Año de publicación: 2009
Valoración: Mucho ruido y pocas nueces
Cierro el libro con una sensación de desbordamiento. Anexos a la novela, y por si con ella no hubiese tenido suficiente, se incluyen varios epílogos, hasta siete nada menos, más las generalidades editoriales de costumbre, Es como si alguien sintiese la necesidad de justificarla, de señalar sus aciertos y explicarlos con detalle, no sea que los lectores no hayamos reparado en ellos. Así que he tenido que leerme todas las maravillas que, por lo visto, me he perdido o no he sabido apreciar en su justa dimensión. ¿Me ha gustado esta novela? No, sobre todo a partir de cierto momento como explicaré más adelante. ¿Estoy de acuerdo con los argumentos que exponen los articulistas, por muy prestigiosos que estos sean? En absoluto. (Pero El viajero… ha sido Premio Alfaguara y Premio de la Crítica, así que no me hagan ni caso). (O sí, porque otros críticos igual de prestigiosos opinan como yo, aunque, como es lógico, no aparecen en el apartado final de este volumen).
El primero, un discurso del propio autor, desvela aspectos interesantes de la gestación de la novela y defiende el género histórico. Nada que objetar, pero en este caso, y sin negarle valor literario, no considero que el
contexto de época le añada gran cosa, al contrario. El propio Neuman reconoce su intento de trazar un retrato
del presente a través de lo ocurrido doscientos años atrás, en un atrevido (y seguramente
imposible) juego de espejos tan encomiable para algunos como fallido a
mi modesto entender. Porque retratar dos épocas tan diferentes en una única pieza,
sin idas y venidas entre pasado y presente, no solo es una meta ambiciosa sino, quizá, una quimera inalcanzable. Aunque Miguel
García-Posada no lo crea así y, en el fragmento que le corresponde, afirme: “Neuman no ha querido escribir una novela
histórica sino una novela en la que se
aborda un tiempo pasado, el siglo XIX, con la perspectiva del XXI.” Yo, en cambio, fui perdiendo pie progresivamente según avanzaba la trama hasta quedarme
flotando en tierra de nadie. Que los
acontecimientos producidos en el primer tercio del s. XIX hayan determinado de alguna forma el tiempo en que vivimos, aunque obvio, no justifica que debamos aceptar comportamientos,
actitudes y mentalidades de ahora infiltradas en ese momento, pues nuestro sentido crítico va a rechinar y mucho. Otra
cosa es considerarla un simple divertimento, una historia con cierta dosis de
intriga, además de otros ingredientes más o menos atractivos como amor, sexo,
infidelidades, algún crimen que otro etc., que pueden aliñar un guiso comercial
y presentarlo ante el lector como el súmmum de la erudición, incluso como una
versión moderna de, ¡nada menos! La montaña mágica. No me lo invento, he leído la comparación en algún sitio. Y
es que, en su afán totalizador, no solo cronológico, también geográfico, de
contenido y de temática, no falta el componente teórico: abundan las discusiones
socio-políticas -no en vano estamos en la ilustre (e ilustrada) época de los Salones- y
literarias, sin olvidar las largas sesiones de arduo trabajo en equipo de Hans y Sophie traduciendo
textos en todos los idiomas (una vez más, ¿para qué limitarse, pudiendo
abarcarlo todo?), sacando a relucir cuestiones de primordial interés para un
traductor profesional como Neuman, que a mí me han apasionado siempre, pero que aquí no parece que aporten gran cosa, salvo abultar y añadir capas y más
capas a un argumento bastante sencillo, en realidad.
Tras viajar con Neuman por tierras alemanas en el artículo siguiente, y observar las fotos de edificios que le inspiraron la fisonomía de la
inexistente Wandernburgo, no he encontrado la clave de esa síntesis
europea/universal que pretende realizar a través de los ojos de Hans, el
viajero y protagonista absoluto, y de otros personajes, como Urquijo (español y empresario justo), el profesor Mietter (de religión protestante), el matrimonio
Levin (de procedencia judía y creencias diversas), la viuda Pietzine (muy católica, ella), el padre
Pigherzog (el ojo que todo lo ve), el organillero (el buen salvaje de Rousseau,
salvadas las distancias), Sophie (la dama ideal e inalcanzable), Rudi (sencillamente,
un buen partido) etc. Tanto personajes como ideas o situaciones parecen
inspirados en los famosos tópicos extraídos de la tradición clásica. Pero de eso hablaré más abajo, antes quiero decir que los rasgos individuales
apenas existen, todos ellos son funciones, personalidades construidas de una
sola pieza que nunca se contradicen a sí mismas. Y cuando resultan
meras comparsas de otros se les
individualiza por un solo acto (uno roba, otro viola y mata, la de más allá denuncia
sin fundamento, de alguno se exhibe su vida íntima). Tampoco es creíble la
erudición de Sophie, no porque en aquella época no existiesen las mujeres
cultivadas sino porque su estilo se parece más al de una universitaria de hoy. Igual ocurre con su condición de mujer liberada, tan audaz que en esas
condiciones no resultaría creíble ni ahora mismo, ya que pone en peligro el único plan de vida al que puede aspirar dadas las circunstancias. O ese
conocimiento del mundo, impensable en una mujer soltera de principios del XIX
custodiada desde niña por un padre viudo y tan estricto como podemos suponer. Incongruente es también la forma de
hablar y comportarse de todos ellos, sus opiniones políticas, religiosas,
éticas, literarias etc., que en realidad están pasadas por el tamiz de la
visión histórica del siglo XXI. Incluso las costumbres y objetos: Hans se baña a
diario en su cuarto, alzan la mano y encuentran un carruaje al instante, las
comunicaciones son tan sencillas como si
hubiera teléfono aunque quede claro que este no se ha inventado aún, alguien
pide que se tome nota y al instante el otro hace una lista como si hubiera
bolígrafos y folios a su alcance, se habla de velas y antorchas pero de noche
se ve tan bien como de día, el organillero es tan inverosímil que no puedo
elegir un solo rasgo como ejemplo porque los tiene casi todos. Esto puede
resultar de lo más entretenido, pero quien busque algo de rigor se sentirá incómodo muy pronto, más todavía según la acción avanza y vemos cómo lo
que habíamos creído un armazón más o menos sólido –aunque algo peculiar–
comienza a derrumbarse. Incluso, y a pesar de su pretendido realismo y hasta
historicismo, encontramos elementos fantasmagóricos: la ciudad ocupa un espacio
incierto, a caballo entre países, y su ubicación es cambiante, incluso sus
calles y edificios no suelen estar donde se espera. Eso trae recuerdos imborrables, como la ciudad
flotante de La saga fuga de J. B.,
pero lo que allí es absoluta coherencia aquí queda como un cabo suelto.
A pesar de los numerosos análisis y de las dos entrevistas al autor, quedan en el aire algunas incógnitas. Me pregunto si Neuman incluye conscientemente o surgieron de
forma involuntaria los tópicos más importantes de la tradición medieval y grecolatina.
A saber: peregrinatio vitae, memento
mori, locus amoenus, beatus ille, carpe diem, amour courtois, delectare et
prodesse, theatrum mundi, vera amicitia, amor ferus… Habrá más, seguro, yo
he anotado solo los que he ido descubriendo por pura casualidad y sobre la
marcha. Si esa abundancia de elementos hubiese dado lugar a una estructura poliédrica
y compleja estaríamos hablando de la
novela total, -que, por cierto, alguno de los críticos menciona-, algo que se produce en muy contadas ocasiones, pero esa
integración no existe. No se trata, pues, de un conjunto armónico que aspira a
imitar al mundo real sino de intentos que nunca se resuelven del todo y de una especie
de puzzle cuyas piezas no acaban de encajar.
También de Andrés Neuman: La vida en las ventanas, Hacerse el muerto
No hay comentarios:
Publicar un comentario