Título original: Catching the Big Fish
Traducción: Cruz Rodríguez Juiz y Aurora Echevarría
Año de publicación: 2006 (reeditado)
Valoración: Decepcionante
Qué difícil resulta y qué amargo tener que valorarlo así. Ya me ha ocurrido antes, a cuenta de cierto libro en torno a un autor que admiro (me ahorro recordar el mal trago), y parece que he caído de nuevo en la trampa. En esta ocasión se trata de David Lynch, uno de mis favoritos en el mundo del cine, cuyo libro corrí a comprar en cuanto tuve noticia.
Resulta que Lynch hace meditación trascendental, y eso parece que le va muy bien. Se inició con el famoso Maharishi, y la cosa le proporciona, según dice, un bienestar especial, está en sintonía con el mundo, se encuentra en plenitud y gracias a eso no solo ve la vida de una forma más placentera sino que es capaz de captar esas ideas que fluyen por ahí y tiene la perseverancia y la presencia de ánimo para darles forma y, añado yo, obtener los extraordinarios resultados que podemos disfrutar en sus películas.
El problema, uno de ellos, es que Lynch lo cuenta muy mal. Podría haber explicado un poco en qué consiste la meditación, que es algo que casi todos intuimos pero muy pocos conocen de verdad, y cuáles son sus beneficios, más allá de vaguedades como que es fantástico, inspirador, increíble, zambullirse en un océano muy especial, y cosas por el estilo. Personalmente no es que me interese mucho el tema, pero si alguien tiene una experiencia de algún tipo que le resulta gratificante y la transmite con un mínimo de habilidad puede conseguir atraer la atención en un cierto grado. Pero es que Lynch ni se acerca, así que nos quedamos con que el invento le va muy bien, y ya está.
La parte que todo fan del genio de Missoula está (estamos) esperando del libro son naturalmente las noticias acerca de sus películas o del cine en general. Aquí tenemos algunas anécdotas más o menos interesantes, acerca por ejemplo de otro director-monstruo (Kubrick, claro), o de los actores Jack Nance o Dennis Hopper, alguna excusa sobre el fracaso de Dune (humm...), los sutiles vínculos de Twin Peaks con la infancia de Lynch, o la extraña gestación de Inland Empire. A veces apunta cómo surgieron algunas secuencias geniales y cómo las ideas iniciales se van trabajando, perfeccionando o traduciendo en imágenes, hasta conseguir captar la atmósfera buscada a través del sonido, la iluminación o un simple gesto. Es desde luego lo más atractivo del libro porque son vivencias personales que rara vez pueden encontrarse en otro tipo de textos.
Pero todo vertido en pequeñas píldoras, nunca más de dos páginas, y algunas con el formato y profundidad de lo que sigue:
SENTIDO COMÚN
Hacer películas es casi todo cuestión de sentido común. Basta con mantenerse alerta y pensar las cosas.
Una página entera para esto.
Y el resto, una colección de cosas heterogéneas hasta rellenar ciento y pico páginas sin una mínima elaboración, sin que parezca ni por un momento que la perseverancia y el mimo que Lynch utiliza en su cine haya llegado en ninguna medida al texto. Que está muy bien la espontaneidad y el desorden, siempre y cuando el conjunto conduzca a alguna parte y no se limite a una acumulación de ocurrencias entre las que hay que pescar un pequeño puñado de cosas que puedan interesar (¿consistirá en eso la tontería esa del ‘pez dorado’?). Todo ello con el aspecto de haber sido escrito por un alumno mediocre de la ESO y, que no se olvide, reeditado por Pengouin en 2016, aparte de con algunas erratas insoportables (*), con un bonus consistente en… entrevistas (¿) realizadas por el propio Lynch a dos lumbreras como Paul McCartney y (oh My God!) Ringo Starr.
No sé si se nota que me duele haber escrito todo esto. Pero creo que en definitiva el mundo ha sido afortunado porque David Lynch se haya dedicado al cine y no a la literatura. Así que llevo el libro a algún rincón oscuro donde me evite el cabreo de volver a verlo, y me pongo a disfrutar una vez más de Cabeza borradora. Por ejemplo.
(*) Confundir el apellido del actor fetiche del director y autor del libro es un insulto para ambos y para el lector. Sí, Kyle McLachlan se transforma en Kyle McLaughlin, como si el poder de los gurús hubiera doblegado la voluntad del corrector (si es que lo había)
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