miércoles, 10 de febrero de 2021

Jacqueline Harpman: Yo que nunca supe de los hombres

Idioma original: francés
Título original: Moi qui n'ai pas connu les hommes
Traducción: Alicia Martorell (ed. en castellano) / Anna Casassas Figueras (ed. en catalán)
Año de publicación: 1995
Valoración: entre recomendable y muy recomendable

Parece que últimamente mis lecturas tratan sobre distopías, pues hace poco me sorprendí con «La pared», de Marlen Haushofer, y ahora con este inquietante libro de Jacqueline Harpman. Y ambas novelas guardan similitudes en cuanto a enfoque, pues parten de una situación inicial sorprendente y desconcertante, sin explicación posible ni sentido aparente; estilísticamente también hay semejanzas, pues ambos relatos son escritos sin pausas ni capítulos y están narrados desde una sobriedad que se aleja de buscar el impacto fácil. Interesantes lecturas ambas, que dejan señales a su paso por nuestro recorrido lector y que podrían entenderse desde una concepción opuesta entre ellas, pues allí donde «La pared» trataba de la adaptación de la protagonista ante la incertidumbre, aquí podríamos decir que Harpman busca el inconformismo frente a la situación en la que se encuentra. Ya lo dice la autora en las primeras páginas al afirmar que «mi memoria empieza con la ira»; una ira que la protagonista utiliza para romper el inmovilismo y la resignación a la que la tensa situación podría someterla.

La protagonista de la historia y narradora en primera persona, se nos presenta de entrada en un estado mental que tiende al desánimo, a la nostalgia, a la autoconsciencia de quien echa la mirada atrás para ver qué ha sido de su vida, afirmando con pesar que «he dedicado toda la vida a no sé qué que no me ha hecho feliz» en «esta libertad vacía donde he pasado la vida», admitiendo también, de manera abatida, que «soy la única que puedo decir que el tiempo existe, pero me ha pasado por encima sin que lo sintiera». Y se confiesa con estas reflexiones desde lo que auguramos como un entorno de extrema soledad, aislamiento y desamparo, reconociéndose como alguien de carácter duro, insensible, frío, dándose cuenta, quizá algo tarde, que sí, que tiene emociones y sentimientos, pues de golpe, «estremecida por los sollozos, no tuve más remedio que reconocer, muy tarde, demasiado tarde, que podía sufrir y que, a fin de cuentas, era humana». Ella que «había visto como las mujeres temblaban, lloraban, chillaban, pero yo me sentía ajena a su drama» se encontraba de repente reconociendo, al recordar a una de sus compañeras, que «sentí un desgarro inmenso, estallé en sollozos. Nunca había llorado».

En este escenario, la protagonista nos explica sus recuerdos más lejanos, cuando en edad prepúber se encontraba encerrada en un sótano con otras mujeres, antiguas obreras, mecanógrafas o dependientas, en un lugar inhóspito, limitado y cerrado donde el día a día se resumía en las actividades vitales como comer, dormir y poco más. Allí se recuerda tiempo atrás, encerrada con otras treinta y nueve mujeres desconocidas entre ellas, en una jaula sin paredes, siempre visibles, siempre expuestas, siempre exhibidas en una habitación fría sin muebles ni separaciones, siempre observadas y vigiladas por seis carceleros. Sin opciones de salir, sin opciones de intimidad ni privacidad, sin contacto permitido, tratadas como sujetos únicos individuales, aislados pero juntos, y sin ningún elemento que pudiera romper la estricta rutina impuesta por sus vigilantes. 

Encontrándose en esta jaula, siendo alimentadas (lo justo) con agua y comida, lo básico en cuanto a las necesidades físicas, lo mínimo en cuanto a satisfacer las necesidades emocionales. Sin explicación ni apenas recuerdos, encerradas dentro de una jaula y en sí mismas. Sin noción del tiempo ni de la vida, ni exterior ni tan siquiera sobre la propia, olvidada y sin pasado. No sabemos nada de ellas, ni ellas mismas lo saben o al menos no lo recuerdan, porque no pueden o porque no quieren. Tampoco se sabe por qué están aquí ni cómo llegaron a este aterrador destino. Y una anomalía de la protagonista respecto a las demás, algo que la hacía a sus ojos y a los del resto alguien diferente: ella era joven, muy joven, en edad prepúber; no tenía la regla, ni se suponía que nunca la tendría. Y eso la dejaba inicialmente escorada, emocionalmente apartada, fuera de un círculo muy reducido y aún más estrecho por las condiciones en la que se encontraban. 

Encerradas durante años en esta jaula, sin noción del tiempo, del clima o de las horas, sin saber cada cuando comen ni duermen, siempre vigiladas de forma estricta bajo la mirar de unos guardias que las amenazan con un látigo cada vez que no se comportan como deben; un látigo que actúa únicamente como amenaza, como elemento disuasorio. Y, cuando consiguen salir al exterior (esto es algo que se cuenta en la propia contracubierta, por lo que no revelo nada), aparece la incertidumbre pero también la sorpresa, la angustia, el desencaje en un mundo anteriormente conocido, pero ahora extraño y angustiante y la dificultad en encajar de nuevo en un entorno aparentemente lleno de posibilidades y libertad, algo aún más difícil para quien estaba habituado a ello y tuvo que olvidarlo, algo que la narradora expone, de manera precisa, afirmando en el momento de la liberación, que «a mí me sorprendía menos que a las demás, que habían nacido en un mundo donde las cosas tenían sentido. Yo solo había conocido la absurdidad».

Estilísticamente, el estilo de la autora es de una terrible sobriedad que endurece la narración, sin excesos ni florituras que alteren la percepción de la historia ni por exceso ni por carencia; un estilo ni bello ni acongojante, ajustando plenamente el lenguaje narrativo a la corta edad de la protagonista, ubicando mentalmente el relato en la preadolescencia y adaptando el lenguaje y la visión de lo que sucede a ese momento vital. La narración de la autora brilla en el aporte de información relativa al escenario en el que se desarrolla la acción, pero también en cuanto a la información que comparte, poco a poco, del mismo modo que la narradora descubre un mundo, su propio mundo, interior, donde las paredes no existen, donde los límites son móviles y difusos, siempre sujetos a la capacidad de la imaginación de quien se encuentra encerrado en ellos. La autora sabe transmitirnos perfectamente la sensación de soledad de la protagonista, el desacompañamiento y el aislamiento a la que es sometida por el resto de mujeres por un motivo en apariencia banal, pero terriblemente poderoso: el no querer explicar a las otras mujeres que es lo que piensa. Porque «puede que, asilada por mi edad y por las limitaciones que nos imponían, tenía, como las otras, la necesidad de crearme una ilusión donde meter la angustia». Así, algo tan básico como el silencio o un secreto se convierte, en las mentes de las demás, en lo más cobijado de todo: el hecho de que alguien sepa o piense algo distinto, algo propio, algo suyo en un entorno en el que nada poseen excepto una personalidad que pierde, cada día, cada momento, parte de su menguante individualidad. Ella es la excepción, la diferencia de espíritu y voluntad que la autora constata al afirmar que «las mujeres descubrieron que sobrevivir no era sino la manera de retrasar el momento de morir» y la decepción de descubrir que «había tanta esperanza cuando salimos del sótano, y luego esa disgregación, la renuncia progresiva a esperar nada, una derrota sin batalla que lo había sofocado todo» constatando que estaban «tan irreductiblemente encerradas al aire libre como detrás de la propia reja».

Sin revelar más del argumento, sí diré que la novela conmueve, impacta y estremece, por lo contado y por lo que apunta, pues hay ecos evidentes y paralelismos inquietantes con el nazismo (la autora judía huyó con sus padres durante la Segunda Guerra Mundial y parte de su familia fue deportada muriendo en Auschwitz) pues la absurdidad de la situación en la que se encuentran, sin vidas pasadas, sin aspiraciones ni sueños, con construcciones cárcel como lo fueron los campos de concentración causan ecos que resuenan en nuestras cabezas y al final uno se pregunta el porqué de todo ello, de que sirvió, que propósito había, que esperaban conseguir. 

La novela que ha escrito Harpman es un ejemplo de cómo narrar la dureza sin buscar el morbo, el exceso o la crueldad. La autora deja que sea nuestra imaginación quien añada todos esos elementos y narra sin juzgar, sin posicionarse, desde el relato en primera persona, pero con una distancia que permite que esa persona pueda ser cualquiera. No hay ni un punto en el que la autora se recree en el sufrimiento y, a pesar de la dureza de la situación en la que se encuentran las mujeres protagonistas, su desconcierto, su opresión y su desconocimiento del cómo y el porqué, aflora en el relato un aura vital que vence el desánimo. Sin caer en la monotonía a la que hubiera podido entregarse y abandonarse como muchas de las protagonistas hacen con sus esperanzas y pensamientos, Harpman mantiene la tensión narrativa y el interés con una prosa fluida y de alto ritmo narrativo y nos ofrece un relato que gira en torno al optimismo de quien nada conoce ni sabe, de alguien en quien las ganas por descubrir y entender vencen la resistencia de aquellas personas que, precisamente por conocer, viven apagadas anhelando un pasado que ya no volverá. Así, la protagonista ejerce de tabula rasa a partir de la cual escribir su futuro, sin conocimientos previos, sin apriorismos, sin expectativas, y convertir todos esos elementos en un ejercicio de superación, de atrevimiento, de cuestionamiento y de aprendizaje partiendo de la nada, que a veces es mejor que si se parte de malas costumbres o de vidas desaprovechadas.

6 comentarios:

Lupita dijo...

No hace falta que te lo diga, ¿verdad?
Lo quiero leer pero ya. Me ha recordado mucho (además de a Cárdeno adorno)cuando vi "El cuento de la criada", que quería saber cómo acababa, y, al mismo tiempo, no podía seguir. La dejé tres veces, y la terminé pasando partes, porque la segunda temporada es de una crueldad inaguantable.

Me pregunto si este libro no será demasiado.

Saludos

Marc Peig dijo...

Lo suponía, Lupita ;-)
No, no es demasiado, no es excesivamente duro (bueno, duro es, pero no abunda en ello). O he leído lel cuento de la criada”, pero sí visto toda la serie y el libro no es tan duro. Diría incluso que es menos duro que “La pared”, pues hay algo en él que invite a la disconformidad y tiene un punto de optimismo y ganas de salir adelante. Y engancha, eso sí.
Ya me contarás!
Saludos y gracias por comentar la entrada.
Marc

Marc Peig dijo...

Aprovecho para decir aquí un par de cosas que creo interesantes: no sé cómo un libro como este, escrito en 1995, haya pasado desapercibido hasta ahora en nuestra tierras. Misterios del mundo editorial, supongo.
La otra cosa es que, los que la leáis con el prólogo que hay en algunas ediciones (la catalana y la inglesa al menos) leáis el prólogo al final, puesto que cuenta algo demasiado a mi entender.
Saludos
Marc

Lupita dijo...

Hola de nuevo, hoy estoy trabajando desde casa XD..

Desde mi época universitaria, adopté la costumbre de leer el prólogo al final porque suele condicionar mucho la lectura de una obra. Digamos, por ejemplo, que si antes de leer "San Manuel bueno, mártir", se lee un prólogo que habla de la vida del autor y poco más, no condicionará la lectura como si el prólogo es un elogio desde un punto de vista cristiano o todo lo contrario.

El caso de "El cuento de la criada" es curioso. Yo leí la novela, que como amante de las distopías, me gustó mucho, y la serie no me gustó tanto. Es una versión más bien libre en algunos aspectos, y en la segunda temporada se les fue de las manos el morbo, por lo que recibieron muchas críticas. La tercera temporada se suavizó bastante, teniendo en cuenta el criterio del público. Como curiosidad y guiño a la autocensura, me ha apetecido contarlo.

Hasta otro día

Unknown dijo...

¡Magnífica reseña!

Marc Peig dijo...

Muchas gracias, anónimo/a. Celebro que te haya gustado.
Saludos, y gracias por tu comentario.
Marc