Idioma original: inglés
Traducción: Núria Busquet Molist (ed. en catalán) / Francisco González López (ed. en castellano)
Traducción: Núria Busquet Molist (ed. en catalán) / Francisco González López (ed. en castellano)
Año de publicación: 2020
Valoración: entre recomendable y muy recomendable
Valoración: entre recomendable y muy recomendable
Título original: Shuggie Bain
Habitualmente entro en la lectura de un libro conociendo poco sobre él, más allá de alguna sinopsis o alguna reseña de confianza. Y poco más. Pero en este caso, fui a ver una entrevista en directo al autor y me sorprendió, no únicamente su humildad y cordialidad, sino también, y especialmente, conocer por boca de él que el libro que nos ocupa, primera novela del autor y con algunos paralelismos con su propia vida, fue rechazado por más de cuarenta editoriales hasta que el autor logró su publicación. Y este hecho me confirma dos cosas: que el mercado editorial tiene su particular manera de funcionar y también que, por suerte, alguien tuvo buen criterio al decidir publicarlo. El Premio Booker 2020 lo secunda, y también esta reseña.
El libro empieza con una breve introducción que sitúa a uno de los personajes principales, Shuggie Bain, en Glasgow, en el año 1992. Por esa época cuenta con dieciséis años, trabaja en un asador de pollos desde hace poco tiempo, aunque no le gusta trabajar ahí; tiene manía a los clientes y hace lo que puede para alternar el trabajo con la escuela. También conocemos que duerme en una habitación alquilada en una casa con cinco hombres, lúgubre, cada uno en una habitación separada y contando únicamente con la compañía de «cientos de pares de ojos pintados sobre porcelana, solitarios o con el corazón roto» pertenecientes a unas pocas figuras decorativas que había colocado en la repisa de la ventana y que utilizaba para contar historias durante horas. Una casa sin bombillas, con olor a humo de tabaco, a pescado frito tras «años y años fumando en el mismo sitio donde dormían, comiendo fritanga delante de estufas de gas Calor, pasando los días de verano con las ventanas cerradas. El olor rancio a sudor y corridas se mezclaba con el calor estático de los televisores en blanco y negro y el punzante aroma a ámbar de la loción de afeitar». En ese ambiente maloliente, rancio y sucio, Shuggie vive su adolescencia con dudas, intentando «hallar algún rasgo masculino en él, algo que pudiese admirar; los rizos negros, la piel lechosa, los pómulos altos. Observó el reflejo de sus propios ojos en el espejo. Pero nada. Los chicos de verdad tenían otros rasgos, otras hechuras.».
Tras esta entrada en la que el autor nos presenta al joven Shuggie, el libro da un salto al pasado, a 1981 en Sighthill, y nos presenta al resto de la familia de Shuggie: su madre, Agnes Bain (la gran protagonista del libro) con treinta y nueve años de edad, su padre Shug y sus dos hermanastros de mayor edad: Catherine y Leek. También sus abuelos, alcohólicos como su madre y sus amistades, todas con vidas muy precarias, con deudas continuas que hacían que se sintieran «como si estuviesen alquilando sus vidas». Y el marido de Agnes, protestante, taxista, alguien seductor y confiado quién «en la mayoría de las mujeres veía una aventura», «un animal egoísta, Agnes lo sabía, en un sentido sucio y sexual que la excitaba en contra de su voluntad».
Con este escenario, el autor nos retrata de manera precisa y decadente el ambiente en el que se mueve Agnes y su familia, un entorno del que afirma que «todos los borrachos de Glasgow hacían lo mismo. Iban de bar en bar dilapidándose el sueldo del viernes hasta que en sus bolsillos solo se agitaban monedas de cinco y diez peniques (…) el resto de la semana sobrevivían con las monedas que casualmente iban encontrando. Ni siquiera al dormir se separaban de sus pantalones y abrigos por miedo a que sus esposas o hijos encontrasen las monedas y les diese por comprar pan y leche». Un retrato social que el narrador describe afirmando que «el gobierno tendría que hacer algo. Están cerrando la siderurgia y los astilleros. Y los mineros irán detrás (…) La ciudad cambiaba; lo veía en las caras de la gente. Glasgow estaba perdiendo su propósito (…) les oía decir que Thatcher ya no quería trabajadores honestos; el futuro que quería era la tecnología, la energía nuclear y la sanidad privada. Los días de la industria habían terminado, y los esqueletos de los astilleros del Clyde y los ferrocarriles yacían abandonados por la ciudad como dinosaurios putrefactos».
Con este entorno social y económico, Douglas Stuart retrata perfectamente la imagen del pequeño Shuggie viviendo con una madre alcohólica en un hogar repleto de latas vacías de cerveza con fotos de mujeres narrando que «Shuggie recogía las latas vacías que encontraba en casa y ponía las mujeres en fila en el reborde de la bañera. Les acariciaba los cabellos de la lata y hacía que hablaran las unas con las otras en conversaciones imaginarias, monólogos inconexos, especialmente relacionados con la compra de zapatos nuevos por catálogo y los maridos burdelescos». Una madre, Agnes, a la que Shuggie ve con amor y lástima, viendo como «daba vueltas por la habitación aferrando la lata contra el pecho. Agnes cerró fuertemente los ojos y se transportó a un lugar donde se sentía joven, esperanzada y deseada (…) Desplegando los dedos como si fueran un abanico precioso, resiguió su propio cuerpo. Justo encima de las caderas, se tocó el michelín que había ganado tras tener tres hijos». De esta manera, el autor nos describe una madre desolada, aferrada a su hijo como único salvavidas de una existencia mísera y triste, pues «mientras lo asía, él podía verle el desequilibrio en la cara». Las escenas que narra Douglas Stuart son terriblemente tristes, demoledoras, de un abismo emocional causado por el pozo sin fondo en el que la sumerge el alcohol y la desdicha amorosa. Una vida ahogada en alcohol y lástima que únicamente los primeros sorbos son capaces de superar y hacerla sobreponerse. Pero el resto ya llegan llenos de hartazgo y abandono. Y la incomprensión de sus padres, que se sienten culpables por no haberla sabido educar mejor o apartar de las tentaciones y que intentan fustigar a base de latigazos las malas ideas, las malas decisiones.
Y, años después, la familia se traslada a Pithead, un sitio en apariencia mejor, pero mucho más decrépito a la postre, en una zona minera venida a menos a la que se accede por una carretera «cubierta por una capa permanente de polvo de carbón (…) como el negativo de una fotografía de nieve justo acabada de caer», un territorio hostil, donde la gente se conoce de hace mucho y son muy recelosos y desconfiados ante la gente nueva. Y más aún de una madre sola con sus hijos, que ven como una amenaza ante sus aburridos maridos, una mujer despechada que había amado a su marido, pero que «él había tenido que romperla del todo para poderla dejar (…) no debía ni dejar los pequeños trozos, no fuera que algún otro hombre los recogiera para, más tarde, volverlos a montar».
El retrato que el autor hace de Agnes a nivel emocional y familiar es terriblemente descriptivo y abrumador; el autor se adentra en el nivel psicológico y mental y nos retrata la tremenda dureza de su vida, de su adicción, de su miseria. Un retrato terriblemente humano y triste, desolador, de quien tiene la vida envuelta de un vacío existencial que no sabe cómo llenar, y que aumenta de la misma manera que vacía las latas de cerveza, las botellas de alcohol: sorbo a sorbo, día a día, cada vez peor, cada vez más vacía. Un estado que el narrador describe perfectamente al afirmar que «contar su sobriedad en días era ver cómo va desangrándose un fin de semana feliz: si te fijas mucho, siempre acaba siendo demasiado corto». Y claro, los niños, sus hijos, casi huérfanos a efectos prácticos, cuidándose unos a otros e incluso cuidándola a ella. Es el abandono como persona y también de sus responsabilidades maternas como al afirmar, tras levantarse con «una película pegajosa en los dientes superiores a causa del vómito seco que le había subido por el estómago», que «era temprano, pero el niño debía haber ido otra vez solo a la escuela». Atrapada no únicamente en una vida a la que no pertenece, sino también a un estrato social del que siente que no forma parte, pues ella «pertenecía a un estatus social superior y que solo se había quedado atrapada temporalmente en su rincón olvidado de miseria»; un orgullo que la mantiene erguida, luchadora y que la empuja a levantarse día tras día y mostrar ante el mundo que ella vale mucho más de lo que aparenta.
Y Shuggie, el gran olvidado por todos, el hermano pequeño y con un gran corazón como única arma y también como gran lastre, protegido por su hermano Leek en los ratos en los que puede, un niño demasiado maduro mentalmente para su corta edad y que hace que se sienta excluido por los demás niños quienes, además, ven en él actitudes, andares y maneras de hablar poco “masculinas” y que le apartan de su círculo, pues «Shuggie no participaba de sus juegos (…) había algo dentro de él que estaba desajustado. Era como si todos lo pudieran ver, pero él fuera el único que no supiera qué era. Simplemente, era diferente, y solo esto ya estaba mal». Shuggie consciente de ello, «tenía que dejar de balancear los brazos de manera tan expresiva y tenía que ser más como Leek, un chico de verdad. A aquellos niños les salía con tanta naturalidad, sin pensar, sin tener que pedir perdón».
Con este escenario y este trasfondo social y familiar, este emotivo y duro libro de Douglas Stuart narra la historia de Agnes y su alcoholismo, con todo lo que conlleva y todo lo que arrastra, pero es también la historia de Shuggie, un niño que ve cómo su infancia queda ahogada en el alcohol de su madre y que únicamente puede salir de esa etapa madurando de manera acelerada, protegiéndola, salvándola de su propio infierno y de aquellos quienes abusan de ella, porque «algunos se habían gastado bastante dinero con el objetivo de hacerla llegar al nivel de estar dispuesta. Y ahora se ven bloqueados por culpa de un idiota patoso y sudoroso que miraba los dibujos animados de la tarde en la televisión». Esta es una historia muy triste, de desesperación y de miserias económicas y humanas, de la perdición a la que uno se abandona con los brazos abiertos preparados para recibir cualquier gota de alcohol que apague, o tan siquiera distraiga, su triste y derrumbada mente de todos los tiempos, de un pasado para olvidar, de un presente triste y de un futuro inexistente. Pero es también la historia de Shuggie, un niño que lucha contra todo ello y contra su propia existencia encerrada en un cuerpo que no se comporta como los de los demás niños, que lo excluye también a él de un presente como el del resto y que se encierra en un mundo habitado únicamente por la resiliencia y la esperanza de conseguir sacar a su madre del abismo que la tienta porque siente un amor irreductible e infinito hacia su madre, de quien afirma que «yo solo quiero estar contigo. Quiero llevarte a un lugar donde podamos partir de cero», un lugar sin pasado, sin nadie que les conozca ni sepan de dónde vienen, qué ha sido de sus vidas, cómo han ido trampeando situaciones; un sitio donde puedan finalmente empezar de cero y ser felices, porque «hemos estado tú y yo solos durante demasiado tiempo». Porque Shuggie solo quiere protegerla, del mundo y de ella misma, porque «sería mucho mejor si se quedaban encerrados dentro de su casa, donde él podría mantenerla a salvo para siempre».
Todo el relato es terriblemente triste, muy triste, desolador, por la vida de Agnes echada por la borda por culpa del alcohol, pero también por la frustración del hijo en no saber cómo salvarla, o por poder hacerlo únicamente de forma temporal, ganando a la muerte día a día, pero a cambio de su propia vida, de sus propios sueños. Esta es la historia de la vida de una familia destrozada por el alcoholismo, pero es, sobre todo, una gran historia de amor de un hijo hacia una madre que se encuentra perdida entre latas de cerveza y entre escombros y desechos, también humanos, y que lucha contra la miseria que la rodea y el abismo triste y solitario que habita en ella.
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