viernes, 17 de mayo de 2019

Helen Pilcher: Que vuelva el rey

Idioma original: inglés
Título original: Bring Back the King
Traducción: Mariola Cortés-Cros
Año de publicación: 2017
Valoración: Recomendable (‘Muy’ para interesados en el tema)

Confieso que desde hace mucho ardo en deseos de utilizar esa fantástica etiqueta de Reseñas con las que me juego el cuello ¡Qué valentía! ¡Qué fortaleza de carácter! Bueno ¡y qué puntito de exhibicionismo tan encantador! Pues mira que me ha faltado poco para colocarla justamente en esta reseña, y es fácil de entender: fíjense en la cubierta, presten atención al título, y consideren el subtítulo La nueva ciencia de resucitar especies. O sea, todos los boletos para un artefacto pseudocientífico presentado seguramente por uno de esos divulgadores/as que escriben libritos para profanos, que acompañan al periódico dominical. Y encima, con un evidente tono relajado y bromista. ¿Todo eso merecía siquiera una reseña en ULAD, y además estaba tentado de ponerle un Muy recomendable? Pues sí.

Hace unas pocas semanas un estudio científico daba a conocer que en en los próximos años (no sé si era un siglo) habrán desaparecido de la Tierra un millón de especies. Bien, pues el término clave de este libro es precisamente desextinción, un palabro que bien hubiera podido servir de título, aunque pareciese una novela de ciencia-ficción serie B. La desextinción es obviamente la teórica posibilidad de retornar a la vida especies extinguidas por vía de la manipulación genética o la clonación de fósiles o ejemplares conservados de alguna forma. Es el concepto sobre el que gira todo el libro, y que Pilcher presenta mediante unos cuantos ejemplos, de forma amable y a veces entrando de lleno en lo humorístico, y siempre explicando, con el detalle posible en un texto divulgativo, las diferentes técnicas y sus dificultades.

Como, planteado el asunto, a todos nos viene de inmediato a la cabeza el Parque jurásico, Pilcher empieza justamente por ahí, por la posibilidad de desextinguir por ejemplo el T-rex. Pues bien, no era tan sencillo como sacarle la sangre deglutida al mosquito atrapado en el ámbar. Este primer supuesto sirve para exponer las que a grandes rasgos serían las dos vías para acometer la tarea: recuperar el ADN del bicho e implantarlo en un pariente cercano actual, o manipular el genoma de este último para crear algo con características parecidas al modelo (si alguien domina un poco estos temas, pido perdón por la explicación seguramente cutre). Estos dos son los caminos a seguir en todos los casos, y la autora descarta ambos de forma categórica en el caso de los dinosaurios, ya lo siento.

Se interna después el libro en casos digamos un poco menos extravagantes de especies extinguidas (o extintas?) más recientemente, algunas más reconocibles (el mamut lanudo, o el dodo), y otras de las que un servidor no había oído hablar jamás (la paloma pasajera americana, el tilacino de Tasmania o la rana de incubación gástrica. Bueno, esta última merece un comentario adicional, porque tiene la peculiaridad de vomitar a sus crías, a las que gesta en su sistema digestivo, que tiene guasa).  Y se detiene también en el único caso en que por lo visto llegó a prosperar uno de estos experimentos, el del bucardo, una especie de cabra de los Pirineos, que científicos españoles consiguieron reproducir… aunque su vida durase apenas unos minutos.

Pero el rey por cuyo regreso clama el título no era el emérito que todos conocemos, sino el del rock, Elvis, a quien Pilcher toma como sarcástico objeto de una posible ‘desextinción individual’ humana. O sea ¿se podría recuperar a un humano en concreto a partir de su ADN? Creo que esto ya se ha planteado en alguna otra obra de ficción, no recuerdo. Pero lo que parecería más chusco de todo el libro constituye en realidad su parte más interesante, porque por ahí se interna la autora en asuntos de mucho calado, no solo (o no tanto) científico, sino ético, y lo hace siempre de forma amena pero también muy clara y exponiendo opiniones de mucho peso.

La cuestión central es la individualidad genética. Cada ser humano se diferencia de cualquier otro sin parentesco directo en millones de variantes genéticas. Como el ADN de un ser sin vida siempre presenta errores o ‘huecos’ sin que se sepa cuáles de ellos son fundamentales, resultaría imposible clonar a un individuo concreto. Pero, aunque ese obstáculo fuese salvable, todavía sería necesario reproducir por entero el entorno (familia, educación, contexto social, etc.) y, aún así, sería completamente imposible evitar hechos fortuitos que alterasen el desarrollo del clon, y que de hecho van dejando huella en el propio ADN (epigenética). Explica Pilcher con detalle los bastante conocidos estudios realizados sobre gemelos genéticamente idénticos para ilustrar la importancia de lo adquirido, que no debe desconocerse frente a lo innato.

En mi opinión es, como decía, la parte más interesante del libro. Lo que importa no es ya el ejemplo humorístico de Elvis, ni siquiera la evidencia (tranquilizadora, creo yo) de que no se pueda copiar seres humanos determinados, sino cómo a lo largo de unas cuantas páginas vamos obteniendo información digamos autorizada sobre la individualidad, el carácter irrepetible de cada persona, con sus propios códigos, muchos heredados, de serie, y otros muchos grabados por el tiempo, por azar o por la interacción con otros. Impresiona un poco eso que podríamos llamar unicidad de cada ser humano, desde luego da que pensar y, coño, si ustedes me permiten, me parece hasta un poquito emocionante.

A lo largo del texto en distintas ocasiones se va preguntando la autora ‘si podemos hacerlo, ¿deberíamos hacerlo?‘ Es decir, volviendo al mundo animal, ¿se debería intervenir para recuperar a especies desaparecidas? ¿aún considerando los posibles riesgos, qué aportaría? Hay montones de argumentos, en mi opinión muy juiciosos, que se van desgranando respecto a cada una de las especies analizadas, y no se crea el lector que esta señora Pilcher defiende alegremente la aplicación de estos avances científicos. Al contrario, muestra mucha cautela y sentido común, y se puede decir que apenas se posiciona a favor en uno o dos de los casos expuestos (no, ni Elvis ni el T-rex). Aquí ya, por ir terminando, entran en juego por supuesto criterios científicos y ecológicos, pero también, entiendo yo, opiniones en el entorno de la ética o sobre la posición del ser humano en el planeta. Por mi parte, qué quieren que les diga: en general, creo que cuanto menos intervengamos en el trabajo de la naturaleza, mucho mejor. Pero eso ya que a la opinión de cada uno. Se puede discutir, si ustedes quieren.

4 comentarios:

Diego dijo...

Buena reseña.
Cuando empecé a leerte me puse pronto a la defensiva, suponiendo que iba a ser un libro para negacionistas con ganas de burlarse de los que creemos que somos parte de la naturaleza y no los hijos de Dios, pero por suerte veo que no es el caso.
En cambio, parece que la autora ha encontrado una manera de divulgar para todos los públicos y, por tanto, acercar la ciencia. No creo que a los granjeros europeos que tuvieron que quemar sus vacas locas le hagan gracia los chistes sobre biotecnología, pero bueno, reírse siempre está bien. Además, si como lector has extraído del libro mucha información que te lleva a plantearte cosas o, simplemente, a sorprenderte, comprendo el muy recomendable. Y supongo que lo compartiré si lo leo.

De todas formas, supongo que si al lector lo que realmente le interesa es la extinción de las especies deberá complementar una obra como esta. Al respecto, y aunque ya lo he hecho antes, yo siempre recomiendo, también para todos los públicos, La sexta extinción de Elizabeth Kolbert, que no se centra en lo que podemos hacer para revertir una situación, sino, en lo que significa llegar previamente a esa situación.
No es que el libro sea un gran trabajo científico revelador, también es el de una periodista que, simplemente, se sorprende ante algunos datos científicos sobre la velocidad de extinción de los anfibios y recorre el planeta entrevistando a científicos que trabajan en conservación o investigación sobre el tema. Muy ameno y, también, con mucha información sobre la historia de las extinciones, lo que significan, y nuestro papel en el asunto. (SIGO)

Diego dijo...

Aquí es donde te voy a responder a la última pregunta que haces porque soy de los que me gusta discutir, je.
Intervenir, lo que se dice intervenir, es cambiar el modus operandi que te está llevando a una situación determinada. Esto, o sea, revivir a los mamuts, aunque intervendría drásticamente en las leyes naturales, es una continuidad a nuestro autoproclamado cargo de dioses del planeta, es un romper y volver a armar en el que solo damos importancia al sujeto que juega: nosotros.
Yo creo que intervenir es otra cosa. Al menos, éticamente, intervenir en nosotros mismos sería más digno.
Esto se puede ilustrar con un caso de conservación en el que intervenimos sin llegar a meternos directamente con las células, el del rinoceronte sudafricano al que ahora mutilamos para que no desaparezca cortándole el cuerno. A primera vista uno encuentra aquí muchos problemas éticos: el actuar sobre la víctima y no al revés; el hecho de que un rinoceronte sin su cuerno es otra cosa distinta al rinoceronte como tal, etc. En cambio, desde que hacemos esto se ha disminuido su desaparición.
Acá es cuando uno no sabe si aplaudir o si llorar. Intervenir hubiera sido el que los cazadores furtivos tuvieran otro modo digno de ganarse el pan y, en primer lugar, que los multimillonarios cutres rusos y asiáticos entiendan que no se les va a parar el miembro cinco horas seguidas por beberse el cuerno ni tampoco es una muestra de poder digna de orgullo para tener sobre la chimenea.
Esa intervención sería sobre nosotros y hubiera dejado al rinoceronte con su cuerno.
Ahora, podemos seguir cortando cuernos, comprando cuernos, y pagando después biotecnología que haga resucitar a esos bichos a los que les sacábamos el cuerno.
A mí me parece un juego de tontos.

Cazamos jabalíes o no cazamos jabalíes? Un animalista o un ecologista más emocional que racional, te dirán que no. Dejemos que la naturaleza se regule sola.
Un ecologista racional o un ambientologo te dirán que sí, hay que cazar al jabalí porque si no lo controlamos es un desastre ecológico.
Ambos grupos coincidirán en que el problema inicial no es la reproducción del jabalí, sino, nuestro urbanismo que le quitó espacio a él y a sus otros depredadores.

A lo que voy, intervenir ya no se trata de si nos metemos o no donde no nos llaman ante problemas ajenos.
Intervenir es ya cuestión de si nos hacemos cargo del problema causado por nosotros mismos. Al respecto de las posibilidades de la biotecnología en este campo, entiendo que la autora tenga reservas, si uno se adentra un poco en biotecnología o nanotecnología es normal que salga asustado. Como siempre, no por las tecnologías en sí mismas, más bien por saber que están en nuestras manos. El Principio de Responsabilidad de Jonas no puede nunca ser descartado, ya lo hemos hecho durante mucho tiempo y el experimento, en términos de biodiversidad no salió nada bien.

Un saludo y gracias por la reseña y poder "aportar" algo.

lupita dijo...

Hola:

A algunas personas la velocidad a la que todo cambia ya nos supera; y somos incapaces (o no queremos, todo hay que decirlo) de adaptarnos a cambios tan constantes. Con esto quiero decir que el propio sistema en el que vivimos inmersos, tan rápido, con la búsqueda permanentte de lo productivo y útil, está interviniendo en nosotros mismos, produciendo nuevas enfermedades y desajustes emocionales. Y los animales no pueden defenderse como nosotros. No sólo, como dice Diego (ante el que me quito el sombrero)hemos cambiado su hábitat e intervenido total y absolutamente en todos sus aspectos vitales, sino que decidimos qué es de ellos en función de la utilidad que tiene su presencia en nuestro mundo.

No me parece pecar de excesivo alarmismo el decir que la "desextinción" de
algunos animales sólo serviría para satisfacer el ocio o las más abyectas de las pasiones de unos cuantos.

Enhorabuena por la reseña, y a Diego por su dialéctica.
Saludos

Carlos Andia dijo...

Hola a los dos.
En primer lugar, puntualizar que me tranquilizó bastante saber que la autora del libro es bióloga molecular o algo así, es decir, una científica y no una simple aficionada estusiasta, que es lo que me temía a primera vista.
En cuanto al tema de fondo, como decía en la reseña, en mi opinión la intervención del ser humano debe ser mínima, no solo en lo digamos negativo (contaminación, agresiones, caza indiscriminada, presión urbanística) sino también en lo que pudiera considerar positivo, como es el caso de la hipotética recuperación de especies extintas. A lo largo de la Historia, las especies han ido desapareciendo por muy diversas causas y la naturaleza va reajustando el equilibrio una y otra vez, por lo que recuperar una especie extinguida puede ser interesante desde el punto de vista de la biodiversidad, pero supone una nueva alteración de ese equilibrio. Yo creo que es preferible dejarlo como está.
Cosa distinta puede ser cuando hablamos de especies extinguidas o en peligro por la acción directa del hombre (el rinoceronte que decía Diego, por ejemplo). No se puede ignorar que el ser humano es un actor más en el ecosistema, tiene necesidades de alimentación, alojamiento o desplazamientos, y hay siete mil millones de individuos. En este sentido, está claro que presionamos al resto de especies y muchas veces les causamos un daño que se debería evitar o minimizar. Pero tampoco podemos pretender que somos muy malos porque depredamos o porque mantenemos a distancia especies que nos molestan, eso lo hacen todos los seres vivos. Lo que no es admisible es el daño causado por mera diversión o para fines que nada tienen que ver con la subsistencia, ni siquiera con el bienestar. Y en estos casos sí estaría de acuerdo en que se recurra a medios artificiales para evitar la extinción de una especie, o para recuperarla si fuera posible. Estaríamos simplemente reparando lo que hemos dañado sin necesidad.
Saludos y gracias por participar.