Traducción y selección: Paul Châtenois
Año de publicación: Libro completo: 1936 Extracto: 2014
Valoración: Se deja leer
Como seguramente sabrán los lectores del blog, utilizamos eso de Zoom cuando se trata de un libro muy breve, o que de alguna manera es un extracto de otro más extenso, algo inconcluso, un suelto o cosas por el estilo. En este caso casi podríamos llamarlo mini-Zoom, porque llega justito a las sesenta páginas, incluido un (obviamente) pequeño prólogo y una docena de ilustraciones. Pero, además de escueto, me parece insuficiente.
Ambroise Vollard fue un marchante de arte que adquirió gran relevancia en los últimos años del siglo XIX y primeras décadas del XX. Su éxito despegó con la adquisición, un poco por casualidad y otro tanto por su buen ojo, de ciento cincuenta obras de Cézanne cuando este era todavía un pintor casi desconocido, rechazado por los Salones oficiales. Vollard fue en buena parte responsable de su proyección, y mantuvo estrecha relación con los demás artistas de la época, especialmente con los impresionistas, aunque también con Derain, Vlaminck o Picasso, entre otros muchos.
Escribe Vollard una voluminosa autobiografía llamada Memoria de un vendedor de cuadros, que era mi lectura prevista, pero me dejé seducir por este opúsculo, quizá como aperitivo, y ha resultado ser una especie de selección de aquella obra mayor, un pequeño extracto que pone el foco en los retratos. No sé si de forma deliberada o casual, la idea de retrato tiene en este caso, o así lo quiero ver, una doble perspectiva: de una parte, como reproducción pictórica que algunos de estos grandes artistas hicieron del propio Vollard (quizá un tanto egocéntrico el hombre), y por otra, como semblanza muy rápida de aquellos pintores.
Efectivamente, el autor describe casi siempre cómo fue a veces el encargo y otras la ocurrencia de hacerse retratar. No hay sin embargo muchas explicaciones, con la única excepción de Cézanne, que tiene el honor de ocupar buena parte de las pocas páginas del libro. Le define Vollard, generalmente con gracia y buena mano, como un tipo bastante obsesivo, capaz de destrozar unas cuantas obras en un arrebato de cólera, despedir a sus modelos, o tiranizarlos (incluido su propio marchante) obligándoles a posar durante horas en completo silencio y sin mover un músculo si el artista consideraba que la luz del momento era la adecuada. El pasaje concreto es entretenido e interesante, claramente por encima de los demás, que apenas aportan unas pocas pinceladas, nunca mejor dicho, en relación al resto de pintores de la época.
De manera que esta especie de abstract puede tener cierto interés para los aficionados al tema, da la impresión de que Vollard puede ser un buen narrador, pero estas páginas dan tan poquito de sí que personalmente no me saca de dudas sobre si merece la pena despachar la autobiografía completa. Y además, es que las selecciones (de textos más amplios, me refiero) no me gustan, quizá porque en mi tierna juventud me tragué unos cuantos ejemplares del Reader´s Digest y eso seguramente ha dejado alguna huella.
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