lunes, 28 de junio de 2021

James Williams: Clics contra la humanidad

Idioma original: inglés
Título original: Stand out of our light
Traducción: Álex Gibert
Año de publicación: 2018
Valoración: recomendable

Es indudable que vivimos en tiempos ajetreados, en un momento de la vida donde la aceleración a la que somos sometidos mediante constantes e incesantes estímulos hace que nuestro tiempo, siempre limitado, siempre insuficiente, tenga cada vez más valor. El “regalo” que se nos ha ofrecido es el de un acceso ilimitado a la información, pero no es un “regalo” como tal, sino que, como todo en esta vida donde hay una empresa detrás, existe una contrapartida, un precio a pagar: nuestro tiempo.

Este ensayo empieza ya con una seria advertencia del propio autor en el prólogo, al afirmar que «una amenaza de última generación para la libertad del ser humano se ha materializado antes nuestros ojos. (…) Ha llegado trayendo consigo el regalo de la información, un recurso escaso y valioso hasta la fecha (…) y, para acabar de seducirnos, ha llegado con la promesa de que está de nuestra parte». Porque es difícil dar la espalda a algo que es tan accesible y tan interesante, porque «como la información ha sido siempre un recurso escaso, la opinión general es que el aumento de información es positivo por principio», aunque «y, como anticipaba en la década de 1970 el economista Herbert Simon, cuando la información abunda, el bien escaso pasa a ser la atención» porque el exceso de información puede ser contraproducente y el autor lo argumenta acertadamente haciendo una analogía con el juego del Tetris afirmando que «la cantidad de información solo es relevante aquí en cuanto que implica cierta velocidad de información» y, de manera análoga al juego, «cuando su velocidad de emisión es excesiva, la información no se puede procesar (…). Así pues, el mayor riesgo que entraña esta abundancia informativa no es la simple absorción o polarización de la atención, como cuando la información era un recurso finito y cuantificable, sino la pérdida de control que genera en los procesos de la atención».

El autor, que en su pasado reciente trabajó durante diez años en Google y fue uno de sus principales estrategas, es muy conocedor de lo que el mundo digital genera y se confiesa afirmando que «no tardé en comprender que la causa en la que me había embarcado no era la de organizar la información, sino la de gestionar la atención. La industria tecnológica no diseñaba productos: diseñaba usuarios» y, esto era solamente el principio, la punta del iceberg del control y la perversión, pues «cuando el uso de un producto es socialmente mayoritario, su creador no se limita a diseñar usuarios: diseña también la propia sociedad». Y esa lucha incesante por hacerse con el control no de la información, sino de la atención del usuario lleva a las compañías tecnológicas a irrumpir de manera clara en el mundo de la publicidad («Google y Facebook representan el 85% del crecimiento interanual de la publicidad en internet»), pues «la tecnología digital dio pie a una explosión cámbrica de los sistemas de análisis publicitarios, al posibilitar la medición a escala individual de los comportamientos del consumidor (las visualizaciones de cada página), sus intenciones (las consultas de búsqueda), sus contextos (sus ubicaciones físicas), sus intereses (inferidos a partir de sus historiales y conductas de navegación), sus identificadores exclusivos (el ID de sus aparatos o las direcciones de correo de los usuarios registrados) y muchos parámetros más». Y, para conseguir nuestra atención ante la oferta infinita de estímulos a los que nos vemos sometidos, «tan despiadada es esta competencia por captar nuestra atención que los diseñadores no han tenido más remedio que apelar a lo más bajo de nuestra naturaleza (…) y explotar el catálogo entero de sesgos cognitivos para la toma de decisiones que la psicología y la economía conductual llevan compilando diligentemente durante las últimas décadas. Entre estos sesgos de incluye la aversión a la pérdida —que a veces se encarna en el miedo a perderse algo (…) el FOMO—, la comparación social, la inercia o tendencia al statu que, el efecto marco y el efecto anclaje». Es por ello que, en el fondo, «la lucha por la atención y la ‘persuasión’ masiva de usuarios equivale, en última instancia, a un proyecto de manipulación de voluntades a gran escala» porque el medio «es una máquina diseñada para cosechar nuestra atención al por mayor, sin miramiento alguno».

De esta manera, y una vez expuesto el alcance y la potencialidad de tales herramientas, el autor sustenta su exposición en dos pilares básicos: la atención del usuario y la conveniencia de las tecnologías. Y el autor es taxativo en ambos aspectos, pues en referencia a la atención (o a la pérdida de) afirma que el peligro de las meras “distracciones”, pues «a corto plazo, estos obstáculos pueden mermar nuestra capacidad de hacer lo que queremos hacer. A largo plazo, pueden llegar a impedirnos las vidas que queremos vivir y, lo que es peor, minar facultades como la reflexión o el autocontrol». Así, expone que «la reflexión es un ingrediente esencial del pensamiento que nos ayuda a determinar ‘lo que queremos querer’ (…) Las notificaciones o las apps adictivas, por ejemplo, pueden el vacío de esos momentos del día que uno empleaba para reflexionar sobre sus metas y prioridades». El autor define de esta manera lo que supone la «“economía de la atención”, un entorno en el que los productos y servicios digitales compiten sin descanso para captar y explotar la atención del consumidor» e insta a las propias compañías (mediante un cambio social y legislativo) a que modifiquen sus conductas, pues «se ha de evitar la tentación de pedir a los usuarios que "se adapten" a las distracciones: para eso habrían de poseer una capacidad de autocontrol inalcanzable (…)» pues «hay por ahí miles de psicólogos, estadísticos y diseñadores escogidos entre los más inteligentes del mundo que se pasan media vida pensando en la manera de echar abajo el muro de vuestra voluntad» y pretender luchar contra esto es inimaginable.

En cuanto a la potencialidad, el autor pone como ejemplo el abominable experimento de Facebook en relación con a la identificación de huellas de contagio emocional, en el que analizaban la reacción de una muestra de sus usuarios a los que se les mostraba información filtrada pare ver cómo afectaba a su manera de escribir y, en consecuencia, comportarse. El autor nos pone en alerta también sobre lo que viene, pues recuerda que ya «existen más de 250 juegos para dispositivos móviles Android que perciben sonidos del usuario (…) en 2015, Facebook registró una patente para detectar emociones, positivas o negativas, mediante las cámaras del ordenador y el móvil. Y en abril de 2017 (…) Regina Dugan, investigadora de Facebook y ex directora de DARPA salió al estrado para presentar el desarrollo de una interfaz que permitiría conectar el cerebro al ordenador». Y, en este proceso de identificación y alteración del comportamiento de sus usuarios (ergo, todos nosotros), James Williams critica también los que utilizan las redes sociales para descargar su ira contra alguien o contra un hecho en concreto, aludiendo a “la justicia de la turba”. Si bien es cierto que la presión social en ocasiones ha contribuido a lograr «que las personas respondan por sus actos, sobre todo cuando las instituciones públicas han fracasado en su intento» (Primavera árabe, Trayvon Martin, Harvey Weinstein...) «las dinámicas de indignación y linchamiento social» pueden resultar contraproducentes y cita a Lincoln cuando afirmó que «no hay agravio que pueda repararse adecuadamente cuando el pueblo se toma la justicia por su mano». 

Por todo ello, la lectura de este ensayo es recomendable, a pesar de que destaca más por los mensajes que transmite que por poseer un estilo de escritura que busque, a través de la información proporcionada, que el lector se sienta atraído o cautivado por su enfoque, sin añadir de manera evidente o explícita frases que lo seduzcan o conecten a nivel emocional con él. El autor es contundente en su planteamiento, y en un relato más expositivo y crítico que propositivo, la sensación que nos queda es de un mundo con pocas probabilidades de subsistencia en lo que refiere al equilibrio y libertad emocional. A pesar de que el autor deja bien claro su propósito afirmando que «mis argumentos no se oponen de ningún modo a la tecnología ni al comercio (…) La perspectiva que he adoptado y las propuestas que detallaré no son en absoluto incompatibles con la prosperidad económica, ni tratan de poner ‘freno’ a la innovación tecnológica. Son más bien un ‘volante’», James Williams es duro y pesimista en su visión del futuro más cercano al afirmar que, respecto a la propagación vertiginosa de las tecnologías digitales, «este proceso no rebasará ningún umbral de tolerancia que nos obligue a tomar cartas en el asunto. Se inició gradualmente, y gradualmente seguirá evolucionando. No oiremos ninguna voz ni veremos ninguna luz en el firmamento que nos advierta que vivimos rodeados de una infraestructura mundial de persuasión inteligente. (…) No habrá revelación alguna que nos permita comprender lo grave e insostenible de la situación». 

Ya en sus páginas finales el autor concluye que «la crisis que atravesamos hoy no se manifiesta únicamente en el aumento mundial de las temperaturas; también es palpable en nuestra maltrecha facultad de la atención. Así pues, no podemos limitar a reformar nuestro mundo material; habrá que reforzar también nuestro mundo atencional, y prestar atención a aquello que la merece» porque «¿qué hacemos cuando prestamos atención? En el fondo, lo que hacemos no es ‘prestarla’ sino ‘regalarla’, despedirnos de todo aquello a lo que podríamos haber atendido en su lugar (…) la atención se presta siempre a fondo perdido y se paga en futuros posibles a los que uno debe renunciar». Porque «la atención de presta, sí, pero jamás se devuelve». 

Dice James Williams, de manera solemne, que «la vía que nos queda es la de movilizarnos con urgencia para afirmar y defender nuestra libertad de atención» porque «la liberación de la atención humana podría ser la lucha ética y política de nuestro tiempo». Ya el propio autor advierte que «Si la primera “brecha digital” marginó a quienes no tenían acceso a la información, la brecha actual marginará a quienes sean incapaces de prestar atención». Estamos avisados. Y a esto sí vale la pena prestarle toda nuestra atención.

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