Mi infancia son recuerdos de libros de los Hollister (qué cursis parecen releídos más tarde), de Los Tres Investigadores, de la colección Barco de Vapor, de Elige tu propia aventura, de la colección juvenil de la editorial SM. También, algo más tarde, y por temporadas, literatura fantástica (la saga de la Dragonlance, por ejemplo) y de ciencia ficción, a la que mis padres eran bastante aficionados.
Mi paso a la juventud literaria estuvo marcada por dos libros que me regalaron: uno de Monterroso y otro de Chejov. Mi reacción inicial, propia de un adolescente, fue de rechazo: los cuentos son para niños, pensé, los adultos leen novelas. Afortunadamente, vencí aquel rechazo y los leí. Aquello no eran cuentos para niños, aquello era otra cosa. Así se me abrió todo un mundo.
Tuve luego fases monotemáticas: durante una época solo leía a Buero Vallejo, a Cela, a Delibes; durante otra, a Borges, Cortázar, García Márquez (que me impactaron más que Buero Vallejo, Cela o Delibes, todo hay que decirlo). Cuando llegué a los dieciocho años, pensé que sabía algo de literatura; luego un día me vi en medio de una comida con escritores que hablaban de otros escritores, y descubrí que no sabía nada de nada.
Si Monterroso y Chejov me abrieron un mundo, Faulkner me mostró que ese mundo puede contarse de otra forma. Leer ¡Absalón, Absalón! (el primer libro suyo que encontré por casualidad en casa) fue un shock. Nunca había leído nada como aquello. Pocas veces he leído un libro que me haya impresionado tanto.
Aprendí mucho durante los años de la carrera, no siempre de los profesores. El aprendizaje con mis compañeros de clase y del Taller Literario de la universidad era más próximo, más vivo, más significativo (como ahora se suele decir). Así, en aquellos años descubrí a los simbolistas franceses, a Galeano, a Brecht, a Kundera. Benedetti y Neruda eran nuestro pan de cada día: organizábamos recitales de poesía amorosa o social con música de Silvio Rodríguez y cada vez menos público.
Fueron también años de leer a los clásicos, desde Homero hasta los novelones realistas del XIX: años de intentar ser enciclopédico, de intentar leer lo que hay que leer. También mi trabajo me obligaba a leer (o releer) ciertos textos: así me enamoré del Lazarillo, el Quijote o el primer acto de la Celestina (de los actos siguientes ya no tanto)
El lector que soy ahora es (en parte gracias a, por culpa de, Un libro al día) algo diferente: intenta leer más literatura contemporánea (amor eterno a Philip Roth, Auster, Coetzee), más literatura española actual (Cercas y Vila-Matas bien; Marías mal), más literatura vasca (Saizarbitoria, más que Atxaga). Tengo mis filias (la novela policiaca, en especial Camilleri) y mis fobias (¡Murakami!), pero no digo que no, a priori, a casi ningún libro.
Eso sí, confieso que al lector que ahora soy a veces le gustaría poder volver a leer como cuando tenía diez años, trece años, dieciocho años, con esa inocencia y esa pasión absoluta. Y no siempre lo consigue.
2 comentarios:
Mi mayoría de edad literaria la alcancé con 17 años, cuando tras un viaje a América con de la Quadra Salcedo llegué con tal avidez de Iberoamérica que me devoré en una semana Cien Años de Soledad, y me di cuenta de que los libros de la estantería de mis padres no tenían por qué ser aburridos.
De la mano de los autores del boom latinoamericano me hice lector adulto. Con ellos aprendí a leer y gracias a ese aprendizaje se me han abierto mil puertas que siguen tentándome, porque la pila de volúmenes sobre mi mesilla de noche lleva décadas sin parar de crecer...
Absalom, Absalom, ese libro me golpeó con toda su potencia. Faulkner me abrió los ojos y me enseñó un mundo que giraba sobre sí mismo hasta arrancar la carne a sus personajes y mostrar su alma...
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