Año de publicación: 2025
Valoración: Muy recomendable
Quizás sea una perogrullada decir que en la obra de Aixa de la Cruz hay un antes y un después de Cambiar de idea; al fin y al cabo, por algo se titulaba así. En esa obra, la autora reflexionaba sobre su decisión de dejar de "escribir como los chicos: con voces falsamente neutrales, con personajes que pasan de puntillas por su género y se hermanan desde la hiperviolencia y las parafilias". Las dos novelas publicadas después parecen demostrar el nuevo camino escogido por Aixa de la Cruz: narrativas radicalmente focalizadas en personajes femeninos (sea en cuatro personajes, como en Las herederas, o en uno, como en Todo empieza con la sangre), y centradas en sus visiones del mundo, de la vida o de la sexualidad, que no tienen pretensión de universalidad (pero que son, naturalmente, tan universales como cualquier otra experiencia individual). Algunos de estos rasgos ya aparecían, tentativamente, en La línea del frente, pero en las dos últimas novelas han sido adoptados, creo, como un programa o proyecto creativo más o menos epxlícito.
Y debo decir que, dentro de este nuevo capítulo en la obra de la autora, Todo empieza con la sangre me ha gustado incluso más que Las herederas, que ya me gustó bastante, quizás porque las cuestiones que plantea me han apelado más, si es que se puede decir así.
En esta novela acompañamos el inagotable proceso de búsqueda existencial, amoroso, sexual, de Violeta, desde su infancia hasta la edad adulta (whatever that means): una búsqueda constante de encuentro, de reconocimiento, de amor, de completud, una especie de hambre insaciable, que se podría identificar con una herida primordial que nunca cicatriza. En palabras de la propia narradora, se trata de "la búsqueda de alguien que ya desde
ahora existe, en algún lugar incierto, con un vacío y una voracidad
idénticos, dispuesto a seguir los pasos del otro hasta el mismísimo
precipicio". Una búsqueda que puede volcarse en un/a compañero/a amoroso o sexual, o el amor casi siempre insatisfactorio del padre o la madre, o también en la divinidad, puesto que se trata de "[una] tristeza por todo y por nada, la
sensación de carecer de un órgano cuya ausencia se desplaza por el
cuerpo, el anhelo de Dios".
(Aclaro, por cierto, que la narración no está ordenada cronológicamente:
aunque exista una progresión general, como decía antes, de la infancia a la "adultez", lo que hace que
Todo empieza con la sangre sea casi, solo casi, una coming-of-age novel, los
fragmentos que componen el texto no siguen necesariamente este orden
temporal, puesto que incluyen saltos hacia el pasado o hacia el futuro, marcados
también por los tiempos verbales en que están escritos cada uno de
ellos. Así, Todo empieza con la sangre, como dice el propio texto, "no es una flecha recta hacia el futuro, sino, de hecho, una repetición constante, ciclo y reciclaje").
La sangre también tiene otro significado evidente: "sangre de mi sangre", la herencia biológica, la familia. En Todo empieza con la sangre, como en Cambiar de idea, volvemos a encontrarnos con un padre ausente, y con una relación tormentosa con la madre (aunque debo reconocer que me ha enternecido percibir una cierta reconciliación con la figura materna, que se manifiesta en la ficción, pero también en el hecho de que la propia madre de Aixa de la Cruz aparezca en los agradecimientos). Con todo, igual que sucedía en Las herederas, pero de forma más explícita aún, una de las ideas centrales de la obra parece ser que la familia no es necesariamente aquella con la que compartimos genes, sino la "tribu" en la que nos sentimos acogidos y solidarios, sea una especie de "comuna hippie rural", un convento de monjas o una relación abierta con un hombre o con una mujer.
Por otra parte la sangre, como elemento vital y corporal, como elemento orgánico ligado al corazón, está unida a otro de los grandes temas del libro: el deseo, y sus múltiples variantes y sorpresas. Violeta, la protagonista, navega su bisexualidad como la narradora de Cambiar de idea, entre la aceptación y el autocuestionamiento. El sexo (que, dice una de las personajes de la novela, es difícil o imposible de separar del apego) es otra forma de "saciar el vacío de Dios con algo tangible, antes de Dios". (Varias veces a lo largo de la lectura me he acordado de aquel famoso poema de Cernuda que dice que "el deseo es una pregunta cuya respuesta no existe"). Con sus novias o amantes, con sus relaciones ocasionales y sus enamoramientos platónicos, y sobre todo con su omnipresente Paul, el hombre homosexual a quien nunca deja de recordar y desear, Violeta explora los placeres y los abismos del cuerpo y la entrega, la fiebre del deseo y la frialdad del abandono.
Y luego, al fondo de todo, como un bajo continuo, está Paul, el hombre gay con el que Violeta sueña desde la adolescencia, que siempre vuelve aun cuando parece haber desaparecido definitivamente, convirtiendo esta novela en una de esas grandes historias de amor a las que la propia protagonista es tan aficionada como lectora: una historia de amor intemporal, en la que los personajes parecen sucumbir a un destino que se les impone, a pesar de todas las vueltas que quieran dar (y no hay duda de que Violeta da muchas vueltas). Al fin y al cabo, como piensa violentas, son "veinte años poniéndolo a prueba para comprobar que sí, que resiste, que no hay condiciones. Que existe un amor a prueba de la vergüenza de estar viva".
Personalmente, no como crítico literario (again, whatever that means) sino como lector, no sé si me convence esa insistencia en el amor eterno que se impone por cabezonería, pero creo que a causa de ello, Violeta acaba renunciando a otras opciones y a otras relaciones, e incluso siendo injusto con algunas de las personas que la rodean; el propio Paul de hecho se lo reprocha, metaficcionalmente: "Tienes un ego peligroso, Violeta. Como si fueras la protagonista de la novela, y los demás, tus personajes secundarios". En cualquier caso, esta última cita me permite también recuperar otra idea: la de que no sería una obra de Aixa de la Cruz si no hubiera al menos una cierta carga de reflexión sobre el propio proceso de escritura, sobre la relación entre narración y memoria, o sobre los límites y fragilidades de la literatura, el arte, la identidad. Quizás en esta obra no tenga tanto peso como en Cambiar de idea o en La línea del frente, pero está ahí en dos planos: el de la ficción y el de su construcción narrativa.
A estas alturas, creo que la trayectoria de Aixa de la Cruz permite ya considerarla una voz consolidada de nuestra narrativa. Tras el giro de Cambiar de idea, parece haber encontrado su voz (o sus voces), su forma de narrar, aunque aquí la mezcle con una técnica narrativa algo más experimental. Solo puedo, por lo tanto, esperar deste ahora con impaciencia cuál será el siguiente paso de esta autora, ya sea en la misma línea de sus dos novelas anteriores, o con un nuevo giro de timón radical que abra una nueva etapa. Habrá que esperar hasta su siguiente obra para comprobarlo.
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