miércoles, 5 de marzo de 2014

Biografías lectoras: El tesoro bajo llave

En la casa donde viví de niña no había estanterías sino aparadores, los libros, como he contado aquí alguna vez, se guardaban en un armario con las puertas de madera y una llave de tres vueltas: no quedaba ni el consuelo de contemplarlos a través del cristal. En contrapartida, cuando ese mundo mágico se abría, teníamos acceso a todos los libros que había en casa. Mis lecturas de entonces, salvo Alicia en el país de las maravillas, se reducían a cientos de tebeos y narraciones dirigidas exclusivamente a niñas, es decir, no eran nada literarias; los autores de calidad no solían acordarse del público infantil, al menos yo no tuve acceso a ellos, aunque recuerdo un librito curioso,  –bastante grueso pero de un tamaño minúsculo– que titularon Las tres manzanas no sé por qué, en realidad se trataba de Las mil y una noches nada menos, como he comprendido más tarde. Si alguien conoce el motivo de ese extraño título le quedaré eternamente agradecida.

A mí nadie me obligó a leer nada. Ya en el instituto, en lugar de recomendar grandes obras literarias, las condensaban en antologías que variaban con el curso. Encontrar productos de primera fila en cómodas píldoras de dos o tres páginas no agobiaba a nadie, todo lo contrario, a mí me sabía a menos que poco. Ser adulta significaba tener acceso a todas aquellas maravillas y yo lo estaba deseando.

Solía comer con un libro en las rodillas y bajaba la vista en cuanto se despistaban los adultos. ¡Por supuesto que era una fanática! pero mis chifladuras eran inofensivas. A los quince años me operaron de apendicitis y, para compensar, recibí las obras completas de Becquer. Lo devoré entero y quedé impresionada, en particular las Leyendas fueron todo un descubrimiento. Creo recordar que lo pedí yo, aunque no podía imaginar una preciosidad así, en papel biblia y encuadernado en piel, tan apetitoso que alguien que pasó por casa debió tomarlo prestado y nunca se acordó de devolverlo.

A los dieciséis, cayeron en mis manos, por fin, mis primeras lecturas serias, una detrás de otra, Ana Karenina y La tía Tula, ya no recuerdo en qué orden. A partir de entonces empecé a visitar las bibliotecas. Creí que con Tagore y Pearl S. Buck había llegado a la cumbre, pero al año ocurrió el gran cataclismo, un amigo me descubrió Cien años de soledad y todo cambió para mí.

Más tarde me sorprendió enviándome por correo certificado Viaje al fin de la noche, un lenguaje y una forma de ver la vida mucho más libres de lo que podía imaginar. Antes de los veinte me había tragado a Tolstoy y Dostoiewsky enteritos, pero entonces apareció Zola y hasta ellos me parecieron insípidos. Para consolarme de la nostalgia del verano empecé En busca del tiempo perdido, por el tercer volumen si no recuerdo mal. Un día, revolviendo en la sección de bolsillo de un autoservicio, me topé con un título curioso y lo compré: Un mundo feliz me obligó a mirar un poco más allá de mis narices, gracias a él dejé de leer solo para entretenerme. Había llegado a autores muy complejos demasiado joven y creo que no había sido capaz de extraer toda su sustancia.

Descubrí El castillo y La metamorfosis, me reí con Pantaleón y las visitadoras, La náusea consiguió deprimirme lo justo y necesario, Madame Bovary me encandiló, pero fue en la carrera –y obligada, ahora sí– donde me informaron de lo que era imprescindible. Es muy probable que, sin mis profesores, nunca hubiese leído El Quijote ni disfrutado del boom latinoamericano hasta ese punto, de Rayuela, El Aleph, El astillero, La vorágine, El siglo de las luces, El túnel, Pedro Páramo y Señor Presidente entre otros. Pero también de otras obras universales como El extranjero y La Regenta.

Y luego me embarqué en La saga fuga de J.B. por mi cuenta y continué con otra menos conocida de Torrente Ballester, don Juan, y me intrigó saber qué era eso de 1984, y admiré La montaña mágica, y me entusiasmé con Patricia Highsmith, y me enamoré de Jorge Amado, y me inquieté con José Donoso, y –con los Trópicos y los Nexus, Plexus y Sexus– me hice cómplice de Henry Miller.

A partir de entonces me pareció saber qué terreno pisaba. Y lo que ocurre en mi biblioteca desde 2009 ya lo conocen de sobra.

6 comentarios:

Raquel C. Arco dijo...

Estupenda reseña, como siempre. Por cierto, mis más sinceras disculpas por haber dirigido, ayer, todos mis halagos hacia vuestro blog a una sola persona (Esti, Francesc Bon, Guillermo, Ian Grecco, Iván, Izas, Jaime, Juan G. B., Montuenga, Paula, Pedro, Santi, Sonia, Yemila... Gracias a todos por vuestro blog literario: "Un libro al día"). Un saludo.

Montuenga dijo...

Gracias, Rachael, por la parte que me toca y (creo que puedo decir) en nombre de todos. Nos gusta mucho tener lectores fieles como tú y, sobre todo, nos estimulais para seguir escribiendo.

ludmi dijo...

Es muy interesante la propuesta de narrar la vida lectora, pero ¿no hay ningún libro para reseñar? Me gustaría seguir leyendo sus opiniones, que considero valiosas a la hora de seleccionar lecturas. ¿No hay más nada que decir? ¿Nada nuevo leído o por leer?
Saludos afectuosos.

Anónimo dijo...

Gracias a todos y todas los que hacen posible esta página.
Yo recuerdo que mi papá nos leía para dormir EL LAZARILLO DE TORMES (sic).
Yo comencé con las aventuras de los 5, que siempre me supieron a poco y pasé a Alfred Hitchcock y los 3 investigadores. y de ahí directamente a Agatha Christie, que fue mi portal de entrada a la literatura "adulta". Recuerdo un verano en que la vecina de enfrente estaba haciendo limpieza e iba a tirar una caja entera de novelas de Agatha Christie de la Editorial Molino (¿¿¿¿HACIENDO LIMPIEZA????)y me la regaló. Me leía novela por día y cuando terminó el verano había acabado mi "ritual de iniciación": ya era adolescente.
Un abrazo y gracias,

Oscar

Anónimo dijo...

"A mí nadie me obligó a leer nada."

Ese es un lujo del que no mucha gente ha podido disfrutar, la mayoría de ellos seguramente, ahora y siempre, lectores.

Montuenga dijo...

Efectivamente, Jordim. Mi opinión es que, en general, esas lecturas han sido disuasorias. Porque estaban mal elegidas para la edad y la mentalidad y no han sido motivadas suficientemente. Conclusión: los chavales que dependían del cole para acercarse a la lectura porque no habían desarrollado la afición desde que empezaron a leer, creyeron que se trataba de una ocupación árida y tediosa. Recuerdo una niña de doce o trece años a la que obligaron a leer Cartas marruecas de José Cadalso, como casualmente era muy lectora, supo que ese libro no era representativo de lo que iba a leer de adulta, así que no se desanimó y siguió leyendo.

Hace un par de años me lo puse yo como reto y me costó dios y ayuda acabarlo. Si me pareció un poco árido al principio, según avanzaba aquello se convirtió en un tormento. Repetitivo, vacío... La intención y la fórmula son meritorias, pero no disfrute de la lectura, y eso que ya llevo leído lo mío.

El asunto de la iniciación a la lectura es una de las posibles reflexiones que puede suscitar nuestra iniciativa de las biografías literarias. Otros -como Anónimo- han hecho un ejercicio de memoria. Os felicito (a los dos y a todos los demás) por haber sabido disfrutarlas.

El que haya entrado en los enlaces con que hemos salpicado nuestras biografías, habrá encontrado nuestras reseñas de las viejas obras de siempre.

Muchas gracias a todos por seguirnos.