viernes, 30 de octubre de 2020

Behrouz Boochani: Sin más amigos que las montañas

Idioma original: persa/inglés
Título original: No Friend But the Mountains
Traducción: Josefina Caball (ed. en catalán) y Juan-Francisco Silvente (ed. en castellano)
Año de publicación: 2018
Valoración: muy recomendable


Hay libros que merecen una atención especial; por el tema tratado, por el enfoque o por la manera en la que están escritos. Pero los hay que, además, tienen un mérito adicional: ser escritos desde la clandestinidad. Y si esa clandestinidad es debida a que el autor fue recluido en una prisión de detención de inmigrantes y tuvo que escribir el libro a escondidas de los vigilantes, el solo ejercicio de escribirlo ya supone un mérito incuestionable. Y lo es más aún, si el resultado es un texto de gran calidad literaria y poética belleza.

Con el propósito de narrar su experiencia y denunciar la situación en la que él y otros tantos refugiados se encontraban, el escritor y periodista kurdo Behrouz Boochani escribió este relato desde la prisión de Manus para explicar lo que sucedía, enviando a un amigo miles de mensajes, vídeos y correos de manera clandestina, desafiando, de esta manera, al Gobierno australiano que evitaba, de todas las maneras posibles, que se conociera lo que sucedía con los refugiados. Boochani pasó seis años en Manus, prisionero de las políticas sobre refugiados y, con este libro, narra no únicamente su estancia en la prisión, sino también su huida de Indonesia (lugar al que llegó huyendo de su Kurdistán natal justo el día en que las fuerzas del orden islámico irrumpieron en la redacción donde trabajaba en defensa de la cultura y política kurda) hasta llegar a tierras australianas; lo que en un inicio parecía ser una huida del infierno para alcanzar la salvación, en realidad supuso todo lo contrario.

El libro empieza con un ritmo trepidante, con el ambiente cargado y tenso existente dentro de los camiones que les debían llevar a la costa tailandesa donde encontrarían una embarcación para huir hacia tierras australianas. Un trayecto, en manos de los contrabandistas, que el autor recuerda afirmando que «miramos arriba, hacia el cielo de color de la angustia intensa». Así, con ese estilo poético, limpio, nítido y terriblemente humano, el autor kurdo describe con belleza, pero con miedo y congoja, ese traslado inicial desde Kendari (donde estuvo tres meses oculto de las autoridades que buscaban refugiados para deportarlos a su país) hasta la costa donde se encontraba la embarcación que debía llevarles a Australia. Esa primera parte del libro, ese primer tercio, es estilísticamente poético y bello a la vez que desgarrador, pues nos sitúa en esa barca de camino a Australia, una embarcación en pésimas condiciones que sufre una avería al poco de empezar. Pero dar marcha atrás no es una opción; no es una renuncia, es la vuelta a un infierno al que no se puede volver. Y Boochani nos ubica mentalmente en esa embarcación, en ese sufrimiento que combate con espíritu de supervivencia en una lucha en el que el estado de ánimo está en juego, y con él, la vida; una vida que cada vez parece más tenue, más débil, y aunque abandonarse es morir, el propio autor ve cercana la muerte llegando a afirmar que «nuestro destino es la muerte y no tengo ninguna otra opción que aceptarla y abrazarla». 

El estilo poético de Boochani se muestra no únicamente en los múltiples fragmentos de poesía intercalados en el libro de manera orgánica que no altera ni un ápice la narración ni quiebra un ritmo narrativo constante, sino también en esa prosa de gran belleza, que no enmascarara sino resalta un dolor que crece e inunda cada uno de los poros del lector, a la velocidad en que el agua lo hace en esa barca de calamitoso estado en el que ha subido su cuerpo, sus esperanzas y su vida. Una barca en medio de la nada, sujeta a un temporal en el que «las olas acometen los cuerpos magullados de los condenados. //La vida va y viene. // La muerte va y viene, una y otra vez».

La dureza rebosa en esos primeros capítulos en los que narra la dificultad de la huida, la travesía en el mar en medio de llantos, violencia, recelos, peligros, desespero y el hambre y la sed de un mar que quiere acabar con ellos. Y una barca que hace aguas, y se rompe como se rompen los corazones de sus pasajeros, a la deriva en una vida de incierto destino. Y el hambre, una sensación narrada de manera perfecta al afirmar que «soy un esqueleto cubierto de capas de piel quemada». Una huida de su tierra, inevitable, incuestionable, que el autor reconoce al afirmar que «nunca tuve el coraje de volver a la dura vida anterior. Nunca tuve el coraje de volver al punto de partida. Tenía la sensación de que no había camino de retorno. Estaba condenado a cruzar el océano, a pesar de que para ello tuviera que renunciar a la vida. (…) Mi pasado era un infierno. Hui de un infierno en vida». Un abismo ante sus ojos que no contemplan la renuncia, sintiéndose «como un soldado atrapado en el dilema de cruzar un campo de minas o ser prisionero de guerra. Hay que elegir».

Y ya cuando finalmente llega a Australia, a la Isla de Christmas, cuando el paraíso asoma tras un viaje que casi acaba con él, es retenido junto con otros refugiados, vigilados por guardias y encerrados un mes esperando al avión que los llevará a todos a Manus, en Papúa Nueva Guinea. Y el traslado hacia el avión, esposados, con las miradas furtivas de periodistas sensacionalistas ávidos por mostrar la peor de las situaciones, el rostro más perjudicado, más castigado. La incomprensión, la estupefacción, el asombro y la incerteza de un futuro que parecía confortable, placentero se torna oscuro, desafiante, descorazonador que hiela los ánimos de Boochani, y lo llena de dudas y vacía de respuestas al cuestionarse «¿Cómo es posible que yo, que buscaba asilo en Australia, ahora esté exiliado en un lugar del cual no sé nada? ¿Y me obligarán a vivir aquí sin ofrecerme ninguna otra opción? Es evidente que nos han hecho rehenes. Somos rehenes, nos utilizan de ejemplo para infundir miedo a los demás, para asustar la gente que quiere venir a Australia».

Por lo expuesto y teniendo en cuenta que el autor escribió este libro desde la clandestinidad, hay que entender esta obra no únicamente como un libro de superación, sino también como una denuncia, como acto de rebeldía o de disidencia por sí mismo, un relato en el que la crítica se encuentra en cada una de las situaciones de injusticia que narra y en la denuncia de la violencia estructural del sistema que somete a los prisioneros a un ambiente opresivo, relegando su existencia a un espacio físico y emocional cada vez más pequeño hasta fragmentar su identidad, romper su estado de ánimo y conseguir que aumente la desconfianza hacia los otros y se aíslen cada vez más, quedándose solos, hundidos y aniquilados. Un preso que queda a merced de su propia mente, encerrado en ella pues «el reino de la mente es en sí mismo una prisión» y la soledad y la rutina en un acto de revisión de la vida no siempre deseado, pues tal y como afirma Boochani «el preso es cautivo de la historia de su propia vida». La soledad, siempre presente, pues «en este espacio, no hay consuelo, solo la expresión de hermandad reflejada en la cara de otro preso», una hermandad que solo lo es en apariencia, pues «el prisionero no tiene la capacidad de compadecerse del preso que tiene cerca y añadir el dolor de ese hombre al suyo propio. Esta es la realidad de la prisión».

Boochani profundiza en el día a día en una prisión en unas pésimas e infrahumanas condiciones, con celdas construidas en un túnel sin apenas ventilación, con un espacio hiperreducido, con mínimas condiciones higiénicas y un calor sofocante. Mosquitos, cortes de agua y de electricidad que inutilizan los baños y que causan desconcierto y nervios cuando «el hedor es tan fuerte que te avergüenzas de formar parte de la especie humana». Boochani es diáfano al exponer las condiciones poco higiénicas e insalubres en las que se encuentran, con lavabos donde la orina siempre inunda el suelo hasta los tobillos en «prisiones diseñadas para generar hostilidad y animadversión» y la deshumanización de las personas pues «a menudo, el preso se ve obligado a hacer equilibrios en la frontera que separa el ser humano de la bestia». Boochani también narra el sistema de orden aleatorio según el cual hay días que dan más o menos bebida, fría o templada, lo que hace que los presos acaben intentando descifrar una lógica imposible que más que solucionarles el enigma les someten a un estrés mental, «una lógica demencial que recluye la mente del preso, una forma extremadamente opresiva de gobierno que el preso interioriza» y contra lo que deben luchar «tratando de no caer en el abismo, tratando de no caer en la locura». Así, haciéndolos pasar hambre, se impone un mecanismo de control mental que causa que los presos se vean inmersos en una espiral de incertidumbre y obsesión en descifrar su lógica, pues «cuando un individuo se encuentra en una situación en la que es difícil creer que tantas cosas son de cierta manera, esta situación se convierte en la causa del sufrimiento».

Esa parte central del libro es dura, durísima, claustrofóbica y opresiva, pero tras ese desolador retrato de la vida diaria en la prisión, y ya en su tramo final, Boochani recupera ese tono poético, esa aura de trascendente lindura para narrar su pasado, en medio de las montañas, en medio de guerras, en medio de la nada, excepto de la vida. El estilo de extrema belleza vuelve a brillar en esas frases cargadas de sentimiento, de pasado, con olor a tierra y naturaleza, pero también a polvo de las bombas que irrumpían en su día a día igual que ahora lo hacen con sus recuerdos.

Boochani ha escrito un relato de denuncia, pero también un libro donde la poesía y el deseo de libertad se entremezcla de manera orgánica con la denuncia, donde la prosa brilla entre unas estrellas que, a veces, son su única conexión con un mundo que se le antoja lejano, pero que no renuncia a él. Y ese espíritu, esa actitud, se transmite en este libro que supone una crítica sin paliativos a un sistema opresor, pero que es a la vez un canto a la vida con la mejor cara y forma posible: la de las palabras, que el autor profesa sin paliativos al afirmar que «he llegado a comprender bien la situación: las únicas personas que pueden soportar y sobrevivir a todo el sufrimiento que inflige la prisión son los que ejercen la creatividad». Él es un claro testigo de ello, y su vida y la del propio libro son ejemplo de que, a pesar de las adversidades, hay que creer en la posibilidad de que un día los sueños encontrarán una salida.

4 comentarios:

Antonieta dijo...

Gracias Marc, es del tipo de libros que desde hace ya unos años me interesa leer.

Abrazos fraternos y l🌀c🌀s

Marc Peig dijo...

Muchas gracias, Antonieta.
Es un libro muy muy bueno y escrito con gran delicadeza (a pesar de lo narrado).
Saludos, gracias por leernos y comentar. ¡Ya nos contarás qué te parece!
Abrazos locos para ti también.
Marc

Magda dijo...

Hola Marc, estoy a un poco más de la mitad de "Cap altre amic que les muntanyes" Impactante, duro, pero que belleza de escritura, un documento imprescindible. Hace poco leí "Si esto es un hombre" de Primo Levi, me parecen comparables en cuanto a la fuerza documental, deberían ser obligatorios en los institutos, por ser, además de buena literatura, de una pedagogía formidable para saber, sin morbositat, toda la crudeza y violencia, todo lo que significa la deshumanización, los tratos más degradantes a que puede ser sometido un ser humano. Aquello paso, y debe saberse, pero hay algo más terrible aún, esto está pasando y quizá seamos todos un poco responsables. ¿Algún día nuestros futuros nos juzgaran por ello?

Marc Peig dijo...

Hola, Magda. Me alegro que te esté gustando el libro. Coincido completamente contigo cuando afirmas que es impactante y duro, pero bello.
Y sí, debería ser una lectura, no sé si obligatoria pero sí recomendable en institutos, pues refleja una realidad que ahíta mismo está ocurriendo cerca de nosotros (no en este caso en concreto, pero también en el mediterráneo) y que es una absoluta atrocidad e inmoralidad.
No sé si la historia nos juzgará por ello, tengo cierta tendencia pesimista respecto a que la política ponga remedio a la situación, pero no por ello debemos dejar de denunciarlo, hacerlo público y agradecer la labor de quienes combaten contra ello día tras día y de quienes lo denuncian (y más si lo hacen con la calidad de este texto).
Saludos
Marc