Año de publicación: 2018 (dentro de Años de guerra, en 2009)
Valoración: Recomendable
La batalla de Stalingrado fue quizá la más determinante del
curso de la Segunda Guerra mundial, tal vez junto con la de Kursk. Las fuerzas alemanas
lanzaron un ataque devastador, a sangre y fuego, sin tregua, contra esta ciudad
(hoy Volgogrado) a orillas del Volga, estratégica para la conquista de Rusia
tras haber fracasado en su avance hacia Moscú. El simbolismo de una gran ciudad
volcada en la industria pesada, junto con el acceso al Don y al Volga, eran
motivos suficientes para desencadenar una ofensiva con alrededor de un millón
de soldados en busca de un objetivo que diera lustre a la campaña del Este.
Todo ello dio lugar a la confrontación sin precedentes, tanto por su violencia
extrema como por la destrucción sistemática en una urbe en la que se luchó
calle por calle, con una intensidad nunca vista hasta entonces.
Allí estaba Vasili Grossman, que se convirtió en el más destacado corresponsal de guerra de la
Rusia soviética, y que posteriormente sería conocido por ser el primero que
publicó acerca de los campos de concentración nazis descubiertos en la ofensiva
hacia el Oeste. Con el bagaje del conocimiento directo del frente de batalla,
Grossman escribió más tarde varios libros importantes (ver enlaces abajo), y tuvo el
atrevimiento de criticar a ciertas jerarquías del régimen lo que, como se puede
suponer, le costó algunas represalias.
Grossman, por entonces de treinta y tantos años, es en ese
momento reportero y a la vez propagandista del régimen stalinista, enviando
desde la línea del frente crónicas de tono épico que ponderaban las bondades
del Ejército Rojo frente al inexorable invasor alemán, y son esos artículos lo
que constituyen el cuerpo del libro. Lo hacen en una progresión cronológica
gracias a la cual se entiende la evolución de la batalla, porque los textos no
son en sí demasiado descriptivos en relación al desarrollo de los combates. Pero
podemos deducir que estamos en una ciudad de cierto tamaño, con una potente
industria pesada (en principio centrada en la maquinaria agrícola, luego
rápidamente reconvertida hacia el material de guerra) y una economía
floreciente, que se ve cercada por el poderoso ejército nazi, con el gran Volga
a su espalda. Las fuerzas soviéticas acuden en masa para resistir el ataque y,
gracias sobre todo al heroísmo de sus combatientes, consiguen mantener las
posiciones y, poco a poco, comienzan a revertir la situación hasta vislumbrarse
una posibilidad real de derrotar a los alemanes. Con esta expectativa finalizan
las crónicas de Grossman, sin llegar a contarnos el desenlace final.
El narrador se esfuerza en transmitir el horror de la
situación: los bombardeos son incesantes y brutales, una lluvia de fuego que se
completa con la artillería y las unidades de blindados, que avanzan sembrando
la devastación, con una furia nunca vista:
'Los alemanes esperaban que el organismo humano no sería
capaz de soportar una presión de esta magnitud, creían que no habría en el
mundo corazones ni nervios capaces de aguantar sin desmoronarse este salvaje
infierno de fuego, de metal chirriante, de tierra conmocionada, de frenesí
enloquecido'.
Y siguen los detalles sobre el calibre de los obuses, las
balas explosivas, los lanzallamas, morteros de seis cañones, bombas explosivas
y de metralla. Lo más selecto y más destructivo del arsenal alemán puesto en el
foco de esta ciudad. Vale que Grossman estaba obligado a transmitir ese tono
apocalíptico a sus lectores, pero los datos históricos procedentes de otras
fuentes no le desmienten: la batalla de Stalingrado, centrada como pocas veces
en las calles de una ciudad, ha tenido pocos o ningún parangón en la Historia.
Ambos contendientes se jugaban mucho, mejor dicho, todo. Y así se terminó
decidiendo el curso de la guerra.
Aparte de dibujar el espanto de esa violencia desatada,
Grossman dedica una gran parte de su relato a describir a los héroes de la
defensa soviética: los irreductibles siberianos que resistieron en las ruinas
de la fábrica de tractores, el tirador tímido y culto que acabó abatiendo con frialdad y precisión a
quien se atreviese a asomarse a sus posiciones, los altos mandos dirigiendo las
operaciones desde sótanos y refugios, mujeres que resultaron clave para hacer
posibles las comunicaciones en una situación extrema. Una amplia nómina de
héroes, con nombres y apellidos, decenas de miles de ellos muertos lejos de sus
familias, representando el valor y la voluntad indestructible de defender
su tierra. Porque, más allá de lo ideológico, la guerra fue en Rusia una guerra
patriótica, tal como se sigue recordando hoy en día.
Con todo esto, se puede suponer que el nivel épico de las
crónicas de Grossman es muy elevado, y está tan bien narrado que llega a
resultar emocionante, incluso haciendo abstracción de quiénes combatían contra
quiénes. Imagino que este sería el gran objetivo del autor, no tanto describir el
desarrollo de un episodio bélico como llegar al corazón de los lectores, mostrarles el horror que amenazaba su país e
incitarles a resistir hasta el último aliento. Con esa prosa exacta y
contundente que siguió mostrando en obras posteriores no hay duda de que Grossman
consigue ese efecto, sin desdeñar momentos de pausa, igual de sobrecogedores,
cuando en medio del estruendo de bombas, incendios y ráfagas de disparos, describe los
hielos que descienden por el Volga, el azul del cielo que ilumina el escenario,
o la luz de atardecer que parece convertir en irreal la locura que se está
viviendo.
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