Título original: Verni Ruslán
Año de publicación: 1978
Traducción: Marta Rebón
Valoración: recomendable
Quién iba a decirme que una novela narrada desde una óptica canina iba a gustarme a mí. Oigan, con todos los respetos y sin ninguna prepotencia de especie. En este mundo los que pensamos y narramos somos los humanos. Estamos en lo de conseguir que lo hagan las máquinas, pero nos hemos encontrado con eso de las emociones.
A Vladímov novelas como esta le condenaron al exilio, al ostracismo, a publicar de forma clandestina cuentos y novelas que circularon en fotocopias y cyclostil. Un auténtico escritor perseguido, no un icono de la escritura condenada como Rushdie y Saviano, sino uno más de esos represaliados por ser críticos con el poder. De esos quedan demasiados, y hace la pinta que va a haber unos pocos más.
Vladímov le daba aquí a la URSS. Sí, a esa cuya camiseta de fútbol con las siglas en carácteres cirílicos resultan tan exitosas en el mundo hipster. Antes de ponerse una camiseta con una inscripción uno, si no quiere parecer un ceporro, habría de pensar qué hay detrás. Y, por lo que aquí descrito, bien poca dictadura del proletariado. Más bien aparato estatal que apisona disidentes. Ay, con lo reciente que tengo el panfleto de Cao de Benós. Pero es que a mí los totalitarismos, saben, como que no. Ni los proporcionados por las holgadas mayorías absolutas.
Ruslán, el protagonista, es uno de esos perros adiestrados con finalidad siniestra. Al servicio de uno de los guardas de un campo de prisioneros, en el ocaso del stalinismo, el desmoronamiento del aparato represivo le acarrea funestas consecuencias. O ser sacrificado o adaptarse a una vida civil en la que desaparecen sus referentes, sus jerarquías, en la que su mundo, aquel en la que tiene una finalidad, es puesto patas arriba.
Ruslán, el protagonista, es uno de esos perros adiestrados con finalidad siniestra. Al servicio de uno de los guardas de un campo de prisioneros, en el ocaso del stalinismo, el desmoronamiento del aparato represivo le acarrea funestas consecuencias. O ser sacrificado o adaptarse a una vida civil en la que desaparecen sus referentes, sus jerarquías, en la que su mundo, aquel en la que tiene una finalidad, es puesto patas arriba.
Sin prisioneros que amedrentar ni férrea disciplina impuesta por el amo que servir, el peso de las funciones para las que fue educado constituye un duro lastre a la hora de afrontar una existencia. Adoptado, circunstancia humillante, por uno de los prisioneros que custodiaba, al que llama Harapiento, su vida traza una curva descendente en un final duro, necesariamente trágico y difícil de digerir, un tramo de esta peculiar novela de reinvención que se hace un poco largo, posiblemente con intención por parte del autor, de plasmar esa desorientación, ese vacío intrínseco a todo aquello diseñado con un fin por un aparato totalitario. Sean personas, sean cosas, sean animales.
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