martes, 12 de octubre de 2021

Juan García Hortelano: Gramática parda

Idioma original: castellano

Año de publicación: 1982

Valoración: Recomendable alto


La literatura, como extensión del lenguaje, es de alguna manera una herramienta, un vehículo que nos transporta a mundos diferentes, no sé, las interioridades del ser humano, un trozo de Historia, una aventura, el mundo del delito, una exhibición de formas buscando la belleza. Gusto por la forma hay en parte en Gramática parda, como también hay mucho de eso tan manido del acto de escribir, pero yo diría que este libro es sobre todo una fiesta, un desparrame de tramas muy locas que se entrelazan sin tregua, un frenesí más o menos disparatado inserto en un relato parisino. Vean.

Duvet es una niña de cuatro años que, aunque obviamente no sabe leer ni escribir, tiene la firme voluntad de ser Flaubert. Su obsesión le lleva a pasarse buena parte del día castigada por su madre, pero nada de esto le arredra. Su compañera de fatigas es Venus Carolina Paula, la asistenta extremeña con quien mantiene densas charlas en torno a la literatura y el oficio de escritor. Los padres de la niña, Georges y Paulette Dupont, se dedican sobre todo a sus enredos amorosos con amantes ocasionales, y su promiscuidad (que se extiende como mancha de aceite entre casi todos los personajes) se enredará a su vez con otras historias paralelas. ¿Cuáles? Pues por ejemplo, la del hermano de Duvet, llamado La Foudre ('relámpago'), que capitanea un grupo terrorista adolescente que perpetra (o lo intenta) atentados para sembrar la confusión en Paris, con Notre Dame como uno de sus objetivos. ¿Seguimos? Un octogenario español es recibido en la casa de los Dupont, y en el anciano se despertarán (bien que de forma algo forzada) instintos sexuales que creía olvidados. A los cuales responderá una extraña y obesa mujer, espía doble al servicio de cierta condesa… En fin, que esto es solo una sinopsis velocísima para hacernos una idea del calibre del relato.

Duvet es la cara metaliteraria de la historia. Como decía antes, encarna las dudas y contradicciones del escritor, el horror a la página en blanco, las ideas que revolotean sin orden y que es necesario encauzar y traducir en palabras, el vértigo de no poder vivir de tan elevada profesión; pero también el ansia de belleza, la entelequia del libro definitivo. Desde ese punto de vista de creadora cuyas ideas se alimentan del entorno, la posición de la niña es de espectadora, receptora de los disparates que se suceden a su alrededor, de los que bien pudiera nacer una ficción (quizá el propio libro que estamos leyendo, como en algún momento se insinúa, aunque todo sea muy poco flaubertiano, al menos en su aspecto exterior). A nivel personal Duvet es también algo así como el colmo de la repipi, o más bien de la revieja que parece situarse un palmo por encima de los demás, a quienes apenas se molesta en juzgar, con su prosopopeya algo contestataria. Una especie de híbrido entre Lisa Simpson y la Zazie de Raymond Queneau.

Digo prosopopeya porque el lenguaje es la gran arma con la que García Hortelano construye esta enorme parodia (del vodevil, de la novela negra). Siempre tenemos la palabra exacta, a veces culta y a veces coloquial, el ritmo es cambiante y se acomoda a los cambios que el autor impone al lector, y la mayoría de los personajes se expresan con un refinamiento y cierto aire clásico que, por contraste con su edad o extracción social, subrayan el carácter sarcástico de todo el relato. Y de verdad que resulta divertido escucharles con esa cháchara impostada que recuerda a ciertas comedias o a algunas traducciones forzadas.  Quizá los únicos personajes que se ven privados de ese atributo son los padres Dupont, curiosamente quienes parecerían más aptos para exhibirlo. En realidad, se podría decir que García Hortelano los margina, tal vez como adultos aburridos solo preocupados por sus miserables pequeños placeres.

Porque lo demás es todo un festival de disfraces y simulaciones, personajes hiperbólicos y situaciones absurdas (algo hay de Boris Vian en todo esto), desenfreno erótico y, sobre todo, una carga interminable de humor que recorre el texto de arriba abajo, sin perder en ningún momento la potencia de una prosa afilada y certera, brillante pero no barroca. Todo lo cual explica muy bien que Guelbenzu cuente en el prólogo cómo tenía la sensación de que García Hortelano estaba disfrutando de lo lindo escribiendo este libro. 

¿Qué le falta? Pues quizá algo de peso, un hilo narrativo algo más compacto y menos arborescente, algo que trascienda más allá de la mera diversión, del juego de un autor inteligente y con muchos recursos. Puede que por eso mismo impresione tanto esa última escena en un tren en la que, sin perder el tono irónico, se muestran registros dramáticos que dejan claro que García Hortelano es un buen ejemplo de novelista infravalorado al que convendría prestar mucha más atención. Y es que no estamos como para olvidarnos de nadie con auténtico talento.  


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