jueves, 31 de marzo de 2022

Gioconda Belli: Las fiebres de la memoria

 Idioma original: español

Año de publicación: 2018

Valoración: Recomendable


Todos recordamos nombres de escritores que supieron combinar acción y literatura, de las escritoras que han hecho lo mismo apenas se habla, pero haberlas haylas: sin ir más lejos, la autora de esta novela, que ha destacado también en poesía y a la que conocía sobre todo por su activismo. Como sabemos, fue miembro del Frente Sandinista, ocupó varios cargos políticos cuando el movimiento accedió al poder y desde mediados de los 80 se dedicó exclusivamente a escribir. Su obra poética y narrativa es extensa y de una calidad indiscutible. La verdad, no me esperaba tanto, desde el uso tan particular de recursos novelescos y biográficos, hasta la exhaustiva documentación que, en lugar de abrumarle o de refugiarse en ella para inventar lo menos posible, (dos extremos en que se cae con demasiada frecuencia) le sirve de motor para urdir una trama la mar de atractiva protagonizada por un personaje cuyo carácter monolítico evoluciona y, empujado por las circunstancias, muestra una versatilidad tan inimaginable en un principio como convincente. El personaje existió, vivió en el siglo XIX y parece ser un antepasado auténtico de Belli, el truco del manuscrito encontrado está ya muy visto, pero solo lo usa en el Epílogo y con bastante gracia, por cierto. Sabe que no la creemos, pero un par de páginas más allá, valiéndose de los Agradecimientos, aclarará cómo se gestaron realmente estas falsas memorias. Y no les voy a contar lo que ocurre porque aquí la sorpresa tiene su importancia, adelanto que la trama es compleja, de fácil lectura y muy entretenida, que cuenta con abundantes y variados elementos folletinescos tan bien manejados y dosificados que no le restan categoría, al contrario. Me concentraré, pues, en sus puntos fuertes que son todos, en realidad, pero que intentaré resumir en diez por usar un número redondo.

El protagonista es, nada menos, que el duque Charles Laure Hugues Théobald Choiseul de Praslin, personaje real, heredero de una rancia dinastía francesa como se puede apreciar por la ristra de nombres que le adornan, y del castillo de Vaux-le-Vicomte, en las cercanías de París. Este noble se ocupaba de las tareas propias de su rango, como mantener la reputación de su estirpe, aumentar la suntuosidad de su mansión, jardines incluidos, traer nueve hijos al mundo (de momento), disfrutar de la compañía de la institutriz y poco más. Conviene saber que Belli le convierte en narrador y gracias a ese privilegio puede adelantarse a cualquier reproche que podamos hacerle, que serían unos cuantos. La acción comienza a mediados de siglo con un suceso muy grave que le conduce a un suicidio fallido primero y más tarde en fugitivo con la ayuda del rey Luis Felipe I de Orleans. Como no puede resucitar impunemente está condenado a vivir oculto, más o menos como el conde de Montecristo, al que se menciona varias veces, excepto por los deseos de venganza. Comienza así el ciclo de las aventuras que acabarán transformando su personalidad y le llevan de un país a otro: Inglaterra, Estados Unidos y, finalmente, Nicaragua. Gracias a estos viajes conoce a personajes relevantes de aquel tiempo, presencia avances científicos y sucesos conocidos y tiene al lector constantemente en vilo al contagiarnos su temor a ser descubierto. Esto, unido a lo incierto de su destino –ya que de repente no es nadie, un vagabundo sin oficio, beneficio ni lugar dónde vivir y, para colmo prófugo– añade un plus de intriga que se va manteniendo mientras nos preguntamos cómo se las arregla para vivir como un marqués. Sabemos quién le ayuda, pero esa adicción al lujo nos maravilla: salvando las distancias, podríamos compararle con nuestros pícaros.

La familia ocupa un lugar fundamental. En ella se produce la catástrofe y, aunque Praslin se mueve solo por el mundo nunca se desvincula de afectos y rencores, tampoco de castillo, posición y hasta de ayuda de cámara, que añora a menudo; aunque encuentra compañeros ocasionales nunca pasan de amistades efímeras, su mayor compañía es la memoria, la nostálgica y la que conlleva unos remordimientos que plantearán los primeros conflictos éticos, luego vendrán otros muchos, tanto ajenos como propios, que presentan dilemas interesantes resueltos, en general, con códigos distintos a los nuestros. Aún así, es evidente que la novela pertenece a este siglo, ya que no es fácil ocultar toda una trayectoria ideológica y cultural y la autora, de vez en cuando, aparece tras sus personajes. No demasiado a menudo, es cierto, y resulta bastante efectiva esa forma de retratar con solo unos cuantos rasgos, aunque a veces se caiga en el cliché, pero es que el interés de cada uno de ellos radica exclusivamente en su relación con la figura principal ya que como entidades independientes no tienen ninguna relevancia. Esto se aplica tanto a los personajes inventados como a los históricos, cuya intervención por cierto está estratégicamente situada añadiendo interés y credibilidad a la acción. Transitamos por los grandes acontecimientos, inventos y convulsiones de la época, también por la geografía, sostenida por abundantes datos y vívidas descripciones. Ambas, más que telón de fondo, condicionan directamente la narración. 

Y llegamos al desenlace, que además de parecer forzado reúne los grandes tópicos novelescos haciendo desmerecer un poco el conjunto. Sin embargo, ocurrió así, el duque, finalmente, sentó la cabeza de nuevo y tuvo otros seis descendientes, que añadidos a los nueve anteriores… Sumen ustedes. Eso suponiendo que la información que ha recogido la novelista sea tan verídica como ella supone. No es que desconfíe, pero suena tanto a las fábulas de siempre.

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