Título original: L'homme qui n'aimait plus les chats
Traducción: Mia Tarradas en catalán para Raig Verd y Jean-François Silvente en castellano para Rayo Verde
Año de publicación: 2019
Valoración: está bien
Hay cierto debate en cuanto al encaje de las lecturas en una determinada época del año u otra, pues los hay que esperan al calor del verano para sumergirse en un libro que les ofrezca un puro entretenimiento y que sea sin que suponga demasiado esfuerzo lector; otros, en cambio, prefieren adentrarse en libros voluminosos, pues las vacaciones permiten (en teoría) disponer de tiempo suficiente para abordar libros que por su complejidad o su extensión requieren un tiempo necesario que no encontramos durante el resto del año. En este caso, el libro de Isabelle Aupy entraría en el primer grupo, aunque, siendo narrado en forma de evidente metáfora, ofrece más de lo que aparenta en una primera lectura. ¡Vamos allá!
Este breve libro nos habla de una pequeña isla poblada por pocas personas y muchísimos gatos. Gatos de todos los tipos y colores, de todos los comportamientos posibles y maneras de ser. Los habitantes de la isla están acostumbrados a ellos, pues conviven en el día a día y siempre se dejan ver entre las casas y los patios. Pero de golpe, un día, en esa isla, desaparecen todos los gatos y los habitantes los extrañan, acostumbrados como estaban a verlos siempre merodear y pasearse entre ellos. Este incidente deja sorprendidos y descolocados a los habitantes de la isla, pues no saben qué ha sucedido, el porqué, ni saben cómo afrontar la situación. Ellos tienen un carácter tranquilo, amistoso, porque en la isla «todos éramos refugiados, como se dice. Sí, la gente venía aquí para encontrar refugio, se iba del continente porque ya no podía más, buscaba un lugar donde vivir mejor, estar mejor, o puede que no forzosamente: encontrar una forma de ser uno mismo y ya está». Pero, superado el asombro inicial, se percatan que quienes han provocado que no queden gatos tienen otras intenciones, más perversas de lo que parecía: la voluntad de interferir en las costumbres de los habitantes de la isla y las relaciones entre ellos.
Escrito en forma de metáfora, el libro nos habla de la seguridad de nuestra sociedad basada en la estabilidad de las cosas del día a día y la amenaza que suponen aquellos que pretenden cambiarla imponiendo nuevas costumbres, nuevos hábitos, forzándonos a cambiar la realidad a menos que nos rebelemos contra ello y luchemos por los derechos conseguidos sin cesar en nuestro empeño, porque tal y como afirma uno de los personajes hablando de las cosas que antes poseían, «nos las quitaban porque habíamos dejado que nos lo hicieran. Nos las quitaban porque habían puesto palabras a unas necesidades que no eran nuestras. Y como una panda de zoquetes, encima fuimos a darles las gracias».
Debo reconocer que el libro no me ha causado el impacto que esperaba, no sé si por el enfoque, por el lenguaje o por una trama muy simple, pero seguramente la razón de ello es el estilo utilizado por la autora. Escrito con un lenguaje plano, casi orientado a un público infantil en forma aunque no en contenido, el narrador en primera persona nos cuenta la historia como si de una fábula se tratara, como un cuento contado a un grupo de jóvenes formando un círculo en torno a un fuego en el campo, aunque el mensaje que esconde bajo una capa de supuesta superficialidad es bastante más preocupante. Un mensaje que refuerza la importancia del lenguaje y de cómo y con qué finalidad usamos las palabras, y la importancia de no dejarnos llevar por la corriente de un pensamiento que bajo una capa de inocencia puede esconder auténticas perversiones.
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