Título original: Girl meets boy
Traducción: Dolors Udina en catalán para Raig Verd y MAgadalena Palmer en castellano para Nórdica Libros
Año de publicación: 2007
Valoración: recomendable
Año de publicación: 2019
Valoración: entre recomendable y está bien
No he estado nunca en la ciudad de Buenos Aires, pero ya os digo que, si alguna vez tengo la suerte de caminar por sus calles, sin duda tendré muy presentes (junto con muchas otras páginas de la inagotable literatura argentina) los relatos que componen este Buenos Aires Noir; un libro en el que el título ya lo dice todo: se adscribe al género negro, en diferentes variantes, y se desarrolla en la capital porteña. La peculiaridad es que cada uno de estos cuentos, escritos por catorce autores del género diferentes - de edades variopintas y de ambos sexos por igual- y reunidos por uno de ellos, Ernesto Mallo, tiene lugar en un barrio distinto de Buenos Aires y casi todos en la época actual, componiendo entre todos un mosaico de lo más interesante para conocer la "vibra" de esa gran urbe. Además, claro está, del disfrute inherente a la lectura de muchos de ellos.
Los relatos, agrupados en tre bloques. Infidelidades, Amor y Crímenes imperfectos, son todos bastante cortos -entre 5 y 15 páginas- y están escrito en un castellano que oscila entre el estándar con los lógicos modismos argentinos y el argot porteño más o menos desatado, que quizá dificulte la comprensión para los lectores de otras latitudes,aunque entre lo que se deduce simplemente por el contexto y la ayuda de San Google (mi agradecimiento desde aquí también a Google Maps), nadie debería tener mayor problema.Debido a su disposición en diferentes barrios, encontramos aquí ambientaciones de todo tipodesdee las zonas más acomodadas a las "villas miseria", pasando por los barrios más célebres y castizos de la ciudad, otros más anodinos, populares, etc. Repito que uno de los principales atractivos del libro es justamente esta especie de radiografía o escáner que hace de toda una ciudad, con sus diferencias de clase, sus tensiones raciales, los conflictos políticos, la incidencia de la droga... si olvidar el reflejo -o reflujo, más bien- de pasado reciente de la ciudad.
Al tratarse de catorce autores/as diferentes, procedo a consignarlos todos, así como el barrio en el que se desarrollan los cuentos, por si alguien los conoce (o incluso reside en uno de ellos, en el caso de quien nos lea desde aquellos pagos):
Año de publicación: 1986
Valoración: Decepcionante
Seguramente, no estoy del todo seguro, Terenci Moix es hoy en día un autor olvidado, pero tuvo su momento de gloria allá por los 80 del siglo pasado, cuando coincidió una cierta notoriedad en medios de comunicación con la concesión (oh!) del premio Planeta. Como nunca le había leído, y el libro merecedor de tal galardón era uno de los que aparecían por la estantería de casa, me decidí sin más por él a pesar de sus cerca de cuatrocientas páginas.
Moix, que por lo visto era un experto en historia de Egipto y un enamorado de Alejandría (ciudad de aluvión, cruce de numerosas culturas, de vocación plenamente mediterránea y fama de vida tan intensa en lo cultural como en lo digamos carnal), sitúa en ese entorno todo un clásico de las historias de amor, la de Marco Antonio y Cleopatra. Todo fuego y pasión era la relación entre el triunviro romano y la reina egipcia, la típica relación explosiva que parecía hecha a medida de Richard Burton y Elizabeth Taylor, aunque creo que han existido otras versiones cinematográficas (admito entre paréntesis que no he visto ninguna de ellas, como tampoco conozco la dramática del mismísimo Shakespeare).
Los vaivenes de la política romana se entrecruzan con los de la pareja, y se suceden encuentros y rupturas, victorias y derrotas, intrigas para enfrentarse al poderoso Octavio o para encumbrar a Cesarión, hijo de Cleopatra y supuestamente de Julio César, todo un arsenal de asuntos que, bien manejado, da para hacer las delicias de los aficionados a la novela histórica que, todo hay que decirlo, tampoco es mi caso.
Pero don Terenci pone el foco en los amantes, de forma muy especial en Cleopatra, e intenta construir la historia definitiva del amor imposible, la pasión más excelsa que han conocido los tiempos, sometida a tensiones inimaginables, las traiciones, la ambición, los excesos, todas las dificultades posibles contra las que puede enfrentarse y ante las que triunfará (o no, según se mire). Empresa superlativa la que acomete el autor, porque quizá no exista tema más clásico desde que el mundo es mundo, y para crear con ello algo realmente importante, diferente, hace falta picar muy alto.
No lo consigue en absoluto. Está claro que el libro intenta siempre transmitir la intensidad de esa relación desbordante entre la serpiente del Nilo y el atlético militar romano: ella, que se supone de un atractivo irresistible, una diosa con su punto maligno, tan diestra en la cama como en las maniobras políticas, coleccionista de amantes, convencida de su talento infalible para acometer cualquier empresa. Él, con el aura del hermoso bruto de quien no es difícil obtener los placeres más extremos y, ya puestos, a quien se puede manejar para construir un fantástico imperio. Una relación tóxica y muy pasada de vueltas que sin embargo se presenta envuelta en un lenguaje que quiere ser elegante, un poco barroco y con unas gotas de incorrección que le den picante a la lectura, gotas muy medidas, muy floreadas, como para excitar un poquito al lector del Planeta sin llegar a ofenderle. Con tales ropajes, la turbadora historia de los enamorados acaba por convertirse en una novela erótica vulgar, con el toque algo cursi de tantas otras.
Ese estilo amanerado, relamido, gustará a determinado tipo de lector que se cree que está leyendo alta literatura porque encuentra adjetivos por todas partes, porque se muestran escenas escabrosas con una supuesta elegancia, pero en realidad no son más que juegos florales para no meterse en problemas, sugerir sin perder la corrección, amagar con lo escandaloso, solo amagar para no incomodar. No solo eso. Asistimos a parrafadas interminables, todo es una sucesión de discursos (casi todos en el mismo tono) que acaban transformando un relato que debiera ser vivo y dinámico en una especie de obra teatral lenta, pesada, aburrida.
Pero es que si apartamos un poco el foco de la pareja en permanente combustión, se ve que a Moix se le escapan cosas que podrían haber salvado parte de la historia. Hay personajes, como Octavio César o su hermana Octavia, o el sacerdote Totmés, que podrían haber dado bastante más juego, y se quedan ahí, más bien acartonados, a veces relegados a comparsas para no deslucir a los protagonistas, otras armando subtramas más bien absurdas y completamente prescindibles. Y tampoco saca el autor provecho de sus al parecer amplios conocimientos de la historia de Egipto. Las intrigas políticas, la lucha por el poder y el escenario general de la Roma del siglo I a.C. se nos presentan sin vigor, como en un aparte desgajado del argumento, algo que a veces suena como trozos de un ensayo incrustado en la narración en un intento de darle algún realce histórico.
Como se ve, el intento de montar una especie de novela erótica en un escenario más o menos espectacular se salda con un fracaso porque don Terenci parece querer meter en el mismo saco demasiadas cosas y demasiado heterogéneas, y además lo construye sin gracia, muchas veces queriendo explicarlo todo (no vaya a ser que el lector no capte correctamente lo que debe) y casi siempre con una irritante tendencia a colocar la frasecita memorable en cada escena y para cada uno de esos personajes tan estereotipados que parecen extraídos de algún clásico de MGM.
Está claro que hay cierto público que acepta de buen grado este tipo de libros: un fondo histórico que siempre aporta credibilidad, algunas dosis de amor tórrido (un pelín por encima de cierto estándar aceptable, que estamos en los ochenta) y un lenguaje un poquito alambicado que le da mucho tono. Para este tipo de lector, el libro puede ser incluso aceptable. Pero si usted es de los exigen algo más que el nivel planetario, mejor corra a buscar otra cosa.
Para aquellas personas que aún no hayan caído en sus redes, la editorial Sajalín, afincada en Barcelona, está especializada en rescatar autores poco conocidos por el gran público. Bajo la colección Al margen, centrada en el realismo sucio y poblada de adictos y perdedores, dicha editorial saca a la luz olvidadas obras de culto como “La Escena”. Clarence Cooper Jr. no pudo afianzar su carrera pese al gran éxito de esta novela. Hastiado del fracaso editorial, e incapaz de superar su dependencia de la heroína, Coopper Jr. murió solo y sin un centavo en la YMCA de la calle veintitrés de Nueva York.
Apuntada esta información a modo de introducción, procedo a desgranar la trama de “La Escena”. Una trama en exceso alambicada debido a las constantes elipsis, profusión de datos, numerosos actores secundarios y ramificaciones de la historia. De hecho, ante el desconcierto que me provocó dicha estructura narrativa, y ya avanzada la novela, tuve que releer el primer capítulo, puesto que allí radica la clave de todo lo que acontecerá en las siguientes páginas.
La novela consta de tres vértices argumentales. En un lado, los detectives de la brigada de estupefacientes del distrito seis, Mance Davis y Virgil Patterson, se disponen a asestar el golpe definitivo al tinglado que Floyd Angelo, más conocido como El Hombre, ha edificado para gobernar el mundo de la droga. Por otro lado se encuentra Rudy Black, máximo exponente de la cohorte de traficantes de medio pelo, proxenetas y demás ralea callejera, cuyo objetivo es convertirse en camello y mano derecha de El Hombre. En último lugar, la propia Escena, un lugar determinado por una amplia zona de calles y avenidas de una ciudad ficticia -trasunto del Nueva York más peligroso- donde se cuece el asunto.
La historia da comienzo cuando Rudy Black recibe el encargo de liquidar al soplón Andy Hodden. Un encargo que El Hombre le ha encomendado para demostrar su lealtad, debido a que las malas lenguas dicen que Black se entiende con Davis y Patterson. Los métodos expeditivos de estos dos detectives, y los chivatazos de algunos de los compinches de Rudy Black, les llevan a acercarse al objetivo de detener, por fin, al capo de la droga. Sin embargo, la investigación policial dará un giro de ciento ochenta grados al aparecer en escena el hijo de Richard Halsted, un importante y poderoso magnate industrial, que muere atropellado después de ser detenido por posesión de droga de extrema pureza. Este imprevisto suceso llevará a la pareja de detectives a sospechar que, quizá, la manzana podrida se encuentre dentro del mismísimo cuerpo policial.
Aunque los retratos psicológicos de Davis y Patterson son acertados y el autor les dota de profundidad, sí creo que cae en los tópicos habituales en este tipo de personajes. Davis, cercano a la jubilación y con el culo pelado en múltiples batallas, acepta con recelo y a regañadientes a su nuevo compañero, un joven Patterson recién salido de la academia y con ganas de hacerse un nombre en el departamento de policía. Los miedos e inquietudes de ambos quedan muy bien reflejados pero, como ya digo, he sentido la impresión de haber visto muchas veces esta película.
Lo más notable de la novela, aparte de la propia intriga de la trama, es la descripción cruda y terrorífica del submundo de la droga. Desde los hábitos, usos y dolencias del yonqui hasta la falta de escrúpulos por conseguir un chute y delatar a quien se ponga por delante para ello. El hervidero psíquico en que se convierte el cerebro de un yonqui está muy bien construido en este relato, tan sórdido como interesante, donde los múltiples personajes se muestran como, en palabras del propio autor, inevitables perdedores deformados por el peso de la vida.
Bajo mi opinión, sin ser uno de los mejores títulos del catálogo de Sajalín, “La Escena” es una lectura que recomiendo para los amantes de la temática yonqui y las tramas policiales.
Firmado: Carlos Télez Sedano
Año de publicación: 2017
Valoración: Está bien
Cristina Peri Rossi. Uruguaya de nacimiento, residente en España desde hace cincuenta años, nada menos. Ganadora del último Premio Cervantes y una de las voces literarias en castellano más reconocidas, nada menos. Etc. Pues bien, no creo que la novela esté a la altura de todo ese prestigio, sencillamente. ¿Qué se trata de mi gusto personal? Por supuesto, pero puedo aportar motivos.
Nadie niega que la experimentación es un valor añadido, pero solo si el resultado supera lo esperable de un proceso creativo más tradicional. Por otra parte, pretender epatar a toda costa no suele dar buenos resultados aunque, es cierto, la sorpresa puede reducir el juicio crítico. Este no es el único recurso que utilizan algunos escritores para salir del paso, la profesionalidad enseña trucos como utilizar un formato más corto –el relato en este caso– o cualquier otro que resulte más cómodo y disfrazarlo de aquel que queremos presentar al público. Lo que sostengo, y naturalmente puedo equivocarme, es que esta obra es la consecuencia de encadenar varios relatos cortos, mediante procedimientos argumentales y estructurales fáciles de idear para alguien con tanta experiencia. Lo argumental se encadena en el tiempo, pero yo no veía continuidad sino añadidos traídos por los pelos, y según iba leyendo más me reafirmaba en mi impresión. En cuanto a la estructura, apenas hay alguna continuidad de escenas, repetición de personajes, débiles alusiones, pero los argumentos, en realidad, van muriendo según aparece uno nuevo, o agonizando, que viene a ser lo mismo.
El primer bloque argumental muestra ese deseo de impresionar al lector, de retenerle desde un primer momento al que aludía en el párrafo anterior. Se trata de una serie de escenas que rozan el porno y cuyo significado profundo es más escabroso que lo meramente explícito. Eso sí, están narradas con mano diestra, sin embargo, lo que leemos no resulta nada verosímil y la forma de zanjar bruscamente la historia todavía menos. Aparte de la pareja protagonista –no voy a hablar de la auténtica compañera de Suarez porque su sola mención me parece humillante para las mujeres en general, no por ella misma, sino por el rol que Peri Rossi le obliga a adoptar– aparece un policía (absolutamente prescindible) que servirá de enlace con el bloque siguiente. En este se muestra la relación entre prostituta y cliente –el susodicho comisario– justo cuando está llegando a su fin. El motivo tampoco parece muy creíble, un improbable cambio de orientación con enamoramiento enloquecido y previsiblemente eterno que, además de dejarnos las páginas más anodinas y sensibleras del conjunto, relatan la terrible experiencia de Silvia en el seno de la dictadura uruguaya, su temeraria huida y secuelas presentes. (Como ven, pastel o pistola, no hay mucho término medio). Se trata del tercer bloque, que se inserta en el anterior con más fluidez que en otros casos. De su amante no sabemos nada, salvo que triunfa en un muy gratificante oficio. Esto sirve para traer a colación el mito del rapto de Proserpina, sus reelaboraciones a lo largo de los siglos y relacionarlo con las vivencias de Silvia. Existe un quinto argumento, muy apresurado, que muestra un asesinato machista y su resolución gracias a un chivatazo providencial, pero estos hechos sirven exclusivamente de pegamento entre bloques y apenas tienen relevancia en la novela. Sabemos que el comisario volverá a las andadas y que Suarez debe apartarse del foco… Por último, conocemos la versión del oficial uruguayo, así como su vida actual, otro esbozo de relato cuya función es cerrar la novela dejando más o menos abiertos los argumentos precedentes. Soluciones ingeniosas, hay que reconocerlo. Aun así, no sé ustedes, yo lo que veo es una absoluta falta de unidad, un intento de cohesionar tramas con poca (o nula) hilazón entre sí, y en estos casos, como es natural, se notan demasiado las costuras.
También de Peri Rossi: El amor es una droga dura
Año de publicación: 2021
Valoración: mediocre
Me perdonaréis cierta insistencia (atribuidlo a cierta manía con el producto de proximidad) con ciertos autores. Enésimas oportunidades y vuelvo a recaer en Amat, en Cercas, ahora en Zanón. Pero es que me da que hay cierta nebulosa endogámica que hay que contrapesar. Carlos Zanón, por ejemplo, resulta casi omnipresente en sus colaboraciones en prensa, en radio, empieza a formar parte de cierta élite mediática (junto a Santi Balmes o David Carabén) que parece tener muchas oportunidades de manifestarse por cauces adicionales a aquellos por los que se dieron a conocer. Aunque en el caso de Zanón, digamos que siempre ha escrito, y que ahora simplemente se ha hecho con cierta celebridad. Cosa legítima, claro, cada uno se busca la vida y más cuando a raíz de la progresiva degradación de la industria cultural, es decir, de sus rendimientos económicos, empieza a parecer que una sola actividad no da para lo básico o para el tren de vida que cada uno piense que tiene que llevar. O sea, que Zanón está aprovechando su tirón y va publicando, y sus dos últimas obras, Taxi y una especie de intento de relanzar el personaje de Pepe Carvalho, las dejé pasar, escarmentado de las poco gratas experiencias previas. Y lo que se dice de Love Song, aunque sea fruto de reseñas en los medios que suelen emplearlo, y en las sempiternas notas de contratapa, parece prometer.
Bueno, no.
Ahora fue él quien sacó el brazo por la ventanilla del automóvil. Tocó el frío lomo del auto como si fuera un dragón. Quizá estuviera más borracho de lo que creía. Pero quería estarlo más. Quería bebérselo todo. Llegar hasta la inconsciencia. El reto siempre fue ése. Beber, comer, follar, drogarse, tocar, meterte en la boca del Gran Lobo hasta el límite de la resistencia: el estómago girado, los dedos sangrando, la cabeza agujereada. Pasarlo bien, destrozarte para que cuando el Lobo cierre las mandíbulas, encuentre tu cuerpo en el peor estado posible y así se enfade y te diga gritando: ¿esto qué es? ¿Qué mierda me das? Todo deteriorado, inservible: cuerpo y afectos. ¿Para eso he corrido toda la vida detrás de ti, hijo de puta?¿Para este despojo he ido detrás toda la vida, Cowboy?
Todos los tópicos que se acumulan en las trescientas páginas largas de este libro están aquí. Bueno, faltaría el cuero y los tattoos. Pero todos los capítulos regresan a ellos de una manera u otra. La narración de tres músicos que van de gira acompañados de un chófer en una furgoneta y que recorren los clásicos locales decadentes de la costa mediterránea y sus reflexiones y actos (muy superficiales) en lo que parece el ocaso de sus carreras. Y el párrafo citado no es particularmente mediocre en el sentido literario. Es tópico y es recurrente, y ese es el lastre del libro. Que es una narración que debería fluir con naturalidad y Zanón la anquilosa interponiéndose como autor y no dejando que ningún personaje se defina sin apelar a los estereotipos que fascinan al escritor. Así que asistimos a una constante mención de influencias musicales y de elementos del mundillo del rock, claro hábitat (os recuerdo que Zanón tituló uno de sus libros Yo fui Johnny Thunders) del escritor, y sucede que cada uno de esos cortos capítulos, en vez de aportar coherencia a la historia, la va enmarañando y lastrando, incluso a veces da la sensación de que Zanón ha convertido una ocurrencia en una parte de la novela. Así que la historia se dispersa y se hace eterna. Cuando estamos ante una novela de esencia rock'n'roll (subgénero a batirse en retirada) esta Love Song muestra una alarmante carencia de ritmo narrativo. Los personajes resultan tan confusos e intercambiables en ese trazado de triángulos que cualquier concursante de First Dates resulta más estimulante a nivel narrativo. Zanón tira de todo recurso, jugueteando con la novela negra - otro despropósito - para que eso arranque, pero en un punto, partir de la mitad del libro, ya resulta imposible. Y vuelvo a referirme a L'endemà de Tuli Márquez, como demostración de que se puede narrar con solvencia el proceso de decadencia de las rock-stars. A todo eso, esta novela opone la ristra de tópicos de rigor, página tras página. No hay libro donde se emplee con tanta profusión el verbo follar y todo resulte tan poco sensual. Pero es una más de entre tantas cuestiones inexplicables. Solo el amiguismo justifica cualquier elogio.
La fuerza expresiva de una "ciudad" minera abandonada por completo en pleno archipiélago de Svalbard, al norte del Norte. Para más inri, una "ciudad" soviética en pleno Ártico de soberanía noruega, lo que hace que la potencia de la imagen y su posible sentido metafórico se multiplique.
Cosas que a uno se le pasan por la cabeza a medida que "pasea" con Flogstad por Pyramiden: el abandono de la utopía, el contraste entre la "ciudad" soviética y la naturaleza virgen, el carbón prehistórico convertido en progreso y futuro... pero sobre todo Pyramiden como mausoleo de una época y una cultura, como vestigio en pie de otros tiempos.
Porque Pyramiden fue una especie de ciudad (con 2000 personas, como mucho) ideal construida por los soviéticos en los años 40 al pie de la explotación minera que le da nombre y que fue abandonada a mediados de los 90 tras el derrumbe del bloque del Este. Vamos, algo así como una "Utopía" en pleno Ártico, con biblioteca bien surtida, hospital, Palacio de la Cultura, polideportivo, busto de Lenin, etc, una especie de "respuesta" a los Vorkutá o Kolima de la época.
Pero Pyramiden no es un libro de viajes. O, al menos, no es un libro de viajes al uso. De hecho, diría que se acerca más a las crónicas viajeras de Kapuscinski porque lo que inicialmente semeja un recorrido por la historia de la explotación minera y de la ciudad se vuelve un texto diferente al inicialmente previsto en el que cabe el arte, la política, la economía, la antropología, la etnografía, la historia de la minería (en general) y la exploración, la ecología...
Ahí radica, aunque parezca curioso, lo mejor y lo peor de este libro. Por un lado, que Flogstad opte por salirse de los límites de la "literatura de viajes" y convierta Pyramiden en algo mucho más amplio hace que el texto tenga un toque ensayístico que multiplica su potencialidad. Por contra, ese "tocar diversos palos" provoca que el interés se pueda "dispersar" en función de las preferencias del lector. En mi caso, por ejemplo, así como la parte "histórico-artística" me resulta acertadísima, la parte "económica" se me queda corta y la parte "etnográfica" me satura un poco. Cuestión de gustos y/o formación, supongo.
Lo que sí es seguro es que si os interesa el tema "polar" en su más amplio sentido y/o el tema "soviético", Pyramiden puede ser vuestra "ciudad" y vuestro libro. Y Svalbard vuestro destino para este verano. ¿Por qué no?
Año de publicación: 2021
Traducción: Daniel Sancosmed
Valoración: intragable
Agradezco a Madame Nielsen que este libro no se haya promocionado (a pesar de la apariencia de la escritora, que parece un performer multidisciplinar de esos que inquietan un poquitín) como literatura queer, cuestión que evita su estigmatización y su etiquetado dentro de una especie de submundo que parece haber de ser juzgado de antemano.
Bueno, se lo agradezco porque así ha evitado que yo tenga que ser señalado por cargarme un libro queer. No va a ser así. Hablo sobre la novela con toda libertad, entonces, y os digo, estimados lectores, que está muy bien eso de que las pequeñas editoriales se encarguen de divulgar la obra de autores de escenas alternativas y todo eso. Pero es que aquí nos han dado gato por liebre. The Monster, así titulada en inglés, detalla las andanzas de un joven ruso en New York, donde ha acudido para formar parte del grupo teatral de Willem Dafoe, allá por 1993, con lo que la acción se sitúa en ese período extraño entre la caída del muro y la de las Torres Gemelas, un período (no hablemos del presente, por favor, que Finlandia acaba de poner nerviosa a Rusia solicitando su ingreso en la OTAN) que podría haber sido idílico, una especie de Arcadia feliz donde los bloques se desmembraban y Occidente parecía ávido por integrar a esos rusos simpáticos en la dinámica del capitalismo a ultranza. Ahí empiezan las trampas. En un juego algo acomplejado que insiste en el namedropping, Madame Nielsen teje una siniestra historia basada en los días y las noches del joven, que ha acudido a New York con poco dinero y apenas una lista de nombres a los que puede contactar para obtener algún lugar donde pasar la noche. De día acude al teatro y alterna con gente que se presenta tanto en las sesiones teatrales como a los locales nocturnos que acostumbra a frecuentar. Así que en la novela surgen los nombres como referencias, tópicos hasta la exasperación: Warhol, Sontag, Byrne, Lou Reed. Parece que en medio de esa amalgama cultural de la ciudad que nunca duerme a nuestro anónimo protagonista le ha ayudado la suerte. Pero ay la noche: a cambio de disponer de un sitio donde dormir, sus anfitriones resultan ser un par de gemelos algo degenerados que abusan de él noche tras noche.
Y en esa alternancia trufada de referencias y descripciones algo procaces de los abusos, combinado con los numeritos propios de su asistencia a algunos de esos clubes nocturnos que parecen museos de los horrores, la novela se pierde en divagaciones y escenas descritos con un lenguaje rígido y un terrible gusto por el párrafo interminable y la disertación de tonalidad epatante, como si a Madame Nielsen le molestara limitarse a describir los hechos y tuviese que incidir en un retrato psicológico del protagonista, revelando una tonalidad algo narcisista y hasta diría que acomplejada. Esto no podía pasar en Copenhaguen pero si en New York. Con lo cual,entre ciento cincuenta páginas, apenas retengo las alusiones descriptivas a la foto que hace las veces de portada, un más que previsible flash back sobre la historia de los gemelos, y unas últimas cuarenta páginas, que me perdonen mis compañeros del blog por mi retraso, que se me han hecho eternas, un auténtico tostón esperando que algo se dilucidara y más bien convencido de que, como así resultó ser, la novela era un engendro post-moderno algo pretencioso cuyo colofón es no tener colofón.
Idioma original: neerlandés
Título original: Zelfverwoestingsboek
Año de publicación: 2019 (en castellano, 2021)
Valoración: Recomendable alto
Estamos en la cultura de Instagram, y quien dice Instagram dice cualquier otra red social, incluidas las consideradas profesionales. Toca transmitir felicidad, éxito, juventud, diversión, descubrimientos, atractivo, actividad. En contacto con amigos o conocidos, posibles parejas o posibles clientes, vecinos o familiares de cualquier rango, no son admisibles mensajes que no sean esos, solo procede enseñar nuestro último outfit, las imágenes de nuestra escapada de puente, el golazo del chaval, las instalaciones del nuevo gym. Lo demás, claro, no interesa, es lógico.
Pero no solo son las exigencias de esta vida social virtual. Permanentemente recibimos llamamientos a la positividad, la salud, el buen rollo y la iniciativa. La sociedad nos quiere a punto para nuevas metas, no podemos quedarnos parados, los fracasos son solo un aprendizaje para el próximo triunfo. El bombardeo es incesante: si quieres, puedes, basta con desearlo con mucha fuerza y trabajar duro, no hay nada que no puedas conseguir, debes hacer salir tus potencialidades ocultas. Todo es muy estimulante, fantástico, pero puede no ser fácil, tendemos a la vagancia, a la autocomplacencia, quizá a una envidia estéril. Y si uno no tiene la suficiente pasta para pagarse un psicólogo (un psicoanalista, como dicen en las películas) o, mejor, un coach, pues nada, los libros de autoayuda son un buen sucedáneo.
Este mundo del siglo XXI está montado así, nada de esto nos pilla de sorpresa, y en su diseño es necesario que el mecanismo siga siempre avanzando a buen ritmo, porque si dejamos de dar pedales el invento se desequilibra y se viene abajo. El sistema necesita consumidores felices, que siempre quieran un poco más para distinguirse, para mejorar, para tener nuevas experiencias (todo son experiencias, de compra, de viaje, de cata de vinos, de regalo sorpresa). No basta un coche chulo, un armario surtido o unas vacaciones, hay que afinar con el corte de pelo, el blanqueamiento dental, conocer pueblos con encanto, cenar tofu o aguacate, algo de teatro de vanguardia, spa, despedidas de soltero cada vez más caras y extravagantes, algún tatuaje, fin de semana ecuestre. Ahí pone Marian Donner el acento, los requerimientos del nuevo capitalismo (yo añadiría que heredado del llamado capitalismo popular de los 90), que ha descubierto que el mayor negocio es tener a los muchos millones de la clase media (y otros muchos que ni siquiera llegarían a calificarse así) obsesionados, quizá ya no tanto con escalar, sino con acceder a la multitud de bienes y servicios que hacen que la gente se vea más feliz, o que se la suponga más feliz.
La escritora y periodista holandesa (o, por lo visto, mejor neerlandesa) se fija especialmente en las imágenes que nos llegan a través de los medios (cuerpos perfectos, sonrisas de éxito) y en esos mensajes llenos de voluntarismo aparentemente ingenuo que a fin de cuentas nos vienen a decir que si no triunfamos, si no nos parecemos a esos triunfadores, es porque no queremos: amigo, no echemos la culpa a la falta de oportunidades, porque si no lo consigues es solo porque no lo quieres con suficiente intensidad. En definitiva, tú eres el culpable. La cuestión se traslada, una vez más, de lo colectivo a lo individual, es la victoria absoluta, avasalladora, del liberalismo en su aspecto más salvaje. Laissez faire, laissez passer.
Como se ve, el libro desborda claramente la crítica a la autoayuda que anuncia el título, y sus primeras veinte o treinta páginas son demoledoras. No tanto porque descubra cosas que no sepamos, sino porque lo expone con convicción, de forma nítida, brutal. Hay desde luego una clara voluntad de provocación, de fustigar y agitar el debate más que de exponer razonamientos muy elaborados, y el resultado es una saludable frescura con la que ponernos frente a realidades que han tomado cuerpo durante demasiado tiempo hasta resultar normales o inevitables, quizá hasta que ni siquiera las veamos.
Ese deseo transgresor hace que quizá el libro afloje un poco en los apartados siguientes, no sé si para justificar eso tan sonoro de en defensa de la autodestrucción, que luce sin mucha justificación en la cubierta. Ante ese paradigma de la vida sana, la belleza y la realización personal, la autora contrapone invitaciones como ‘arde’, ‘baila’, ‘sangra’, que tienen la carga metafórica de llamamientos a la libertad y a saltarse las nuevas normas de esa cultura que apenas puede esconder el objetivo inmediato del consumo masivo, y el más profundo del mantenimiento del statu quo. Y he dejado para el final el mensaje ‘bebe’, que curiosamente es el de contenido más literal y donde Donner incita en efecto a cogerse alguna buena borrachera como forma espontánea (y yo añadiría que muy clásica) de rebelarse contra el sistema, aunque sea un rato.
Sin desmerecer el valor del libro como mensaje provocador y además muy bien escrito, raro sería que terminase la reseña sin darle una vuelta de tuerca más. Porque si la autora nos pincha para no someternos tan dócilmente a los cánones ¿no está también favoreciendo soluciones exclusivamente individuales a un problema colectivo? Y aún más, esas recomendaciones tan rompedoras ¿no son una forma de terapia, en definitiva, Marian Donner, de autoayuda, aunque con un contenido algo diferente?
Título original: Aitaren etxea
Año de publicación: 2019
Valoración: Recomendable
“Quizá por eso es peligroso escribir. Es una peligrosa marea baja que deja a la vista las rocas escondidas bajo el agua. Y lo que aparece no siempre nos gusta.”
El lugar al que siempre volvemos o del que nunca llegamos a salir del todo. La casa paterna (o materna), incluida la madre patria que cada uno considere. Ese lugar, el doméstico y el geográfico que nos ha configurado como somos, aunque luego cada uno reaccione a su manera a los estímulos. Karmele Jaio ha creado esta vez a un puñado de personajes, algunos con voz propia, y los ha echado a rodar por la pendiente de la vida, en una época (la actual en ese momento) y un lugar (Euskadi) determinados. El pasado y el presente se entremezclan y les condicionan tanto como a cualquiera. Asistimos a sucesos y reacciones que podemos comprender fácilmente como si lo que se nos está contando fuera sencillo, que no lo es en absoluto, como si los personajes no estuvieran llenos de contradicciones e incoherencias, como si el dolor no los paralizase demasiado a menudo. Ismael, su mujer Jasone y Libe, su hermana, no solo se explican a ellos mismos, también a esos que no hablan al lector pero cuyo papel en el relato es igual de importante. A saber, los padres del susodicho y un tal Jauregi, editor y viejo amigo de Jasone.
Esta mujer, tan válida como llena de inseguridades –complejo de usurpadora, advenediza en su propio espacio– es el hilo conductor del relato, la secundaria que protagoniza los hechos aunque resulte paradójico. Una más entre toda una generación de esposas comprometidas con la conducta que se espera de ellas y creyéndose libres de decidir, han renunciado a sus objetivos vitales sin apenas ser conscientes de ello aunque a costa de una infelicidad soterrada que, a medida que pasan los años, va pesando cada vez más sobre sus hombros. Una más y por ello tan importante, ya que representa toda una pauta de conducta asumida sin rechistar por varias generaciones de mujeres. Me refiero al esfuerzo que supone encargarse de las tareas domésticas, planificación, cuidados y pensar que un trabajo remunerado, a diferencia de sus madres, ha conseguido emanciparlas. Y claro que aquella esclavitud completa de quien se somete en cuerpo y alma porque es otro quien paga las facturas es una costumbre residual, pero las circunstancias que acepta la generación de Jasone no suponen un auténtico avance, solo un espejismo con el que se las ha ido entreteniendo hasta que (algunas) acaban cayendo en la cuenta. Pero ¿por qué me empeño en hablar de ella si el gran triunfador, el escritor de la familia resulta ser su marido, Ismael, y Jasone no ha destacado en nada todavía. Algo ha hecho, es verdad, pero poco relevante, nada que ocupe titulares de prensa: responsabilizarse de que el hogar funcione, criar a dos hijas, contribuir con su sueldo a los gastos, cuidar a sus padres ya fallecidos, corregir la obra del gran literato para que llegue bien pulidita a la mesa del editor. ¡Fruslerías! No hay motivo para que Ismael se sienta tan inseguro, tenga tanto miedo, tanta desazón por asuntillos del pasado, se encuentre tan bloqueado en su labor creativa. Aun así, me atrevo a preguntar ¿han oído hablar de María Lejárraga? Nació en el último tercio del s. XIX, vivió casi cien años y su gran talento literario se mantuvo en la sombra la mayor parte de su vida.
Completan el cuadro la hermana rebelde y migrante que teme volver a casa, la madre, ingresada por culpa de un misterioso accidente, que se inquieta por lo que pueda pasarle al marido ahora que ella no está en condiciones de cuidarlo, y este, el marido y padre de Ismael. Los demás tienen miedo y se sienten culpables de algo, solo él es inmune a esos sentimientos, ahora porque se le ha ido la cabeza y antes porque se creía omnipotente como cabeza de una familia tradicional que dirigía los destinos de todos.
Jaio nos habla de los fantasmas del escritor, de la palabra que descubre lo oculto, de una generación marcada por la política y de la frustración a la que han sido condenadas las mujeres de este siglo y del otro. No puedo estar más de acuerdo pero pienso que tanta insistencia, tanto hacer explícitas ideas por lo demás, evidentes, lastra la novela un poco, la ralentiza, la convierte en una especie de panfleto cuando no le hacía ninguna falta. Solo tenía que dirigirse a un lector inteligente, pues los personajes están perfectamente diseñados, la trama rueda con los sobresaltos necesarios, se abren múltiples posibilidades que nos mantienen en una agradable incertidumbre hasta llegar a las vueltas de tuerca finales que sorprenden sin incoherencias y consiguen que la novela alce definitivamente el vuelo sin traicionar las convicciones de la autora.
Versión en castellano: Karmele Jaio
Otras obras de Karmele Jaio: Música en el aire, No soy yo, Las manos de mi madre, Stop, Recuerdos (relato en volumen colectivo)