Silvia Furió (ed. en castellano) / Anna Llisterri (ed. en catalán)
En este libro de ensayos, se recogen dos conferencias que la autora inglesa hizo en 2014 y 2017 («La voz pública de las mujeres» y «Mujeres en el ejercicio del poder», respectivamente) en las cuales la escritora analiza cómo se ha tratado la opinión de la mujer cuando se encuentra en la esfera pública.
Así, en «La voz pública de las mujeres», y fiel a su formación y profesión dedicada a la historia, Beard hace una mirada al pasado, remontándose a los tiempos de la Odisea, cuando Telémaco, dirigiéndose a su madre Penélope, le dice: «Madre, vuelve, como sea, a la habitación y ocúpate de tu trabajo, la tejedora y el huso, y haz que las esclavas se ocupen de la suya, y eso de hablar será cosa de los hombres, de todos, y más incluso de mí, pues es mío el poder en la casa». Con este breve párrafo, ya en el inicio de la conferencia, la autora denuncia que desde tiempos inmemoriales la voz de la mujer ha sido acallada por los hombres, incluso cuando estos son aún unos jóvenes y ellas mujeres inteligentes de mediana edad, a los que superan en experiencia y conocimientos. Así, poniendo este fragmento como ejemplo, la autora realiza un viaje al pasado (pasado que aún conservamos, o arrastramos, en el presente), desde la Antigua Grecia y pasando por el Imperio Romano, donde las voces de las mujeres han sido ninguneadas, ridiculizadas o acalladas. Y si bien en determinados casos las mujeres han podido expresar su opinión, ha sido principalmente para defender sus intereses sectoriales, pero no para hablar en lugar de los hombres o del conjunto de la comunidad.
En relación a ello, el discurso público era uno de los principales atributos en el pasado que definían la masculinidad, y, a modo de ejemplo, comenta la viñeta de «la señorita Triggs», publicada en la revista Punch en 1988, y que resume perfectamente esta cuestión. En ella, se puede ver la mesa de un despacho alrededor de la cual se hallan sentados cinco hombres y una sola mujer, y el que ocupa el lugar central de la mesa comenta: «Es una excelente propuesta, señorita Triggs. Quizás alguno de los hombres aquí presentes quiera hacerla». En una sola viñeta, el impacto es evidente, por su sencillez y contundencia, e ilustra perfectamente lo que la autora expone en el relato, pues este tipo de afirmaciones, y aunque eso parece quedar lejos en el tiempo, está muy presente en la memoria y las costumbres actuales, siendo un ejemplo clarísimo del ya conocido concepto del
mansplanning (tratado ampliamente por Rebecca Solnit en «
Los hombres me explican cosas»). Incidiendo en más ejemplos históricos, expone algún otro caso asociado a la literatura, hablando de «Las bostonianas», de Henry James, y su marcada costumbre de silenciar a las mujeres, como es el caso de Verena Tarrant. Este autor, ya en sus ensayos, deja clara su posición escribiendo sobre «los efectos contaminantes, contagiosos y socialmente destructivos de la voz de las mujeres».
También la autora pone de relieve, no únicamente este silenciamiento de la voz de la mujer, sino también la falta de conocimiento y autoridad que, a través de un lenguaje ridiculizante, se les atribuye. Y, de hecho, en muchos casos en les que sí se le da poder, es para hablar de esferas tradicionales de intereses
propios de las mujeres pues, por ejemplo, que sean Ministra de Sanidad, Igualdad o Educación no las descarta para ocupar los ministerios de Economía o Hacienda (cosa que aún no había sucedido en Gran Bretaña en el momento en el que se hizo la conferencia en 2013). Y también hablamos de espacios mediáticos como tertulias políticas o deportivas, dedicadas y ocupadas (sí,
ocupadas sería un buen término descriptivo) por los hombres, pues se considera que son temas que ellos conocen más (y mejor). Y no le falta razón a la autora al criticarlo, pues esta desigualdad es evidente si nos fijamos en las tertulias y programas que copan nuestros medios y cuantas mujeres participan o lideran este tipo de programas.
Todas estas actitudes y mentalidades están muy interiorizadas en nuestra sociedad, en nuestra cultura, nuestro lenguaje y perpetuadas tras miles de años de historia. Y que las mujeres hablen de ciertos temas aún está mal visto por una gran parte de la sociedad (el ataque a las mujeres en internet por comentarios contra las mujeres es treinta veces superior a los dirigidos contra los hombres, en un evidente ejemplo de misoginia), en un claro intento de apartar a las mujeres del debate o de la expresión de su opinión. Y para poder conseguir expresarse, hay mujeres que
masculinizan el discurso, a través de hablar con voz algo más grave e imitar ciertos aspectos de la retórica masculina. Esto puede funcionar, pero es solo un parche, no va al corazón del problema, no debería ser así.
Ya en el segundo ensayo, «Mujeres al poder», la autora también echa mano de sus conocimientos históricos y literarios para empezar el relato hablando de «Tierra de ellas», de Charlotte Perkins Gilman, relato que trata sobre un país donde solo viven mujeres (me pregunto aquí si Stephen King sacó de este relato su idea para «
Bellas durmientes»). La autora lo utiliza para aventurarse a pensar en cómo sería un mundo donde las mujeres tuvieran el poder y, como en la conferencia anterior, también utiliza recursos de la historia antigua para ejemplarizar como la mujer ha sido relegada a esferas que supuestamente no son propiedad del hombre. Con ello, analiza el papel de las mujeres a las que se les ha reconocido poder (políticas, especialmente), pero afirmando que este aspecto, el hecho de identificar únicamente el poder con los cargos políticos, etc., es suponer que ocupan lugares no previstos para ellas, y deja de lado escenas diferentes donde otro tipo de poder es importante. De igual manera, abunda en este aspecto y habla del camino que ciertas mujeres siguen para alcanzar el poder,
masculinizándose, poniendo como ejemplo a Margaret Thatcher o Hillary Clinton.
La autora, en este libro, breve pero recomendable por su interesante contenido, no plantea soluciones ni da consejos, sino que su intención es poner de manifiesto que hay un patrón de comportamiento que arrastramos desde hace miles de años y que hay que tomar consciencia de ello para cambiarlo. Y aprovecha también para cuestionar, no únicamente a quién se le da poder, sino también si este está bien definido, si está bien entendido por la sociedad cuando solo se puede reconocer en el quien tiene la forma e imagen de un hombre.
Por todo ello, hay que trabajar sobre qué entendemos por la voz de la autoridad y como hemos llegado a construirla, y redefinir el concepto de poder y hacerlo más amplio, tanto en pluralidad de género como en los ámbitos donde está reconocido. Solo así podremos intentar llegar a una igualdad que, por las tendencias y costumbres arrastradas desde tiempos inmemoriales, parece que aún queda lejos.