Título original: Le Monstre et autres pièces
Traducción: José Ovejero
Año de publicación: 2007
Valoración: recomendable
En el panorama literario existen una serie de autores donde sus vivencias y experiencias vitales marcan de manera inexorable el contenido de su obra. Agota Kristof es, sin duda, uno de ellos, pues su vida, narrada perfectamente en su autobiografía «La analfabeta», se evidencia en sus libros. Y, a pesar de ser una autora conocida principalmente por sus novelas, sus inicios literarios se movieron en el terreno del teatro, un teatro que le ofrecía el escenario perfecto para compensar sus carencias con el francés (su idioma de acogida), y le proporcionaba una pequeña parcela (pues sus obras son muy breves) para hablarnos de la condición humana, el territorio y el desarraigo, la alteridad.
En este volumen recopilatorio de cuatro de sus temas teatrales y, de manera similar, a como ya sucedía en «La hora gris y otras obras», la autora teje breves piezas teatrales en las que expone de manera sarcástica en ocasiones y surrealista en otras (incluso jugando con el absurdo) sus dudas y sus temores hacia uno mismo, pero también hacia una sociedad que mira de reojo a sus conciudadanos y, especialmente, a los extranjeros. Es inevitable recordar que Kristof, húngara, tras el pacto de Varsovia huyó a Austria a los veintiún años con su marido (implicado en la revolución contra el régimen pro-soviético) y su hija de cuatro meses y este hecho la marcó profundamente, tal y como cuenta en «La analfabeta». Por ello, sus obras teatrales son herederas de su vida y su pasado, de sus vivencias y experiencias, y así queda reflejado en las cuatro obras teatrales incluidas en este recopilatorio.
El monstruo (1974)
Empieza la obra con la presentación de los personajes y una declaración de intenciones, pues la autora evidencia que la potencia de su obra está radicalmente en los diálogos al afirmar, ya de entrada, que «la obra se compone de seis escenas y puede representarse sin decorado». Así, el decorado es algo superficial, una añadidura posible al texto que es el elemento central de la obra y donde radica lo que la autora quiere exponer.
Esta pieza teatral empieza con la aparición de un monstruo, al que todo el mundo teme hasta que se acostumbran a él. Bien, siendo precisos, todo el mundo a excepción de un único personaje que sigue en sus trece defendiendo que el monstruo es malo y deben matarle. Un monstruo al que tienen encerrado, pero que va creciendo, ensanchando el lugar donde está encerrado y, con ello, echando a la gente de sus casas, desplazándoles. En una simbología que hace referencia al territorio, a lo que creemos propio, a la inseguridad física, pero también emocional.
Sin contar más del desarrollo de la pieza teatral, Kristof utiliza la figura del monstruo para simbolizar lo diferente, lo que desconocemos, lo que tememos que acabe conformando y cambiando nuestras vidas; bajo este escenario solo hay dos opciones: acostumbrarse a él, o destruir todo aquello que el monstruo ha cambiado.
La carretera (1976):
En esta obra, Kristof nos sitúa en un escenario casi post apocalíptico donde toda la Tierra está cubierta de asfalto, de carreteras, y nada más. El sol, las flores, la hierba, los árboles e incluso las casas son simplemente recuerdo, o incluso leyendas que sus habitantes cuentan. Y en ese mundo, lleno de asfalto y carreteras, los personajes caminan y caminan, solo caminan, pues no conocen otra cosa que no sea caminar. Hacia dónde es lo de menos porque las carreteras no tienen salida. Así lo expone la autora en el propio texto al afirmar que «la carretera es la vida, el movimiento, es caminar» para continuar afirmando que «es preciso seguir... caminar... caminar… no morir… todavía no… todavía no.»
Así, en una clara analogía de la vida, Kristof nos plantea un símil entre las carreteras y los caminos con los que nos encontramos en la vida, de cómo seguimos su curso a veces sin pensar si otros caminos son posibles, si existe algo más de lo que vemos. Kristof despliega en esta obra, a pesar del pesimismo inicial, un mensaje de cierta esperanza, de alzar los ojos y aceptar otras vidas posibles.
La epidemia (1975):
En la que seguramente se trate de la obra más extraña de las cuatro que componen el libro, Kristof juega con el absurdo y los juegos de palabras, nutriendo la obra de diálogos llenos de malentendidos y sarcasmos, recordándome en ciertos momentos a «John y Joe».
En esta obra, una epidemia de suicidios se va extendiendo en el territorio, en un relato que oculta bajo su apariencia frívola un aura de tristeza y pesimismo, una falta de objetivos, intenciones y deseos de vivir, aunque la figura de un Convencedor luche para contrarrestarlo. Esta obra es una analogía de lo que probablemente vio Kristof en la sociedad de su infancia, una sociedad terriblemente marcada por las guerras y la miseria, sin expectativas ni futuro, donde la vida cada vez tenía menos sentido.
La expiación (1982):
En esta breve obra, Kristof narra la relación entre un músico ciego que pide limosna y un sordo. La autora utiliza la relación entre ambos para tratar sobre los actos realizados y si somos merecedores de la expiación de los mismos. Nos habla de responsabilidades, de actos y consecuencias.
Personalmente, «El monstruo» y «La expiación» son las dos obras que destacaría por encima del resto, aunque todas ellas tienen interés por el mensaje que subyace, más que por el estilo, y es que, a pesar de la diferencia en su enfoque y planteamiento, abordan el tema de la condición humana al hablar de la integridad, la identidad, la guerra y sus consecuencias. Estos ejes son claves para entender la obra de Kristof que vendría después del teatro, un teatro con el que se inició en la escritura al darse cuenta que podía utilizar frases cortas y no requería un excesivo dominio del vocabulario, elementos clave para empezar a escribir en una lengua extraña para ella como era el francés.
A pesar de que se trata de obras breves y en algún caso algo sintéticas, extrañas y de estilo sencillo sin muchas florituras ni alardes estilísticos, sí son piezas literarias clave para entender la obra que Kristof elaboraría después, así como para entender también que el pasado y la vida vivida por la autora son elementos nucleares e insoslayables a la hora de elaborar su obra literaria.
En Agota Kristof, la marca de su pasado influye de manera incuestionable en los temas sobre los que gira su obra y que, en mayor o menor medida son expuestos en estas obras: la soledad, el sentirse extraño, la guerra, la culpa, la crueldad y la violencia física o social, incluso aunque venga oculta bajo un disfraz de cómicos diálogos.
A veces la comedia o la ironía es la única vía para afrontar la dureza de la vida, y Kristof en todas estas obras escritas al principio de su carrera así lo demuestra acercándose, tras esos tintes sarcásticos, a la dificultad de una vida marcada por la huida y la dificultad en arraigar, de nuevo, a una tierra, una lengua, un hogar, y convertirse, pese a ello, en una autora clave de la literatura de finales del siglo XX.
En este volumen recopilatorio de cuatro de sus temas teatrales y, de manera similar, a como ya sucedía en «La hora gris y otras obras», la autora teje breves piezas teatrales en las que expone de manera sarcástica en ocasiones y surrealista en otras (incluso jugando con el absurdo) sus dudas y sus temores hacia uno mismo, pero también hacia una sociedad que mira de reojo a sus conciudadanos y, especialmente, a los extranjeros. Es inevitable recordar que Kristof, húngara, tras el pacto de Varsovia huyó a Austria a los veintiún años con su marido (implicado en la revolución contra el régimen pro-soviético) y su hija de cuatro meses y este hecho la marcó profundamente, tal y como cuenta en «La analfabeta». Por ello, sus obras teatrales son herederas de su vida y su pasado, de sus vivencias y experiencias, y así queda reflejado en las cuatro obras teatrales incluidas en este recopilatorio.
El monstruo (1974)
Empieza la obra con la presentación de los personajes y una declaración de intenciones, pues la autora evidencia que la potencia de su obra está radicalmente en los diálogos al afirmar, ya de entrada, que «la obra se compone de seis escenas y puede representarse sin decorado». Así, el decorado es algo superficial, una añadidura posible al texto que es el elemento central de la obra y donde radica lo que la autora quiere exponer.
Esta pieza teatral empieza con la aparición de un monstruo, al que todo el mundo teme hasta que se acostumbran a él. Bien, siendo precisos, todo el mundo a excepción de un único personaje que sigue en sus trece defendiendo que el monstruo es malo y deben matarle. Un monstruo al que tienen encerrado, pero que va creciendo, ensanchando el lugar donde está encerrado y, con ello, echando a la gente de sus casas, desplazándoles. En una simbología que hace referencia al territorio, a lo que creemos propio, a la inseguridad física, pero también emocional.
Sin contar más del desarrollo de la pieza teatral, Kristof utiliza la figura del monstruo para simbolizar lo diferente, lo que desconocemos, lo que tememos que acabe conformando y cambiando nuestras vidas; bajo este escenario solo hay dos opciones: acostumbrarse a él, o destruir todo aquello que el monstruo ha cambiado.
La carretera (1976):
En esta obra, Kristof nos sitúa en un escenario casi post apocalíptico donde toda la Tierra está cubierta de asfalto, de carreteras, y nada más. El sol, las flores, la hierba, los árboles e incluso las casas son simplemente recuerdo, o incluso leyendas que sus habitantes cuentan. Y en ese mundo, lleno de asfalto y carreteras, los personajes caminan y caminan, solo caminan, pues no conocen otra cosa que no sea caminar. Hacia dónde es lo de menos porque las carreteras no tienen salida. Así lo expone la autora en el propio texto al afirmar que «la carretera es la vida, el movimiento, es caminar» para continuar afirmando que «es preciso seguir... caminar... caminar… no morir… todavía no… todavía no.»
Así, en una clara analogía de la vida, Kristof nos plantea un símil entre las carreteras y los caminos con los que nos encontramos en la vida, de cómo seguimos su curso a veces sin pensar si otros caminos son posibles, si existe algo más de lo que vemos. Kristof despliega en esta obra, a pesar del pesimismo inicial, un mensaje de cierta esperanza, de alzar los ojos y aceptar otras vidas posibles.
La epidemia (1975):
En la que seguramente se trate de la obra más extraña de las cuatro que componen el libro, Kristof juega con el absurdo y los juegos de palabras, nutriendo la obra de diálogos llenos de malentendidos y sarcasmos, recordándome en ciertos momentos a «John y Joe».
En esta obra, una epidemia de suicidios se va extendiendo en el territorio, en un relato que oculta bajo su apariencia frívola un aura de tristeza y pesimismo, una falta de objetivos, intenciones y deseos de vivir, aunque la figura de un Convencedor luche para contrarrestarlo. Esta obra es una analogía de lo que probablemente vio Kristof en la sociedad de su infancia, una sociedad terriblemente marcada por las guerras y la miseria, sin expectativas ni futuro, donde la vida cada vez tenía menos sentido.
La expiación (1982):
En esta breve obra, Kristof narra la relación entre un músico ciego que pide limosna y un sordo. La autora utiliza la relación entre ambos para tratar sobre los actos realizados y si somos merecedores de la expiación de los mismos. Nos habla de responsabilidades, de actos y consecuencias.
Personalmente, «El monstruo» y «La expiación» son las dos obras que destacaría por encima del resto, aunque todas ellas tienen interés por el mensaje que subyace, más que por el estilo, y es que, a pesar de la diferencia en su enfoque y planteamiento, abordan el tema de la condición humana al hablar de la integridad, la identidad, la guerra y sus consecuencias. Estos ejes son claves para entender la obra de Kristof que vendría después del teatro, un teatro con el que se inició en la escritura al darse cuenta que podía utilizar frases cortas y no requería un excesivo dominio del vocabulario, elementos clave para empezar a escribir en una lengua extraña para ella como era el francés.
A pesar de que se trata de obras breves y en algún caso algo sintéticas, extrañas y de estilo sencillo sin muchas florituras ni alardes estilísticos, sí son piezas literarias clave para entender la obra que Kristof elaboraría después, así como para entender también que el pasado y la vida vivida por la autora son elementos nucleares e insoslayables a la hora de elaborar su obra literaria.
En Agota Kristof, la marca de su pasado influye de manera incuestionable en los temas sobre los que gira su obra y que, en mayor o menor medida son expuestos en estas obras: la soledad, el sentirse extraño, la guerra, la culpa, la crueldad y la violencia física o social, incluso aunque venga oculta bajo un disfraz de cómicos diálogos.
A veces la comedia o la ironía es la única vía para afrontar la dureza de la vida, y Kristof en todas estas obras escritas al principio de su carrera así lo demuestra acercándose, tras esos tintes sarcásticos, a la dificultad de una vida marcada por la huida y la dificultad en arraigar, de nuevo, a una tierra, una lengua, un hogar, y convertirse, pese a ello, en una autora clave de la literatura de finales del siglo XX.
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