabilidad por otros intereses, digamos, menos prosaicos. Esta peculiaridad rodea el libro de una atmósfera lírica que aporta una extraña belleza a la narración, pero entorpece en ocasiones la lectura con farragosos pasajes de ficción conceptual. Sus inferencias pseudo-religiosas serían muy originales en su tiempo, pero hoy recuerdan tristemente a cierto esoterismo new age.
No sorprende que a Artaud le fascinara la vida de Heliogábalo, el menos romano de los emperadores romanos. Sumo sacerdote del dios sirio El-Gabal, asciende al trono de los césares con apenas 14 años, gracias a las hábiles intrigas de su madre y su abuela (emparentadas con Septimio Severo y Caracalla). Desde el primer momento se muestra como un soberano muy atípico, dispuesto a imponer las costumbres y los cultos de su Siria natal, vistos con horror por los conservadores romanos. Artaud narra, por ejemplo, el largo periplo triunfal que le condujo hasta Roma, a través de los Balcanes. El centro de la comitiva es un enorme falo dorado, portado sobre un lujoso carro que empujan 300 vírgenes y 300 toros. Cada cierto tiempo el cortejo se detiene, suena la música de sistros y címbalos, y entre la danza de los coribantes en trance aparece Heliogábalo, recubierto de pedrería, maquillado y sudoroso, brillando como un dios. Una vez en Roma, nombra senadoras a las mujeres de su familia, se acuesta ostentosamente con cualquier esclavo bien dotado e instaura el culto único a El-Gabal, ritos de autocastración incluidos.
Para los historiadores, desde siempre, Heliogábalo ha sido un fruto degenerado de la decadencia del Imperio. Su figura ha evocado inevitablemente la tiranía arbitraria, el desorden moral, el bárbaro fanatismo de los cultos de Oriente. Inevitablemente también, el juicio de Artaud no puede ser sino el contrario. Para un surrealista no puede haber nada más aburrido que la tradición latina, pudibunda y leguleya. La tarea que se propone Heliogábalo aparece así como una sagrada misión: subvertir el falso orden de lo razonable e instaurar el dominio de los principios enfrentados de la vida y la muerte, celebrar una violenta orgía interminable que anegue en sangre y semen la secular hipocresía romana.
Para Artaud, Heliogábalo vino a remediar la culpable increencia del pueblo romano, que había dejado de creer en el mito como algo vivo y fuerte, eficaz. El único obstáculo a su imperio universal de la desmesura fue la falta de tiempo. La guardia pretoriana (instigada por su propia abuela) lo mató al cuarto año de su ascenso al trono, decimoctavo de su edad. Su cuerpo desmembrado fue arrojado al Tíber y su nombre se borró de los documentos públicos. El primer intento de Oriente por conquistar Roma había fracasado; el segundo tendría un éxito definitivo, menos de un siglo después.
Otras obras de Antonin Artaud en ULAD: Van Gogh, el suicidado por la sociedad
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