Título original: Оди́н день Ива́на Дени́совича
Año de publicación: 1962
Traducción: Enrique Fernández Vernet
Valoración: recomendable
Solzhenitsyn aparece fugazmente en algún libro de (o quizás sobre) Limónov: creo recordar que su figura aparece en la pantalla de un televisor justo en el momento en que Limónov se cepilla a una de sus múltiples conquistas femeninas. La imagen se presta: una televisión de tubo de rayos catódicos, seguramente en blanco y negro, y Limónov contemplando desde su pose chulesca y dominante la imagen de alguien que debía parecerle poco menos que el Anticristo, pues, perdonadme si echo mano demasiado a la ligera de ciertos recuerdos setenteros, Solzhenitsyn y sus crónicas del Gulag fueron, claro, junto al implacable avance de la seducción del consumo capitalista, algunas de las semillas que acabaron, parece que para siempre, pero vaya usted a saber, con la utopía bolchevique-soviética-comunista-marxista-leninista. No por la vía rápida, claro, porque el muro tardaría aún décadas en desmoronarse.
Y Un día en la vida de Iván Denísovich fue su primera novela, y su carácter de hito radica fundamentalmente en que se permitiese su publicación en una revista del régimen, cuando representaba una nada disimulada (aunque tampoco muy feroz) crítica a todo el sistema represivo instaurado por la URSS, lo cual, en 1962, era toda una señora osadía. No pocos problemas le acarreó a Solzhenitsyn, que, por esta y posteriores obras, pues acabó siendo deportado, y solamente pudo regresar a su país a mediados de la década de los 90. Con un Nobel bajo el brazo, y con un aura de escritor de denuncia que, en un mundo lanzado al capitalismo y encantado con desbaratar cualquier posible atractivo del otro bloque, le convirtió en una especie de mito viviente.
Lo que pone en el título es lo que hay. Iván Denisovich está en el octavo de los diez años de trabajos forzados a que ha sido condenado tras declararse culpable de espionaje (a favor del ejército alemán, al que viene de combatir): su jornada habitual consiste en ser despertado a las cinco de la mañana y pasarse el día haciendo de albañil hasta volver, agotado, al campo para esperar que llegue el día siguiente. Esporádicamente, algún domingo, su rutina se interrumpe y puede descansar. Pero el día que describe Solzhenitsyn no es un domingo. Vamos. Toda la picaresca encaminada a que el día se produzca sin sobresaltos queda descrita. Las raciones de sopa aguada y escasa. Los gramos de pan asignados según la productividad. Las escudillas, el apurado de los platos a lametones, la lucha por la supervivencia, las jerarquías, los cigarrillos hechos de remiendos de colillas, el uso de escondrijos para ocultar los instrumentos más básicos. una cuchara, un trozo de pan como ración extra, herramientas que faciliten la labor. El día avanza y Solzhenitsyn, que vivió la experiencia en carne propia, no duda en trasladarnos esa triste rutina, ese permanente estado de jaque, expuesto a la arbitrariedad de guardianes, de mandos, de otros presos situados en una jerarquía superior. Sin exceso en la truculencia de las situaciones, la sensación imperante es la rutina, el agotamiento, la abulia y el chocante entusiasmo por cumplir bien incluso con el trabajo a que es uno obligado. De hecho, podríamos ahorrarnos algunas páginas que parecen una especie de manual de albañilería bajo cero y centrarnos en la denuncia de lo sustancial: que todos los totalitarismos necesitan artefactos como las prisiones a gran escala y las condenas de enormes masas de población al ostracismo para conseguir sus fines. Un día en la vida de Iván Denísovich no ha envejecido bien: la crueldad de que es capaz la humanidad se ha sofisticado y depurado de una forma muy notable en estas décadas, y hoy en día cabría esperar de alguien que obtuviera la misma repercusión describiendo situaciones análogas en Ruanda, en Laos, o en Guantánamo. Pero me da a mí que nadie está particularmente interesado en que eso suceda.
2 comentarios:
"Privet" Una cierta melancolía que, en cierta manera, rememora el gélido invierno ruso se extrapola en gran parte de las obras de Solzhenitsyn. De su lectura se irradia la languidez de un día sin fin.
Quizás las traducciones no sean del todo idóneas, pero estos autores tienen un halo especial.
Gracias por el comentario. Curioso ese tono unificador de la literatura rusa, una especie de melancolía que acaba afectando a todos los autores, mezclada con una cierta épica.
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