Título original: The Liars’ Club
Año de publicación: 1995
Valoración: Pionero y
valiente
“Una familia disfuncional es toda
aquella con más de un miembro”
Mary Karr (en entrevista con Kiko Amat – La Vanguardia, 2017)
No me cabe duda
de que esta autobiografía novelada habrá levantado algunas ronchas. Incluso
ahora, más aún cuando se publicó, hace más de veinte años. Después de todo, se
trata de una mujer que desmitifica las sacrosantas relaciones familiares. Principalmente,
porque no es un ejercicio de cotilleo –ocupación que suele suscitar
benevolencia– sino un testimonio de primera mano de cuyo desarrollo la autora
forma parte activa. Pero cuando se ha
vivido envuelta en maledicencia, la catarsis bien merece tal ejercicio de
audacia.
Entendámonos. Si
vas a desnudarte por dentro, mejor hacerlo con gracia. Y Karr parece
aplicárselo: es más que evidente su soltura narrando los episodios más
escabrosos, el descaro de quien viene de vuelta, su decidida iconoclastia,
productos todos ellos de una personalidad más que potente. Quien espere
encontrarse con la entrañable crónica familiar de una muchachita tejana
recibirá una tremenda bofetada. Aquí no se salva nadie. Padres, hermana,
abuela, ella misma, sus convecinos, y hasta la particular fealdad de su pueblo,
se enfrentan al despiadado foco de unos recuerdos que nos parecerán
caricaturescos a veces. Es lo que suele ocurrir cuando se intenta retratar
fielmente y sin complejos una realidad cualquiera, con sus deformidades y
rasgos menos fotogénicos, obteniendo a cambio la satisfacción de haber llamado
a cada cosa por su nombre.
No se trata,
sin embargo, de una narración descarnada y áspera. Abundan también las escenas
bucólicas y los momentos entrañables. Sobre todo cuando Karr enfoca a ese grupo
de hombres curtidos por el trabajo (el denominado club de los mentirosos) que celebran sin rechistar las dudosas
confesiones del padre. Y es que –parece decirnos– para disfrutar como es debido
de estas pretendidas memorias solo hay que concentrarse en lo que se narra, sin
cuestionar su veracidad. (Ejercicio metaliterario que, de paso, advierte a los
lectores de la escasa fiabilidad de los recuerdos y de que todo escritor puede
fabular con entera libertad y permitirse las licencias oportunas.)
Mary Karr es
una gran creadora de ambientes, se puede jactar de haber ejecutado algunas
escenas verdaderamente memorables, es capaz de reflejar el punto de vista de un
niño con verdadera convicción, pero quizá tiende a extenderse más de la cuenta.
Por otra parte, el tono desenfadado –cuyas notas épicas son claramente deudoras
del western– resta dramatismo a los
hechos, aportando en ocasiones un efecto intrascendente más propio de un
producto juvenil que de una novela realista con contenidos tan amargos. También
contribuyen a ello la foto de portada y el título.
Con todo, el
gran mérito de El club de los mentirosos
estriba en la atinada caracterización de cada miembro de la familia, con sus cualidades
y defectos. En particular, destaco la figura de Charlie. Ella en absoluto constituye
un ejemplo de maternidad abnegada y laboriosa que nunca piensa en sí misma,
pero eso la convierte en individuo. No es un mero espejo de los suyos, tiene
personalidad propia y asume su carga de deseos, frustraciones y dolor. Es
cierto que muestra igual rebeldía, carácter depresivo y nula resistencia a
adicciones que el resto, pero también idéntica creatividad, fantasía, talante
luchador y un amor infinito por la prole que le tocó en suerte. A pesar de tantas
irregularidades, se ha ganado el respeto y cariño de su gente. Y la autora no la
mantiene en segundo plano sino que le adjudica un papel de lo más relevante. Teniendo
en cuenta que en la literatura canónica no había rastro de modelos para tal cosa
y que hubo que abrir camino a machetazos, habrá que reconocerlo sin tapujos.
He calificado
esta obra de valiente. Incluso ahora, pero más aún veintitrés años atrás, debía
hacer falta mucho de eso para presentar al público un personaje así, y más tratándose
de la propia madre.
Si quisiera
clasificar esta novela utilizaría una expresión muy trillada pero cambiándole
radicalmente el sentido. Incluso me atrevería a afirmar que quien haya tenido
la paciencia de llegar hasta el final no podrá contradecirme: esta es una novela de amor con todas las letras, y
lo es de una forma mucho más real, profunda y descarnada que esos productos
sensibleros que se limitan a repetir tópicos. Quien conmueve de veras es esa
Mary Karr de las últimas páginas recogiendo angustiada los pedazos rotos de sus
orígenes e intentándolos pegar a duras penas. El argumento entero es una
metáfora de la rebeldía que suscita tanta exigencia de perfección a las
mujeres, pero sobre todo el prolongado desenlace –muy superior al resto, pues con su
estilo reflexivo y depurado completa el sentido de todo lo anterior– me ha
parecido magnífico, un broche perfecto de una historia demasiado veraz e
incómoda para mentalidades aferradas a lo conveniente.
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