Hace unos pocos días, Sergio Parra, uno de los autores que contribuyen a Papel en Blanco (blog, por lo demás, muy recomendable) publicó una entrada titulada "Si no lo entiendes así, es que no entiendes lo que lees", que me indignó: me pareció simplista, manipulador e insultante (y así se lo hice saber a través de un comentario en el propio blog). Básicamente, y a partir de su propia experiencia, el autor atacaba a los críticos académicos, a los que calificaba de "gafapastas pedantes", por pretender imponer una lectura única de los textos, y utilizar interpretaciones alambicadas o esotéricas para apropiarse de la autoridad del acceso a los textos (bueno, esa es la idea, aunque en otras palabras).
Lo malo no es el texto en sí, sino el hecho de que refleja (y así lo manifiesta también la primera comentarista a la entrada) un descrédito generalizado de la crítica -en este caso literaria, pero también musical, cinematográfica, artística, etc.-, tanto lo que podríamos llamar "crítica divulgativa" (o quizás "opinativa") como la "crítica académica". Ya Edward Said, en un texto de 2005, recordaba la "larga historia de ataques a los críticos como desagradables bestias ruidosasque no hacen más que quejarse e inventarse palabras pedantes". Como coincide que la crítica forman parte de mi trabajo y de mis aficiones, creo que es justo y necesario -casi imprescindible- defenderlas.
Porque, sí, los críticos somos necesarios: porque somos lectores experimentados y por lo tanto, no por gracia divina sino por formación y experiencia, podemos apreciar las obras literarias con otros ojos (y seguir disfrutando de ellas, faltaría más). Porque los críticos (opinativos o académicos) no nos despertamos un día y decimos: "voy a destrozar hoy esta novela porque me he despertado con acidez". O al menos, no deberíamos hacerlo. Puede haber, creo que esto es innegable, un contenido subjetivo, lo que llamamos "gusto", en la crítica literaria; pero eso no cubre, ni con mucho, toda la extensión de la crítica, que también debe incluir el análisis detenido, el sentido crítico (no necesariamente destructivo), la visión de conjunto, la contextualización...
Esto es, creo, todavía más claro en la crítica académica, dedicada a iluminar los textos desde distintos puntos de vista más allá del mero gusto estético: a comprender su papel en un cuadro más amplio (literario, cultural, histórico, sociopolítico); a relacionar unos textos con otros, y la literatura con otros ámbitos y sistemas culturales y humanos; a analizar su textura lingüística y su contenido, incluso aquel (sí, también) que no era visible para el propio autor ni para los lectores coetáneos.
Para poder realizar estas tareas, los críticos académicos (permitidme que me incluya) dedicamos muchos años de nuestra vida a formarnos, de manera que es evidente que cuando nos enfrentamos a un texto tenemos herramientas conceptuales, metodológicas y propiamente literarias de las que carece el lector medio. Esto no desacredita al lector medio, pero sí nos convierte a nosotros en especialistas en lo nuestro; una autoridad que no nace de la nada, sino del conocimiento largamente adquirido y la capacidad (hasta cierto punto intuitiva, pero también entrenada y trabajosa) para comprender los fenómenos literarios desde perspectivas muy distintas.
Nada de esto anula el disfrute de la literatura. Un mejor conocimiento de la Edad Media y del primer Renacimiento no te hará disfrutar menos de La Celestina, sino al revés; saber analizar las técnicas narrativas de un texto multiplica el placer de muchas novelas decimonónicas; conocer la genealogía del género del soneto no hace que los de Miguel Hernández sean menos conmovedores. Como críticos (divulgativos o académicos) no somos impermeables al placer de leer (si lo fuéramos, no nos dedicaríamos a la literatura); pero tenemos el derecho, y el deber, de reivindicar otros accesos posibles a los textos; y de defender nuestra labor como expertos en este campo.
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