
Título original: Macbeth
Año de publicación: 1606, se cree que redacción de la obra; 1611, primera representación; 1623, publicación
Traducción: Agustín García Calvo
Valoración: Fuera de concurso
Antes de nada, y si no le importa a nadie: a partir de ahora y aunque se trate nada más que de una reseña vamos a llamar a esta obra de William Shakespeare, "la obra escocesa", como es tradición en el teatro británico, pues al aparecer traer mal fario pronunciar su verdadero título. Y como va a ser inevitable nombrar a su protagonista, permitidme que, por si acaso, lo escriba como McBeth, que además convendremos en que así parece mucho más escocés, ¿no? Casi tanto como McFlurry o McPollo, otros célebres clanes de tan brumosa y legendaria tierra...
El argumento de la obra (basada, por cierto y al parecer, en las Crónicas de Raphael Holinshed sobre la supuesta Historia medieval de las Islas Británicas) supongo que es lo bastante conocido para no estropearle la lectura, o mejor aún la representación teatral a nadie: en un páramo perdido, tras una batalla, tres brujas le auguran a McBeth, hasta ese momento un noble y fiel servidor del rey Duncan, que él ha de convertirse en rey de Escocia. McBeth, cegado por la posibilidad de ser califa en lugar del califa (bueno, ya me entendéis) y espoleado por su no menos ambiciosa esposa, aprovecha la estancia del rey Duncan en su castillo para asesinarle de la manera más infame posible. Pero la cosa no queda ahí: una vez en el trono, McBeth en la mejor tradición autócrata, establece un reinado basado en el recelo e incluso el miedo, deshaciéndose de los testigos de su iniquidad o de posibles rivales, como si hubiesen sido sus cómplices en el asalto a la Lufthansa en el aeropuerto de Nueva York... Vaya, que la obra tiene todo lo que debe tener una buena ficción, más aún si es para representarse para deleite del populacho (y del rey Jacobo, en este caso, que también era escocés y sabía de asesinatos palaciegos): ambición desmedida, traición, complots criminales, asesinatos a cascoporro, malvados usurpadores, damas arteras, brujas... en fin, todo lo que ha molado siempre (aunque a un coste considerable, en verdad) del rollo éste de la monarquía (venga, Froilán, anímate y danos un poco de espectáculo...). Es una obra, ya digo, sobre la ambición, pero también sobre la culpa y el miedo, porque en la Escocia de McBeth todos tienen miedo, empezando por él mismo, que ha desencadenado la tragedia por miedo a contradecir al que parece ser su destino y luego vive con miedo de que ese destino revire y le apuñale. McBeth, además es el antihéroe shakesperiano por excelencia (quizás junto a Calibán); como se señala en el excelente prólogo de esta edición -escrito por la profesora Carol Chillington Rutter-, es el único de sus personajes que utiliza la violencia y comete horrendos crímenes, pero sin buscar excusas para ello: la ejerce porque espera obtener un beneficio personal de ella, sin necesidad de ampararse en altos ideales u ofensas recibidas, como es costumbre...
Junto a este arquetipo ya inmortal (con variantes, lo encontramos en todas las luchas por el poder político o económico, en todas las historias de mafiosos, en todas las soap-operas, televisivas, de Dallas en adelante), en esta obra se hallan otras imágenes igualmente poderosas que añadir al imaginario colectivo: esa Lady McBeth, despiada esposa del protagonista que luego enloquece tratando de borrar la culpa de sus ensangrentadas manos, que no deja de frotarse como si tuviera que bajar cinco veces seguidas al Mercadona porque siempre se le olvida algún ingrediente para la paella... (gesto que trata de reafirmar la propia inocencia desde los tiempos de Pilatos y que sólo sirve de algo cuando eres un gobernador romano con el respaldo de unas cuantas legiones); las tres hermanas brujas, que abren la obra y desencadenan la tragedia, amén de los ripios más logrados y divertidos de la misma. Tres hermanas que, alejadas de las hadas del folklore céltico, nos remiten a las tres Moiras o Parcas de la Antigüedad clásica, tejedoras del destino de los hombres (y, dicho sea de paso, que daban un miedito que no veas). Por otro lado, en una obra repleta de excelentes versos del divino bardo de Stratford-Upon-Avon (si no lo pongo, reviento), destacan éstos del quinto acto, escena V, que quizá resumen mejor que ningún otro, no sólo el espíritu de este drama teatral, sino el de toda la obra de Shakespeare y aun de todo el devenir humano:
"(...) No es la vida más que una
andante sombra,
un pobre actor que se
pavonea
y se retuerce
sobre la escena en hora y
luego
ya nada más de
él se oye. Es un cuento
contado por un
idiota, todo es estruendo y
furia, y sin
ningún sentido "
En fin, no puedo añadir mucho más a la necesariamente escueta reseña de una obra de evidente complejidad, y que lo más aconsejable es leer y, a ser posible, ver representada... Sólo me queda señalar que, aunque sea más aburrida que las monarquías, porque no se hace eso de matar reyes y demás (entre ellos, me refiero), estas cosas en una república no pasan.
Otras obras del divino bardo y bla, bla, bla, reseñadas en Un Libro Al Día: La tempestad, Otelo, Romeo y Julieta, Hamlet
El argumento de la obra (basada, por cierto y al parecer, en las Crónicas de Raphael Holinshed sobre la supuesta Historia medieval de las Islas Británicas) supongo que es lo bastante conocido para no estropearle la lectura, o mejor aún la representación teatral a nadie: en un páramo perdido, tras una batalla, tres brujas le auguran a McBeth, hasta ese momento un noble y fiel servidor del rey Duncan, que él ha de convertirse en rey de Escocia. McBeth, cegado por la posibilidad de ser califa en lugar del califa (bueno, ya me entendéis) y espoleado por su no menos ambiciosa esposa, aprovecha la estancia del rey Duncan en su castillo para asesinarle de la manera más infame posible. Pero la cosa no queda ahí: una vez en el trono, McBeth en la mejor tradición autócrata, establece un reinado basado en el recelo e incluso el miedo, deshaciéndose de los testigos de su iniquidad o de posibles rivales, como si hubiesen sido sus cómplices en el asalto a la Lufthansa en el aeropuerto de Nueva York... Vaya, que la obra tiene todo lo que debe tener una buena ficción, más aún si es para representarse para deleite del populacho (y del rey Jacobo, en este caso, que también era escocés y sabía de asesinatos palaciegos): ambición desmedida, traición, complots criminales, asesinatos a cascoporro, malvados usurpadores, damas arteras, brujas... en fin, todo lo que ha molado siempre (aunque a un coste considerable, en verdad) del rollo éste de la monarquía (venga, Froilán, anímate y danos un poco de espectáculo...). Es una obra, ya digo, sobre la ambición, pero también sobre la culpa y el miedo, porque en la Escocia de McBeth todos tienen miedo, empezando por él mismo, que ha desencadenado la tragedia por miedo a contradecir al que parece ser su destino y luego vive con miedo de que ese destino revire y le apuñale. McBeth, además es el antihéroe shakesperiano por excelencia (quizás junto a Calibán); como se señala en el excelente prólogo de esta edición -escrito por la profesora Carol Chillington Rutter-, es el único de sus personajes que utiliza la violencia y comete horrendos crímenes, pero sin buscar excusas para ello: la ejerce porque espera obtener un beneficio personal de ella, sin necesidad de ampararse en altos ideales u ofensas recibidas, como es costumbre...
Junto a este arquetipo ya inmortal (con variantes, lo encontramos en todas las luchas por el poder político o económico, en todas las historias de mafiosos, en todas las soap-operas, televisivas, de Dallas en adelante), en esta obra se hallan otras imágenes igualmente poderosas que añadir al imaginario colectivo: esa Lady McBeth, despiada esposa del protagonista que luego enloquece tratando de borrar la culpa de sus ensangrentadas manos, que no deja de frotarse como si tuviera que bajar cinco veces seguidas al Mercadona porque siempre se le olvida algún ingrediente para la paella... (gesto que trata de reafirmar la propia inocencia desde los tiempos de Pilatos y que sólo sirve de algo cuando eres un gobernador romano con el respaldo de unas cuantas legiones); las tres hermanas brujas, que abren la obra y desencadenan la tragedia, amén de los ripios más logrados y divertidos de la misma. Tres hermanas que, alejadas de las hadas del folklore céltico, nos remiten a las tres Moiras o Parcas de la Antigüedad clásica, tejedoras del destino de los hombres (y, dicho sea de paso, que daban un miedito que no veas). Por otro lado, en una obra repleta de excelentes versos del divino bardo de Stratford-Upon-Avon (si no lo pongo, reviento), destacan éstos del quinto acto, escena V, que quizá resumen mejor que ningún otro, no sólo el espíritu de este drama teatral, sino el de toda la obra de Shakespeare y aun de todo el devenir humano:
"(...) No es la vida más que una
andante sombra,
un pobre actor que se
pavonea
y se retuerce
sobre la escena en hora y
luego
ya nada más de
él se oye. Es un cuento
contado por un
idiota, todo es estruendo y
furia, y sin
ningún sentido "
En fin, no puedo añadir mucho más a la necesariamente escueta reseña de una obra de evidente complejidad, y que lo más aconsejable es leer y, a ser posible, ver representada... Sólo me queda señalar que, aunque sea más aburrida que las monarquías, porque no se hace eso de matar reyes y demás (entre ellos, me refiero), estas cosas en una república no pasan.
Otras obras del divino bardo y bla, bla, bla, reseñadas en Un Libro Al Día: La tempestad, Otelo, Romeo y Julieta, Hamlet