Idioma original: español
Fecha de publicación: 1990
Valoración: muy recomendable
El título probablemente sea lo menos acertado de esta pequeña delicia. La solapa de la contraportada nos aclara que el libro pertenece a una serie en la que prestigiosos escritores tratan de recrear un determinado momento en la historia de una ciudad. Está, por ejemplo, Moscú de la Revolución, de Vázquez Montalbán, o Londres victoriano de Juan Benet. Tiene pinta de que los autores no tuvieron mucho que decir en estos títulos, que son como de guía turística encuadernada en cuero. En el caso que nos ocupa, además, Casanova no aparece más que en un par de menciones sin importancia, y ni falta que hace.
Félix de Azúa completa aquí un mordaz retrato de la Venecia del siglo XVIII. Supongo que la mera declaración de intenciones aterrará a quienes la Historia les parezca la ocupación más tediosa inventada por el hombre. No se equivocarán si le dan un voto de confianza en este caso. El autor no nos incordia con fechas ni genealogías, sino que dedica todo su esfuerzo a representar ante nuestros ojos la vida cotidiana de aquella ciudad única, que el mundo contempló con la mezcla de fascinación y morbo con que se observan los monstruos.
En el XVIII Venecia era una especie de fósil de su propia extrañeza: anclada en sus viejas tradiciones, cerrada a cal y canto a los vientos modernizadores de la Ilustración y la industria, Venecia, sin embargo, no se parecía en nada a ese Antiguo Régimen que se desmoronaba en Europa. No fue nunca una monarquía hereditaria, sino una república oligárquica; no conoció el feudalismo, puesto que sus nobles apenas poseían tierras, y su principal ocupación fue siempre el comercio, actividad menospreciada en el resto de países. Félix de Azúa expresa sucintamente esta rareza con un solo ejemplo: los caballos tenían prohibida la entrada a Venecia, y todas sus guerras eran marítimas, así que el gobierno de la Serenísima tuvo que montar un picadero para que los nobles venecianos aprendieran a montar y no hicieran el ridículo en cortes extranjeras.
El imperio comercial veneciano estaba ya en ruinas en el XVIII, pero a pocos parecía importarle. Sus patricios seguían ocupados en burdeles, casinos y pequeñas intrigas, con mayor ardor cuanto menor era su papel en el teatro europeo y más cercano su fin. La ciudad vivió una larga y dorada agonía entre suntuosas ceremonias de Estado y bailes de Carnaval, cerrando tozudamente los ojos a la realidad, hasta que ésta, bajo la figura bajita y fofa de Napoleón, se encargó de abrírselos de sopetón. Félix de Azúa nos ofrece una documentada descripción de esta larga y lujuriosa decadencia con una prosa irónica y elegante, sin un solo fallo.
También de Félix de Azúa: Historia de un idiota contada por él mismo.
Imagen tomada de aquí; autor: Mestska.
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