Título original: Gengangere
Traducción: Cristina Gómez-Baggethun (en castellano para Nórdica)
Año de publicación: 1881
Valoración: está bien
Siempre supone cierta dificultad reseñar obras de teatro en su formato literario, pues uno debe recrear mentalmente escenarios y espacios y gran parte del texto se centra en los diálogos entre personajes por lo que el lector debe estar dispuesto a casi formar parte de un imaginario elenco actoral y entrar mentalmente en el escenario. Y el éxito de tal empresa depende en gran parte de la propia historia narrada.
En esta obra, escrita a finales del siglo XIX, intervienen únicamente cinco personajes y se descompone en tres actos correspondientes a los habituales momentos narrativos (introducción, nudo y desenlace). La historia empieza con una escena entre Regina (la asistencia de la señora Alving) y su padre, quien pretende convencerla de que deje el hogar donde está realizando las tareas domésticas y marche a vivir con él para trabajar en una especie de mesón para marineros. La chica descarta la propuesta ya que no se fía del negocio que tienen pensado hacer su padre ni tampoco de él, pues es alguien de vida algo errática. En paralelo, vemos como Osvald, el hijo de la señora Alving, ha vuelto de un viaje al extranjero y se encuentra a su madre hablando con el reverendo del pueblo acerca de la construcción de un asilo financiado por ella. La aparición del hijo y los detalles de su vida en el extranjero alarman al reverendo, pues la mentalidad del joven ha cambiado desde que se fue, abandonando las costumbres más arcaicas y cerradas para ver la sociedad desde un punto de vista más abierto; así, Osvald defiende que las parejas puedan tener hijos sin casarse y convivir en un mismo hogar, ideas con las que su madre está de acuerdo pero que enervan al reverendo, quien le discute sus ideas y conceptos sobre la libertad afirmando que «en esta vida es pura rebeldía esperar la felicidad. ¿Qué derecho tenemos las personas a ser felices? No, señora, ¡lo que tenemos que hacer es cumplir con nuestro deber!». Unas ideas anticuadas que reafirma, hablando a la mujer de su difunto marido y la vida de excesos que llevaba, al decir que «una esposa no ha de erigirse en juez de su marido. Tenía usted la obligación de llevar con humildad la cruz que una voluntad superior había considerado oportuno concederle». A partir de esa puesta en escena y conflicto candente, se desarrolla la acción en un continuo contraste entre mentalidades e ideologías al que se añade situaciones del pasado de los implicados que provocan no pocas discusiones y revelaciones que ponen en riesgo el frágil equilibrio familiar y social de los personajes.
Como ya ha demostrado es múltiples ocasiones, Ibsen sabe encontrar los conflictos sociales y morales de sus personajes y los somete a momentos de confrontación, mostrando de esta manera las costumbres de una sociedad que se va abriendo a nuevas ideas y visiones del mundo. No podemos olvidar que estamos a finales del siglo XIX, una época en que las ideas de Ibsen colisionaban de lleno en una sociedad donde el modelo de familia (con gran influencia de la religión) era poco menos que intocable por lo que su valentía y atrevimiento le otorgan aún más valor de lo que el propio texto merece. Por ello, a pesar de que no es una de sus mejores obras, Ibsen siempre debe tener un espacio destacado en nuestro bagaje lector, pues la influencia de su obra en la historia de la dramaturgia es incuestionable.
Tal y como dice una de las protagonistas en el texto, en plena confesión al reverendo, «he tenido la sensación de estar viendo espectros. Aunque yo diría que espectros somos todos (…) y no solo porque carguemos con la herencia de nuestros padres. Tenemos además muchas opiniones viejas y muertas». Y no le falta razón, pues la herencia de nuestro pasado sigue presente en nosotros, a veces con valores nobles y vigentes, pero también con mentalidades encerradas y arcaicas que conviene enterrar para que no asomen e impidan avanzar en derechos y libertades.
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