martes, 8 de octubre de 2024

Juan Eduardo Cirlot: Nebiros

Idioma original: castellano

Año de publicación: 2016 (escrito en 1950)

Valoración: recomendable 


Juan Eduardo Cirlot, poeta y autor de unos cuantos ensayos, escribió una única obra narrativa, que casualmente es este Nebiros que comentamos hoy aquí. Cirlot vivió una etapa temprana en la que se relacionó con círculos surrealistas (llegó a escribir artículos en una revista dirigida por el propio André Breton) y con los artistas de Dau al Set, en particular con Tàpies, con quien colaboraría en varias ocasiones. Era por tanto un personaje relativamente destacado del mundo del arte y la literatura en los oscuros años 40 y 50 del siglo pasado, es decir, en lo más tenebroso del franquismo. Por alguna razón destruyó toda la producción literaria no publicada de sus años más jóvenes, con una sola excepción: de nuevo justamente nuestro Nebiros, que sería rechazado en su día por la censura y del que se conservó algún ejemplar mecanografiado.

Por qué la mojigatería franquista prohibió el texto lo explica el interesante epílogo a cargo de Victoria Cirlot, filóloga e hija de autor, pero se entiende bien con solo leer el libro: no son solo las contadas referencias a la religión y algún comentario muy tangencialmente político, ni tan siquiera el recorrido nocturno del protagonista por diversos prostíbulos incluyendo alguna pequeña escena un poquito, pero solo un poquito, más explícita. Lo que seguramente no pudo soportar el censor es la atmósfera nihilista, la desorientación de un individuo perdido en sus contradicciones, el vacío espiritual que se filtra en cada página. En un país conducido por los caminos infalibles que marcaban el Gobierno en lo material y la Iglesia católica en lo moral debía resultar insoportable semejante grado de descreimiento y angustia.

Porque de todo eso hay varias toneladas. Un protagonista sin nombre, como tampoco lo tienen las calles o la ciudad misma, sale de su oficina y al atardecer se dedica a pasear sin rumbo por las callejuelas próximas al puerto. Entre tanto, deja fluir sus pensamientos sin freno y sin medida. Al principio percibimos un personaje abatido, solitario, gris, ‘con aspecto de desenterrado’, una figura que hubiera fascinado a Cioran, por ejemplo, decepcionado del mundo y de sí mismo. Pero es aún peor. El sujeto es de una inconsistencia tal que a cada página de abatimiento y rendición le sigue otra en la que cambia a un discurso lleno de intenciones luminosas y confianza en el hombre. No soporta la soledad y tampoco la compañía, ni la conversación ni el silencio y, al fracasar siempre en la búsqueda de un término óptimo, el péndulo sigue desplazándose sin fin de un extremo al otro. 

De ahí quizá los tumbos por las calles nocturnas, el deseo de volver a casa enseguida abandonado para continuar la ruta, la estancia en la taberna intentando rehuir la mirada del camarero, la elección de la prostituta deforme. Siempre moviéndose en el fango, a veces de forma literal, en la frontera del sueño, la locura y el recuerdo, se reivindica el derecho al placer (el del mendigo a gastarse la limosna en alcohol, el del obrero a ser feliz por unos minutos en el prostíbulo, cosas un tanto Houellebecq), y cobran protagonismo escenas de la casa familiar y sobre todo la figura inquietante y poderosa del padre, reflexiones e imágenes por donde parecen asomar heridas antiguas y profundas. O quizá es todo obra de Nebiros, el demonio cuyo mérito residía en ‘un pecado que alude la Biblia, que no se puede nombrar o, mejor dicho, del cual se ignora la esencia’. Un mal desconocido y por tanto invencible, una amenaza de la que solo se sabe que existe y que puede estar en el alma del individuo, en su cabeza, en su pasado. Demasiado para el censor, a quien imaginamos asustado ante tanta desolación.

La verdad es que el libro funciona en su mayor parte como novela filosófica en la que el hilo narrativo tiene más bien poco peso, y es más bien un instrumento para ir incorporando las sucesivas oleadas de reflexiones e ilustrándolas con imágenes. Siendo la única obra de Cirlot en prosa, da la impresión de que tampoco se preocupó mucho por establecer un ritmo adecuado al formato y así, la lectura, aunque intensa por la turbación que transmite, puede hacerse algo pesada si se toma como una novela normal. De manera que deberemos verla como una mezcla de ensayo y memorias dispuesta sobre un soporte narrativo cuya utilidad fundamental será transportarnos por las callejuelas infectas, por los recovecos peligrosos del pensamiento y los recuerdos.


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