Título Original: The plains
Año de Publicación: 1982
Valoración: Imprescindible
Aníbal cruzando los Alpes, de Turner, la Sonata para Piano no 14, de Beethoven o Doña Bárbara de Rómulo Gallegos son creaciones artísticas en donde se comprueba lo siguiente: la naturaleza ha sido uno de los principales motores del arte. ¿Cuántas montañas y volcanes, mares tempestuosos o noches estrelladas no han alimentado a poemas, pinturas o películas?
Australia, la tierra del escritor Gerald Murnane, no está exenta de paisajes seductores: selvas húmedas e indómitas, playas de ensueño y monolitos místicos, pero Las llanuras, nuestra novela en cuestión, se desarrolla en las planicies centrales. ¿Por qué este novelista escoge la monotonía de este lugar y no el mundo salvaje de las otras regiones?
Las montañas imponentes tienen su fin ante la vista de quien contempla, el mar es interminable, pero volátil: solo las llanuras permanecen en su vastedad. Y es esta cualidad la que ha fascinado a sus habitantes, quienes han desarrollado mitos, artes y tradiciones en torno a ella, a tal grado que la inmensidad de las planicies y lo inexplorado de sus tierras simbolizan perfectamente la grandeza de su pueblo, que incluso delira con ser otra Australia independiente: no la de los canguros y koalas, sino la de las perdices y avutardas. Son ellos quienes afirman que solo hay algo mayor: la eternidad como planicie.
En Las llanuras, Murnane nos presenta a un cineasta que llega a esta región con la finalidad de retratar su inmutabilidad. Tan explorador como ascético, pasará muchos años intentando cumplir su cometido: porque Murnane es más que aventuras, más que atardeceres indescriptibles y relaciones inefables: es una maraña creciente de posibilidades y detalles. El texto se vuelve una lucha contra las limitaciones del pensamiento y la consciencia. Murnane nos hará reflexionar a través del cineasta y los habitantes de las llanuras que lo que yo veo no es igual a lo que tú ves, y esto mismo se traslada a lo individual, porque lo que hoy veo y pienso no es lo mismo que lo que vi y pensé ayer.
Este abanico heterogéneo de percepciones hará que el cineasta observe cada elemento del paisaje y note la sutileza con que todo cambia en lo que parece inmutable. Basta que una hierba se mueva para que esas llanuras sean ya otra cosa. Nada permanece por vasto que sea. Perplejo por este descubrimiento, él pospone indefinidamente el rodaje de su película.
Pero los frutos de este desengaño también cambian. El cineasta pasa de la parálisis a la fascinación con una meditación sobre este mundo laberíntico e inasible. El “nada existe, si algo existe no lo podemos comunicar” de Gorgias es poéticamente reescrito y lanzado como una patada directa al corazón, como defendiéndose del ángel de Jacob, reconociendo su derrota, pero dejando un texto tan épico como esa lucha bíblica contra el ángel de Dios, con un lenguaje tan delicado y profundo que recuerda a Proust y que se se bifurca sin fin como un mapa dibujado por Borges.
Así, Murnane cambia el conocimiento por la contemplación: el protagonista teje una elegía de los límites y canta una oda a lo indecible. Echa por tierra cualquier itinerario porque de nada sirven en un mundo cambiante donde para viajar basta levantar la cabeza y dar un suspiro.
Ante la ausencia de lo definitivo, el cineasta podrá desertar de su película: Murnane jamás abandonará el arte. Del vértigo del cambio a la tranquilidad de la introspección, el texto fluirá como lo hará el cineasta: dejando de cuestionar y comenzando a vivir en carne propia la naturaleza. Solo así podrá disfrutar de su vida e iniciar un nuevo proyecto frente a otras dificultades (todo esto con un muy particular sentido del humor). Murnane logra una poética de lo contingente y en Las llanuras la bebemos extasiados sin riesgo de resaca. Estamos listos para recorrer cualquier mundo.
Firmado: Arturo Jiménez Viveros
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