Título
original: Jill
Año
de publicación: 1946
Valoración:
Muy
recomendable
Sin proponérmelo, y por culpa
de las maquinaciones del azar, he acabado leyendo dos novelas de formación
seguidas: Las tribulaciones del
estudiante Törless y esta. Teniendo en cuenta que en este género podemos
encontrar de todo, he tenido mucha suerte. Ambas coinciden en que son primeras
novelas de sus respectivos autores y en los dos casos existe una base
autobiográfica. Tal como el propio Larkin señala en el prólogo, donde aparecen
nombres muy conocidos de compañeros suyos y detalles de su relación con ellos.
El carácter del protagonista,
por sí mismo, aporta toda la sustancia a la novela, pues no se trata de un individuo
en construcción como tantos otros: sus cimientos resultan tan endebles que se
van diluyendo poco a poco, y este proceso se desarrolla con todo detalle ante
los ojos del lector. Unos padres apegados a su ambiente y un profesor que
intenta compensar su insatisfacción experimentando torpemente conciben un
proyecto absurdo y no consiguen más que empujar a una personalidad reacia a
abandonar su zona de confort a emprender una aventura que excede su capacidad adaptativa.
De ahí que la aparente seguridad del John del comienzo, sus hábitos metódicos,
no sean más que la cáscara vacía que comienza a desintegrarse en cuanto
aparecen los primeros complejos. Lo que en realidad le perjudica, más que su
procedencia humilde en comparación con sus colegas de internado, es su negativa
a aceptarla y su completo desinterés por los otros becarios. De ahí viene el autoanálisis
permanente, la conciencia de su propia torpeza que originan la obsesión por ser
aceptado en un grupo que, ni por experiencias previas ni por disponibilidad
económica, tiene nada que ver con él, que nunca podrá ponerse en su lugar, que
en el fondo le ignora y, de fijarse alguna vez en su persona, es para
despreciarla.
Larkin muestra con toda
exactitud la evolución que sufre su personaje –que de alumno aplicado y sin
excesivos conflictos pasa a convertirse en un ser torturado, asediado por
fantasías que casi llega a creerse y que le van destruyendo poco a poco– así como
el contraste de personalidades, principalmente entre John y Christopher pero
también con los demás, el poder que emana del grupo como tal y de cada
individuo debido a su posición y, contrastando con ello, la debilidad del
protagonista, sus inseguridades, la constante lucha que sostiene consigo mismo,
su progresiva decadencia que acaban generando una enorme bola de nieve que
amenaza con aplastarlo.
Esa exactitud en el trazo de
personajes y situaciones se completa con la empatía –nada fácil de conseguir– que
surge entre personaje y lector. Sin ella, la novela habría perdido todo interés
muy pronto, pero le acompañamos en sus andanzas porque le hemos tomado cariño y
lo que pueda ocurrirle nos importa. Solo se me ha hecho algo pesada la parte en
que se idealiza a Jill convirtiéndola en personaje de ficción: no la encuentro nada
verosímil y, más que artefacto meta literario, casi me ha parecido un pegote.
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