sábado, 11 de agosto de 2012

Estampas veraniegas: Leer durmiendo

Hace quince días encontré un libro. Flotaba en el estanque de una de las plazas de este pueblo. Lo saqué con cuidado y lo dejé en el verdín, secándose, mientras leía mi propio libro en un banco cercano, a la sombra. Justo detrás, se encuentra la puerta de un pequeño hostal playero y enseguida me vi rodeada por un trasiego de maletas, perros y canarios, propiedad de una familia que se estaba bajando del coche. Era mediodía. En la tele habían dicho que las temperaturas de esta zona superarían los 40. Los que pasaban a mi lado se derramaban encima el agua de las botellas y antes de doblar la esquina ya habían acabado de secarse. Yo lo miraba todo sin dejar de leer. Era curioso, cuanto más me concentraba en la novela mejor registraba lo que ocurría a mi alrededor, pero a mí me parecía de lo más natural. No dejaba de beber, de leer, de pasarme el pañuelo por la frente. El surtidor del estanque y yo competíamos por ver quién derramaba más agua. Al rato me acerqué para echar un vistazo al libro. Estaba  seco. Sí.

Guarde el mío en el bolso, estaba cansada de él. Me hacía subir la fiebre y ya era suficiente con la temperatura que marcaba el barómetro. El nuevo, en cambio, irradiaba la frescura del agua que había absorbido y, como había sido tan cuidadosa al sacarlo del agua, se diría que acababa de salir de la tienda. En cuanto llegué a  la sombrilla lo examiné con atención. Había perdido las portadas y algunas hojas del principio pero el texto se conservaba entero, de la primera página a la última.

Me fui a nadar un par de horas y volví dispuesta a devorarlo. No hubo forma, la luz era ya escasa y en la playa no quedaba nadie. Eché a andar sujetándolo bajo el brazo con fuerza pues tenía miedo de perderlo. Supe así que narraba el peregrinaje emprendido hacía tiempo por un grupo de gente que mermaba sin cesar, pero evitarlo resultaba imposible. Caminaban a través del tiempo y del espacio, para descansar se instalaban en la mente de los que dormían, luego reanudaban la marcha por una pendiente cuya cima albergaba algún misterio. Cualquier lectura es un viaje, pensé, y arrojé el libro al asiento de atrás.

La puerta del coche aún ardía y, al sentarme, el plástico quemaba tanto como la placa de un horno, pero en cuanto el libro cayó noté un ambiente mucho más fresco. Aparqué frente a mi casa, abrí la puerta de atrás para recogerlo y vi que había desaparecido. Busqué en el suelo pero allí no había nada. No me sorprendí: desde el principio supe que se trataba de un libro volátil, tuve que leerlo por ósmosis pues intuía que no me iba a dar tiempo a más.

Encontré una caja cuadrada de algún metal brillante en el felpudo de la puerta cuando salí a apagar la luz del porche. Dentro había una masa oscura, una especie de carbonilla fina. Metí la mano y en la palma encontré cientos de letras que se fundieron en cuanto les tocó la luz. En el interior se formó una gelatina que fue solidificándose quedando convertida en una preciosa ágata negra. Comprendí que se trataba de la esencia narrativa, un tesoro inapreciable, y que, por la razón que fuese, me había elegido a mí. Se me había concedido un privilegio, con pasos ceremoniosos la llevé hasta mi mejor estantería y la coloqué en el lugar de honor. Si alguno no me cree puede venir a comprobarlo.

Al día siguiente decidí empezar otro libro. El que había quedado a medias no servía más que para dar calor.

3 comentarios:

Francesc Bon dijo...

Está claro que algunas de estas estampas veraniegas van a servir para mostrar lo que a veces esconden los colaboradores: capacidad de ensoñación o de imaginación; inducidas, supongo, por el exceso de lectura. Si es que existe el exceso de lectura, claro.

Paula dijo...

No tiene mucho que ver, pero tu entrada me lo ha recordado... ¿No os pasa, cuando véis a alguien leyendo en un sitio público, que necesitáis saber qué está leyendo, y hacéis todo tipo de maniobras incluso un poco vergonzosas para descubrirlo?

Estoy convencida de que mucha gente ha pasado miedo creyendo que merodeaba para robarles la cartera... ;-)

Montuenga dijo...

A mí me pasaba en el metro (cuando viajaba en metro) con los que se sentaban a mi lado o enfrente pero es difícil hacerlo sin mosquar al personal. Obviamente, no pensaban que les fuera a quitar nada pero, o creían que aprovechaba para leer a la vez que ellos o les molestaba que supiera lo que leían, porque enseguida empezaban a hacer movimientos para alejar el libro de mí. Así que no merecía mucho la pena porque casi siempre me quedaba con las ganas de saberlo.