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lunes, 22 de mayo de 2017

Pío Baroja: Fantasías vascas

Idioma original: español
Valoración: Recomendable


Habrá observado el avezado lector que me he comido la información sobre el año de publicación del libro, que siempre se suele incluir en la cabecera de nuestras entradas. De entrada digo que el motivo es, sencillamente, que no tengo ni idea de la fecha. Aunque uno es bastante vaguete para hacer indagaciones en internet, esta vez me he esmerado en buscar cuándo se publicó originariamente ‘Fantasías vascas’, sin resultado. De manera que, aun arriesgándome a meter la pata, me tiraré a la piscina: yo creo que el libro está constituido por relatos y escritos dispersos que Baroja fue elaborando a lo largo de los años –seguramente, entre 1.900 y 1.910- y que alguien reunió en un volumen, puede que allá por los años 40 ó 50 del siglo pasado, que son las fechas de las ediciones más antiguas que he encontrado.

La osadía (bastante infrecuente en mi) se basa, además de la comentada ausencia de otros datos, en la dispersión y escasa coherencia de la colección. ‘Fantasías vascas’ es un compendio de diecisiete relatos, entre los que dos de ellos ocupan más de la mitad del volumen, en tanto que otros varios apenas se extienden por dos o tres páginas. Como su título indica, su común denominador es que todas ellas se sitúan en el escenario vasco, diríamos genuinamente vasco.

Las diez primeras narraciones son poco más que estampas visuales de ese entorno tópico del País Vasco rural: escenas de mar embravecido, brumas sobre las casas en que se intuye el calor del hogar, aldeanos silenciosos, caseríos montaraces. Una galería de paisajes en la que los escasos personajes son poco más que parte del escenario, en el que se funden como un elemento más. Parece un mero ejercicio de estilo, pequeños bocetos en los que, no obstante, vemos con claridad algunos de los motivos que Baroja utilizará en varias de  sus trilogías posteriores.

El primero de los relatos de mayor envergadura es ‘La infancia de Silvestre Paradox’. Más que un arranque de las famosas aventuras de este personaje, da la impresión de ser una precuela (dios mío, el palabro más abominable que se ha inventado) escrita tal vez después, o al margen de la historia principal. Sea como fuere, vemos aquí a ese Baroja genuino a la hora de dibujar personajes de acción, en este caso un mozalbete, que huyen del desarraigo a base de peripecias, pillería y algo de temeridad. Aquí está el Baroja de la frase corta y el relato vertiginoso que encontramos en sus libros de aventuras.

‘La dama de Urtubi’ es, desde mi punto de vista, la estrella de la compilación. Es en principio una historia de amores, protagonizada por una señorita de la nobleza y situada en el siglo XVII o XVIII en esa mágica zona montañosa entre el norte de Navarra y el País vasco-francés (muy cerca de Bera de Bidasoa, donde don Pío tuvo su casa familiar). Sin embargo, tras su apacible inicio el relato da un giro brusco y sorprendente para meterse de lleno en el mundo de los akelarres que tenía su epicentro en la conocida cueva de Zugarramurdi. Casi se pierde de vista el origen de la historia, ésta adquiere la aceleración barojiana habitual, y desemboca en una descripción, vigorosa y brillante, de los ritos y el desenfreno a que se entregan brujas, nobles, curas y aldeanos en la mágica caverna. Aunque el argumento es sumamente simple, me parece una narración espléndidamente construida, sin un altibajo. Para que luego se diga de las deficiencias técnicas de Baroja.

Los últimos relatos vuelven a la brevedad aunque son muy diferentes de los primeros. Si en aquéllos se dibujaban paisajes, ahora son más bien retratos que se articulan en torno a un personaje, diferentes pero con rasgos comunes: de nuevo el desarraigo, huida de la vida acomodada, búsqueda de la acción. Personajes que se identifican con el omnipresente arquetipo vasco pero que, no obstante, tampoco ocultan una emotividad bastante singular: unos más ruidosos que otros, pero todos mantienen, medio ocultos, rasgos de humanidad, como de tipos siempre disconformes, que van buscando algo que no saben lo que es.

Aparte de ‘La dama de Urtubi’, tampoco puedo dejar de destacar otras dos narraciones muy breves: ‘La venta’, poética descripción de la llegada del viajero a la posada, donde encuentra descanso y calor, y la que cierra el libro, ‘El viejo y su canción’, apenas dos páginas para una alegoría, potente y escueta, del personaje que no encuentra su lugar entre la gente, ni alcanza a comunicarse. Aunque no lo dice expresamente, ese viejo anónimo parece buscar la ataraxia también anhelada en 'El árbol de la ciencia'. Empieza así:

‘Yo soy un hombre que ha salido de su casa por el camino, sin objeto, sin saber por qué, con la chaqueta al hombro, al amanecer…’

El resto, como los demás relatos de este encantador librito, recomiendo que lo lean ustedes mismos. Lo disfrutarán moderadamente.

Otras obras de Pío Baroja en ULAD: El árbol de la ciencia

jueves, 17 de noviembre de 2022

Juan Benet: Otoño en Madrid hacia 1950

Idioma original: castellano

Año de publicación: 1987

Valoración: Muy recomendable


Mi modestísimo e incompleto viaje por la obra de Juan Benet empezó en su día por su parte más oscura, justamente la menos desconocida (y aun así, casi completamente desconocida): aquellos libros que tenían como escenario una remota e imaginaria comarca leonesa, con abundantes ecos de la Guerra civil, personajes herméticos que no sabemos si son reales o solo recuerdos o sueños (a veces todo ello), atmósfera insana y gélida y, sobre todo, esa peculiarísima forma de narrar, rigurosa pero libre de toda atadura, un torrente desmedido que provoca angustia, estupor y admiración a partes iguales, al menos en mi caso. Mucho más tarde, de forma completamente fortuita, he ido conociendo otros textos que me han acercado a un autor que se me ha ido revelando menos denso, diríamos más asequible, con registros bastante diferentes, alguna novela más ligera, obritas de juventud, cosas así. Se puede decir que poco a poco he ido encontrando luz en este autor, y el proceso culmina de alguna forma con el libro que comentamos hoy.

Otoño en Madrid hacia 1950 se compone de cuatro crónicas en torno al momento y lugar que lucen en el título. Benet está integrado de pleno en el mundillo literario, que naturalmente se manifiesta en diversas tertulias compuestas por tipos como él mismo, intelectuales de ingenio afilado, gentes ávidas de charlas en torno a la literatura y la creatividad, en las que no faltan la anécdota y alguna extravagancia, lugares donde compartir quizá cierto elitismo cultural, cafés donde a veces corre el alcohol o burdeles que luego aparecerán en sus novelas. Y tal vez, en alguna medida, el deseo de sobresalir o epatar entre los iguales (o parecidos). Benet es entonces un jovenzuelo, parece que de momento escucha y aprende más que destaca, y todavía no es el centro de atención de futuras reuniones que compartiría más adelante con Marías, Azúa, Millás o García Hortelano, si no recuerdo mal.

Son desde luego tiempos oscuros. Se ha salido de la época más negra de la postguerra, pero en esos círculos intelectuales reina el desencanto, una pesadumbre sorda, poco ruidosa, ante la sociedad mojigata que se construye desde el franquismo, ante la censura y el aislamiento, años grises en los que esos cafés o esas reuniones en casa de alguien eran un refugio donde absorber oxígeno para seguir explorando caminos diferentes a los de la cutrez oficial. En esa especie de reducto de gentes de letras y amistades diversas encontramos la tertulia en casa de Pío Baroja, al pintor Juan Manuel Díaz-Caneja y, naturalmente, a Luis Martín Santos, amigo pero también rival intelectual de Benet. 

El relato de las tardes en casa de Baroja es el que reúne más información. Don Pío es ya un referente en el mundo de las letras, pero es un anciano sencillo, que recibe sin preguntar a quien quiera pasarse, y solo rompe su silencio para alguna intervención breve y concluyente, recluido en su sillón y dejando la iniciativa a quien desee hablar. Benet deja fluir anécdotas que sorprendían o hacían desternillarse a los presentes (las ocurrencias de José Gallego-Díaz, la historia de los monos mecánicos), entrelazadas con reflexiones sobre el arte y, más tangencialmente, sobre política, que dejan ver la sensación de postración que se deriva del momento. La semblanza de Baroja es brillante, pesando más el lado humano que el literario aunque sin rehuir este último, y a Benet parece fascinarle el carácter inamovible del autor vasco, alguien que mantiene su personalidad, su estilo, su carácter e ideas intactos por mucho que el mundo se haya movido en las últimas décadas. No llego a saber si en el fondo de la admiración que muestra ante esa integridad (y que se repite en el caso del ‘rojo’ Caneja) hay un pequeño rastro de desdén, por cuanto esa ausencia de evolución podría entenderse también como una limitación, y Benet no se pronuncia sobre si es o no voluntaria.

Porque, siendo sinceros, yo creo que el autor madrileño tiene unas dotes intelectuales incontestables pero me da la sensación de que, a la menor oportunidad, aflora también la soberbia de quien es muy consciente de ello. Algo de ello se deja ver también en el apartado dedicado a Martín Santos. Parece Benet un tipo incapaz de empatizar con nadie, al menos al poner las palabras sobre el papel, y no hay en el texto ni una sola prueba de afecto, ni un ápice de emotividad al referirse al que se supone que fue su amigo, como tampoco lo hay hacia el viejo y hospitalario Baroja. Se diría que puede más la pugna literaria (diríamos Faulkner vs. Joyce) que la relación humana, como parece demostrar la yo creo que poco inocente reiteración de lugares y situaciones vividos por ambos que Benet insiste en identificar como material originario que aparecería en Tiempo de silencio. Quizá es lo que tiene la amistad de dos cerebritos que además comparten vocación literaria.

Por lo demás, la crónica de las andanzas de Benet y Martín Santos está llena de momentos curiosos y es un retrato perfecto de la vida de estos personajes en aquella España plomiza. Como lo es en general el libro al completo, por el que circulan todo tipo de cosas, desde reflexiones sobre temas cualquiera (la figura del héroe momentáneo, que pronto cae en el olvido frente a quien más adelante quedará para la Historia), la aparición de un capitán Medina que muy bien pudiera ser el protagonista de El aire de un crimen (o al menos haber prestado su nombre a ello), pequeñas historias sobre la vida en Paris de los pocos que por entonces pudieron viajar al extranjero y, cómo no, algunas idas de olla con las que Benet  parece disfrutar de vez en cuando.

Pero, al margen del mismo contenido del texto, ya de por sí interesante, es una delicia leer a este autor en su versión digamos más luminosa. Con un estilo fluido y elegante, de frase algo sinuosa, describe con precisión y, sin necesidad de calificativos, capta el alma de los lugares y las situaciones, es al mismo tiempo instructivo y entretenido. Y hasta ese puntito petulante y (quizá buscadamente) arcaico le da gracia a la vez que pone el nivel muy alto. Olvídense si quieren del autor, este no es el Benet novelista difícil y propenso a atragantarse, ni este es el libro por el que llegar a conocerle, al menos desde el punto de vista literario. Con Otoño en Madrid hacia 1950 podremos quizá conocer algo de su lado humano y disfrutar de un texto espléndido sobre un momento histórico y un cierto ámbito cultural. Nada más, pero mucho más que suficiente.

martes, 5 de marzo de 2013

Pío Baroja: El árbol de la ciencia

Idioma original: español
Año de publicación: 1911
Valoración: recomendable, pero extraño

Creo que todos los que estudiamos en la EGB recordamos este libro: era lectura obligatoria en la asignatura de literatura, no recuerdo en qué año. La verdad es que cuando lo leí entonces no me marcó demasiado: lo leí por obligación, sin interés ni gusto. Creo que en aquella época me había dado por devorar a Borges, y claro, Baroja tenía poco que hacer en comparación (claro que, ¿cuántos autores podrían competir con un Borges recién descubierto?).

Releído ahora, no sé cuántos (demasiados) años después, El árbol de la ciencia produce una sensación extraña: las secciones narrativas -las dos primeras y las dos últimas del libro- parecen llenas de acción, pero una acción desbocada, compuesta por cuadros casi independientes y llenas de personajes secundarios sin más hilo conductor que la travesía vital del protagonista, Andrés Hurtado; a esta sensación vertiginosa ayuda el estilo de Baroja, directo, conciso, en ocasiones casi infantil por su brevedad y su simplicidad. Y en medio, en la sección tercera, la acción se detiene para dar paso a una conversación demorada entre el protagonista y su tío Iturrioz sobre filosofía (con especial atención al idealismo y al irracionalismo).

En lo que más vale la novela, probablemente, y también en lo que por desgracia resulta más actual, es en su implacable crítica de los males de España: una universidad anquilosada y alejada de la realidad; un chovinismo irresponsable; una hipocresía clasista; una ignorancia supersticiosa o un bipartidismo político corrupto. Véanse por ejemplo estas frases sobre la política del pequeño pueblo de Alcolea:

La política de Alcolea respondía perfectamente al estado de inercia y desconfianza del pueblo. Era una política de caciquismo, una lucha entre dos bandos contrarios, que se llamaban el de los Ratones y el de los Mochuelos; los Ratones eran liberales, y los Mochuelos conservadores. [...] Alcolea se había acostumbrado a los Mochuelos y a los Ratones, y los consideraba necesarios. Aquellos bandidos eran los sostenes de la sociedad; se repartían el botín; tenían unos para otros un “tabú” especial, como el de los polinesios.
Como se puede deducir, El árbol de la ciencia es una obra pesimista, no solo crítica sino también desencantada. La propia actitud del protagonista, capaz de reconocer los males de la sociedadque lo rodean pero incapaz de hacer nada al respecto, parecen reflejar la visión barojiana de la vida. El desenlace, no exigido por la trama sino por la voluntad de su creador, contribuye a la sensación general de callejón sin salida que predomina en la novela, en la que apenas hay personajes que puedan considerarse positivos.

Creo que el efecto que produce esta novela, como casi todas las de Baroja, se debe precisamente a que estamos acostumbrados a una cohesión más fuerte en las obras narrativas: los capítulos e incluso las frases se subordinan a una trama o a varias, por amplios que puedan ser los meandros de la narración. En Baroja, como sucede en cierto modo con las novelas de César Aira, da la impresión de que tanto el lenguaje como la imaginación creadora se disparan en todos los caminos a la vez, y el lector queda al mismo tiempo confuso y atrapado. De lo que no cabe duda es de que se trata de un terrible retrato de la España de principios de siglo; y mejor no decir de qué siglo.

miércoles, 13 de enero de 2010

Miguel Delibes: La sombra del ciprés es alargada

Idioma original: español
Año de publicación: 1948
Valoración: Recomendable

Comienzo:
Yo nací en Ávila, la vieja ciudad de las murallas, y creo que el silencio y el recogimiento casi místico de esta ciudad se me metieron en el alma nada más nacer.
Final:
Me sonreía el contorno de Ávila allá, a lo lejos. Del otro lado de la muralla permanecían Martina, doña Gregoria y el señor Lesmes. Y por encima aún me quedaba Dios.
Entremedio se nos va desgranando la vida de Pedro, el protagonista, y sus luchas internas. Huérfano y educado en casa del maestro Lesmes en Ávila, se verá influenciado durante toda su vida no sólo por el aura mística de la ciudad sino por cierta temprana y trágica pérdida y por la filosofía del "desasimiento" predicada por su mentor como modelo de vida ("mejor no tener que llegar a perder").

En su primera novela Delibes hace suyo el principio filosófico de Ortega y Gasset: es la circunstancia la que esculpe el carácter del ser humano. Y el de Pedro está herido por la sombra afilada y hostil del ciprés: herido, en fin, por la sombra terrible de la posguerra.

Es una pena que este determinismo inevitable vuelva la acción predecible en algunos momentos. Sin embargo, la magnífica construcción de los personajes, y la cadencia narrativa y el cuidadísimo lenguaje de un Delibes primerizo salva con creces este -para mí- punto flaco de una novela ganadora del Premio Nadal.

Anécdota con respecto al galardón:
Cuando [Delibes] ganó el Nadal, Pío Baroja elogió esta novela en una entrevista que le hizo Antonio Covaleda para el diario Pueblo. Posteriormente, Vergés y Delibes fueron a visitar al anciano escritor. «Entonces le dije que se habían vendido 5.000 ejemplares en tres meses. Se echó a reír. “Joven, yo sé lo que puede vender la primera edición de un libro”, dijo. Entonces, José Vergés, mi editor, que me acompañaba, le dijo el viejo maestro: “Don Pío, es que en España han comenzado a leer las mujeres”. “Ah —Baroja cambió de tono—, si han empezado a leer ésas no digo nada.” No dijo mujeres sino ésas, pero entre Vergés y él acababan de poner el dedo en la llaga. La mujer empezaba a incorporarse a la cultura en España, a sentir una inquietud espiritual, y esa actitud no ha cesado de crecer desde entonces. Hoy podemos asegurar que las mujeres leen más que los hombres». (Entrevistado por César Alonso de los Ríos, El Semanal, 2 de abril de 2000, s.p.).

Otras obras de Miguel Delibes en ULAD: Aquí

domingo, 13 de abril de 2025

Edmundo Desnoes: Memorias del subdesarrollo

Idioma original: Español  

Año de publicación: 1965

Valoración: Está muy bien

Un hombre corriente frente a la sociedad y la dificultad para asimilarse a una corriente histórica, un antihéroe de manual frente sus propias contradicciones y las contradicciones intrínsecas de una sociedad que se pretende nueva, un tipo algo pedante (que cita a Rimbaud y habla de la Weltanschaung) que da vueltas por La Habana para matar la soledad y la tristeza, un observador abúlico y distanciado de una realidad tragicómica y sórdida... Cualquiera de estas frases (o todas ellas) vendría a resumir el espíritu de una novela llevada al cine en 1968 por Tomás Gutiérrez Alea, director de la conocidísima Fresa y chocolate.

Publicada en 1965 y ambientada entre la invasión de Playa Girón y la crisis de los misiles, Memorias del subdesarrollo se aleja de las corrientes literarias imperantes en la región y se acerca a una narrativa de corte existencialista, tamizada (eso sí) por el entorno sociocultural. En fin, una novela más cercana a la tradición "europea" que al realismo mágico o al realismo socialista (en sus diferentes formas) que manejaban el cotarro por aquella época.

Ya el título da una pista de lo dostoyevskiano de la novela, no? ¡El propio autor lo reconoce en el epílogo a esta edición, escrito 40 años después! Al mismo tiempo, reconoce en él la innegable influencia de El extranjero de Camus o de Pío Baroja en su obra. ¡Cómo negarlo, sobre todo en el caso del Nobel francés!

Escrita en forma de diario al que le faltan fechas y referencias y con un predominio abrumador de la frase breve (un poco al estilo de Pedro Juan Gutiérrez, pero más "limpio"), Memorias del subdesarrollo es la historia de Sergio Malabre, un hombre escindido, un extranjero en su propia tierra que observa y analiza la realidad y a sí mismo con un puntito cínico. 

La gente me parece cada día más estúpida; y yo no soy más inteligente ahora

Tengo 39 años y ya soy un viejo. No me siento más sabio, como esperaría un filósofo oriental, ni más maduro. Me siento más estúpido

A favor pero en contra de la Revolución (Todos son unos ilusos. La contra, porque vive convencida de que recuperará fácilmente su cómoda ignorancia; la Revolución, porque cree que puede sacar a este país del subdesarrollo), influenciado por la cultura popular estadounidense pero renegado de los Estados Unidos y de su "protección", Sergio Malabre sería un miembro de honor del club de los "se dejaba llevar", uno de esos voyeurs de libro.

Y como buen voyeur, Malabre / Desnoes nos ofrece en sus andanzas una crónica del país y de la época en diferentes aspectos: el social, el político, el cultural, etc. Novela, sí, pero bien anclada en la realidad del momento.

Todo lo anterior no significa que Memorias del subdesarrollo sea una novela 100% clásica. De hecho, la inserción de discursos de Kennedy o de Fidel, la inclusión del propio autor como protagonista, la referencia a escritos del propio Malabre y que son incluidos como apéndices a la novela (me encanta Yodor) o la reproducción de fragmentos de boleros hablan de la voluntad del autor de superar los marcos tradicionales de la novela, de acercar esta a lo documental, a lo cinematográfico y/o a lo popular, y sitúan a Desnoes cercano, a su manera, a tipos como Manuel Puig.

En fin, una muy buena novela a la que solo le pondría un pero: su final, un tanto abrupto. Como el de esta reseña. ¡Hala, a leer!

lunes, 14 de abril de 2014

Biografías lectoras: ganadores (1)

Las postales de mis libros por Rubén Darío Rodríguez 


Pronto le pedirá que le compre un archivador, dirá que él también quiere tener uno, no como el suyo, sino uno más pequeño para empezar, con otro dibujo en el cartón. Entonces le dará dinero para que escoja el que más le guste, el primero de muchos tesoros que irá guardando a lo largo de su vida.

Anoche le pidió a su madre que le enseñase aquel cuaderno grande, el del estante más alto. Es un archivador, o un álbum, le dijo, lo que tú prefieras, pero no un cuaderno. Y ella lo bajó, se lo abrió ante sus ojos, sentados juntos en el sofá. Tiene anillas y láminas con cuatro agujeros para encajar y espacio plastificado para ajustar cuatro imágenes por cada cara, ¿ves? Como los álbumes, como los archivadores.

Está lleno de fotos, se asombró el niño. Cuántas… Son postales, le corrigió la madre. Dejó que las tocara, que las deslizara con cuidado bajo el fino plástico transparente para acercarlas a la vista y recrearse en las imágenes y las ilustraciones. Les dio la vuelta y pudo leer en qué libro habían descansado de un día para otro mientras duró su lectura. “El adversario, Emmanuel Carrère, Saint Malo, junio 2013”, escrito en negro con el trazo firme sobre el blanco impoluto del reverso de una postal de un cuadro de Edward Hopper. Cogió otra de una de las primeras láminas. “Bajo las ruedas, Herman Hesse, Madrid, febrero 1995”, la tinta azul gastada, los rasgos curvados de una escritura más descuidada, por detrás de un tranvía en color sepia que se adentra en una avenida ajardinada.

Su padre empezó a guardar hace mucho tiempo, tendría 15 o 16 años, las postales con las que marcaba hasta donde avanzaba cada día en el grueso o delgado canto de un libro. No usaba marcapáginas ni separadores rectangulares que tuvieran más o menos el mismo largo que el volumen, y le parecía feo, ordinario e irrespetuoso, recurrir a la factura de una compra o a la servilleta de papel de un bar para indicar el lugar en que se interrumpía la lectura hasta el día siguiente. Se prohibía doblar unos milímetros las esquinas de la página, eso nunca, tampoco se permitía escribir en ella con bolígrafo o lápiz ideas o palabras, ni un miserable punto. La imagen de una postal que después conservaría con el rigor y la delicadeza con que se protege una reliquia quedaría unida para siempre al recuerdo de un libro.

Cada libro con su postal.

Al abrir el archivador la primera que se ve revive su ciudad en aquellos días, las olas enfurecidas golpeando un espigón que ya no existe. “Octubre de 1988”, indica detrás el rojo de un bolígrafo. “El árbol de la ciencia, Pío Baroja”. La primera lectura obligada por don Gregorio en clase de Literatura española. Qué malvado aquel profesor, con qué poca pasión impartía sus enseñanzas. Pensó que aquel era un libro serio, algo muy diferente a lo que había leído antes, los misterios que resolver de Los Tres Investigadores y las páginas animosas de los ejemplares de bolsillo de la colección Elige tu propia aventura, los diez o doce que descansan olvidados en el desván de casa de sus padres. El médico de aquella novela le hizo pensar en las penurias de la gente, en la ignorancia, la mezquindad, la vida como era hacía un siglo y cómo era en aquel momento, pensamientos inquietantes que se llevó a la almohada. Al terminar la última página escribió el título del libro, el nombre del autor y la fecha en la espalda de la postal que lo acompañó y la guardó en un cajón.

La colmena también estaba bien, el enjambre miserable que pasaba las horas en aquel café marrón y frío de un Madrid que no conocía pero le asustaba; Cela, qué bien escribía y qué mal le caía. Garcilaso no le gustó, Quevedo sí. Lope por supuesto, Calderón pues no. ¿Quién se acuerda de ellos? Los libros no eran suyos, los tenía su padre o su tío, que habían estudiado en el mismo colegio y guardaban ediciones muy viejas, o los tomaba prestados de la biblioteca. Cada postal fue a un cajón, siempre al mismo, hasta que todas las de aquel curso y las que le siguieron en la playa, el dique y el campamento durante el verano (La importancia de llamarse Ernesto y Servidumbre humana fueron sus preferidas) formaron un buen montón que prefirió sacar de la guarida. Compró un archivador en la papelería del barrio, láminas de álbumes fotográficos y las encajó según el orden en que las había leído.

Doña Rita era mejor maestra, escritora frustrada, devota de sus autores de cabecera. Transmitió a sus alumnos el entusiasmo por Tiempo de silencio, que a él le costó atrapar. Dos gatos haciéndose carantoñas en la postal de enero de 1990. Se perdió en Lorca y detestó Poeta en Nueva York, inspiración rencorosa para un poema de tres folios premiado en un certamen escolar con un accésit que leyó en el teatro del colegio frente a una audiencia despistada. Se emocionó con Gil de Biedma, del desencanto que irradiaba una antología que leyó poco después de su muerte, dos macetas en un balcón de Lisboa delante de la fecha.

Aquel curso y el verano que le sucedió empezó a leer libros de cine, revistas y estudios sobre música pop y rock. Porque le gustaban tanto las películas y el rock and roll como las novelas. No volvió a ellas hasta un par de años después, cuando ya solo regresaba a su entrañable ciudad de provincias en las vacaciones que interrumpían sus clases en la Universidad.

En Madrid descubrió el polvo cálido de las librerías de viejo y el orden distante con que las grandes superficies distribuían sus novedades editoriales. Y la biblioteca de la residencia de estudiantes en la que vivía tenía una nutrida oferta de ejemplares. Podía llevarse hasta un par por dos semanas a su habitación. Destacaban entre libros de todos los colores, tamaños y grosores los cantos amarillos pálido de la colección de una editorial nacional para narrativa contemporánea. Una buena parte de esas obras tenían su edición de bolsillo en variados colores que cada semana inspeccionaba en aquella librería en la que entrase. Compraba un libro por semana, después dos. Y otras tantas postales, cualquier ilustración o retrato que le llamase la atención entre postales de lugares comunes y motivos convencionales. Un día le dijo un compañero con el que se cruzó en una acera que tuviera cuidado, que le iba a atropellar un coche si no levantaba la vista del libro mientras caminaba por la calle. Estoy acostumbrado, sé cuando debo pararme y cuando cruzar con el semáforo en verde, respondió. Llevaba Casa de muñecas en las manos. ¿O era un García Márquez? ¿O un Hemingway? Ninguno de los dos le gustó.

Hesse, Kundera, Carver, Chesterton, Joyce, Fitzgerald, Luis Landero, Stephen King… lecturas de domingos grises de resaca. Como algún compañero de clase, tuvo su fiebre juvenil por los relatos y novelas de Bukowski, un adictivo impulso por conocer a sus mujeres, apostar en el hipódromo y perderse en colillas mojadas en alcohol, personajes y escenarios que años más tarde perdieron todo su sórdido encanto al releerlos. Probó con Thomas Mann y no pasó de la página 80 de La montaña mágica, que superaba las mil, y se decantó por Muerte en Venecia, que le pareció conmovedora, postal de la playa de Lido entre las palabras (regresó al balneario con Hans Castorp años después, 1.048 páginas de una edición que le esperó paciente cada día en el cuarto de baño y tardó un año en leer mientras alternó con otros libros).

Leía lo que fuera: obras que escogían los profesores, que le sugería una chica, que le prestaba un amigo, que recomendaba un periódico. Descubrió las comedias desmadradas de Tom Sharpe, que le rompían de risa en la cama de madrugada, mientras aún estudiaba algún residente al que convenía no molestar con las carcajadas. Luego le asombró el relato criminal que Capote reportajeó en A sangre fría, ese hijo de puta que entonces le hizo glorificar el periodismo, antes de darse cuenta de que el periodismo es un trabajo más sin días de gloria. Y un día empezó con Lolita, qué orgásmico aquel desfile de devotas palabras, y unos meses después había comprado toda la obra de Nabokov que tenían las librerías. También releyó algunas de sus obras pasados los años, unas le desquiciaban con sus retorcidos juegos de palabras, tan lejos del alcance del entendimiento de los simples mortales, otros le intimidaban con la perfección de su lenguaje, culmen de un arte inalcanzable. Libros, muchos libros, y sus postales escritas hasta el verano de 1997. Y ensayos de cine y biografías musicales. Y películas en VHS y discos en vinilo y CD. Todo lo que fue guardando en cajas de cartón precintadas para llevarse a casa al terminar la carrera.

Su primer viaje largo lo hizo sobre la letra pequeña de una edición de bolsillo de En el camino, los Estados Unidos de su imaginación. No tenía mucho en común con aquellos ‘beatniks’ antipáticos, pero a aquella vida sin rumbo fijo sobre el asfalto le agradece hoy que lo arrojase a la carretera. Los viajes siguientes fueron en carne viva y en todas direcciones, cada uno con un par de libros en la mochila, experiencias dispares que guarda en la tinta escrita de postales que compraba en museos o tiendas de regalos: las Crónicas de motel de Sam Shepard, las anécdotas de Bolaño, las fantasías extraordinarias de Roald Dahl, la ruina cotidiana de Cheever, los relatos agradables de Nick Hornby, las intrigas perturbadoras de Patricia Highsmith, la desesperación de Zweig… aquella madrugada de verano aparcado ante el portal y Carta de una desconocida en la voz afectada de un amigo fascinado con aquella confesión de amor…

…Y Paul Auster. Primero Mr. Vértigo, una tierna ilusión; luego Leviatán, o quedarse sin palabras; después El palacio de la luna camino de Amsterdam y en Brujas, que le hizo llorar. Y cada año tocaban dos libros de Auster, en Dublin (El país de las últimas cosas), en Praga (El libro de las ilusiones), en casa. Se fue sintiendo entonces un personaje de sus novelas al que el azar maneja a su antojo y gracia. Un hombre cuyo destino lo convierte en escritor de lo que ocurre a su alrededor, de cuanto pasa primero en el deporte de su ciudad, en las empresas, negocios, instituciones, asociaciones y gobiernos locales después, historias reales de las que se evade luego al abrir un libro en Chesil Beach, episodios que le enseñan a protestar y a denunciar, también a querer y a amar, a conocer a la mujer con quien va a crear un hogar. Se sintió Auster mismo: yo veo las cosas como las ve él, se dijo, así me fijo en las personas y retengo lo que les ocurre, si fuera novelista mis obras contarían historias como las cuenta Paul Auster.

El niño pasa las láminas, las postales de ocho en ocho. Alguna que le llama la atención se la lleva a las manos para detenerse en las líneas y detalles del dibujo o la fotografía y lee la cara posterior, aunque no sepa nada de los libros que recuerdan. Entre 2010 y 2014 son más numerosas. Fue cuando su padre volvió a dejarse la vista en los libros, a caminar por la calle con los ojos en el papel: 59 un año, 72 al siguiente, 88 un año después, 95 al otro, más de uno por semana. Cortos, largos, medios, colecciones de relatos, ensayos, estudios, tomos. Leería mucho más si no durmiese, si no trabajase, si no le dedicase tiempo a las películas o a la música, si no tuviese que encargarse de las cosas que todo el mundo hace como conducir o comprarle un archivador a su hijo. Pero la vida es también un libro y todavía lo está escribiendo mientras no deja de leer.

miércoles, 10 de julio de 2024

Lorenzo Montatore: La mentira por delante

Idioma: español

Año de publicación: 2021

Valoración: está bien (sobre todo para fans)

Contra lo que pueda sugerir la valoración de este libro y antes que nada, debo decir que yo nunca he sido demasiado fan de Francisco Umbral. En mi juventud de aspirante a cultureta leí dos libros suyos que no me entusiasmaron, precisamente (uno de ellos sobre Valle-Inclán, que me pareció directamente un timo y el otro, una novela que se desarrollaba en un poblado chabolista de Madrid anejo a cementerio, al menos tenía la gracia (?) de ser bastante delirante... Sí, ya sé lo que me vais a decir: que debería de leer Mortal y rosa, pero mirad, ya tuve suficiente). Sus celebradas columnas periodísticas tampoco me llamaban la atención, aunque debo reconocer su facilidad para la metáfora ocurrente. Y, como personaje público, Umbral era, en mis años mozuelos, uno de los pocos escritores (junto al ínclito Cela, Antonio Gala, Sánchez-Dragó... aunque me cuesta incluir a este señor en el gremio) que salían a menudo por la tele e incluso eran carne de imitación por los humoristas, por lo que eran reconocibles para una mayoría de gentes que nunca habían leído sus libros ni se les pasaba por la cabeza hacerlo. En el caso de Francisco Umbral, se hizo más célebre aún por haberle soltado una encendida diatriba a Mercedes Milá (visto lo visto, bien que hizo), que se convirtió en una ocurrencia recurrente en España durante años y aun décadas.

Ahora bien, que a mí no me gustara este escritor no quiere decir que no haya, incluso hoy, gente fascinada por su prosa sonajero florida, su voluntariosa figura de dandy (?) y su aún más férreo propósito de convertirse en una personalidad literaria de renombre (este es el caso, creo, de Alberto Olmos, aunque no sé si él ya ha renunciado a hacer lo propio). esta misma maravilla por el influjo umbraliano es la que debe haber impulsado al autor de este cómic, él sabrá por qué, a realizar el mismo, que resulta ser una suerte de panegírico caricaturesco a mayor gloria de Umbral y sus contemporáneos.

Digo "caricaturesco" no porque este libro -tebeo, según su propio autor- sea una sátira o parodia de nada o de nadie, sino por el estilo de dibujo de Lorenzo Montatore, con evidente influencia tanto de la "escuela Bruguera" como de la mítica revista La Codorniz. Que tiene gran talento para la caricatura lo atestiguan los retratos que hace de los ya mencionados Umbral y Milá, pero también de Lola Flores, Massiel, Carrillo, los ya mencionados Cela y Sánchez-Dragó, Delibes, Pérez-Reverte, Los Ramones, Ramoncín, el Rey Emérito, García Berlanga, Jesús Hermida, Pitita Ridruejo,... en fin, toda una heteróclita colección de personajes que tienen en común, aparte de ser en su mayoría escritores (juntaletras, en algún caso), eran una parte importante de esa sociedad que salía en los medios (es decir, la tele) en aquellos procelosos y demasiado recordados años 80 y 90, cuando el protagonista de esta biografía era también una estrellita mediática, al menos en España. También aparecen otros escritores de otro tiempo que Umbral tenía o pretendía tener como refrentes (en algún caso, para criticarlo): Valle-Inclán, Pío Baroja, Gómez de la Serna, Larra...

La parte mollar del libro, no obstante, y quizás lo más destacable para retratar al biografiado, puede que sean, más bien, las muchas sentencias de este escritor recogidas aquí, toda una serie de frases lapidarias, a modo de aforismos en las que Umbral, un escritor especialmente dotado para el regate en corto (desde luego, más que para el juego estratégico), mostraba su versión más brillante. La mayoría de estas sentencias tratan, cómo no, sobre la literatura, aunque no todas: 

-"Soy un vendedor de metáforas de parroquia."
- "Prefiero el robo a la influencia. El robo y el asesinato."
-"La literatura se erige sobre un crimen o no es verdad."
-"La vejez es asistir al propio pasado."
-"Yo no he vivido, no he llegado a tocar nunca la realidad porque todo lo he vivido literariamente."
-"Mis libros me vivirán cuando yo muera."
-"Poeta es el que sólo escribe cuando se le ha ocurrido algo. Prosista es aquel a quien se le ocurren las cosas escribiendo."
-"Había nacido poeta lírico y lo puse todo en prosa para vivir."
-"Hace falta mucha humanidad para mirar como mira un perro."
-"El niño nos lleva a los reinos de lo pequeño. Acude a nuestra propia infancia dormida."
-"La infancia es una multitud, una aglomeración, una angostura. cada cinco o seis meses el niño es otro. El niño es sucesivo."
- "El dandismo tiene que ir por dentro."
-"Soy un quinqui vestido por Pierre Cardin."

Sin embargo, la frase por la que pasará a la Historia, aquella que recuerdan todos los que vivieron aquel momento y también muchos que no lo vivieron no la escribió, sino que la pronunció cual Zeus tonante en un plató de televisión. Una frase mítica, por menos de la cual a algunos les han dado el premio Nobel (que no digo que Umbral se lo mereciera, ojo, ni de lejos, pero algún contemporáneo suyo, tampoco):

Amén.

martes, 21 de noviembre de 2017

Mircea Cărtărescu: Solenoide

Título original: Solenoid
Idioma original: Rumano
Traducción: Marian Ochoa de Eribe
Año de publicación: 2015
Valoración: (Casi) imprescindible

Dice la crítica seria y especializada que esta es la obra cumbre de Cartarescu. A ver. Igual es algo aventurado, sobre todo si tenemos en cuenta que Cartarescu tiene unos 60 años y aún le quedan unos cuantos libros por delante, ¿no? Lo que sí que puedo decir es que se trata de su obra más ambiciosa hasta el momento (o, al menos, de lo que yo he leído), un compendio de todo su universo literario en versión extendida. 

Es un libro que no me atrevería a recomendar a nadie como punto de partida para adentrarse en la obra del rumano. Sus casi 800 páginas y su peculiar mundo hacen aconsejable acercarse a "Solenoide" tras alguna que otra experiencia en el mundo cartaresquiano. 

Pero vayamos al grano. Creo que estamos ante uno de los libros del año. Sin más. Por su originalidad, por su atrevimiento y por llevar casi al límite aquella frase de Pío Baroja, extraída de sus "Páginas de autocrítica", en la que decía que la novela es un saco donde cabe todo. 

A grandes rasgos, podríamos decir que "Solenoide" es una novela sobre el extrañamiento de uno mismo y del mundo que le rodea, una novela dual, realista y onírica a partes iguales. Y es que su protagonista es, así mismo, un ser dual; de día es un gris profesor de Lengua Rumana es un no menos gris colegio del extrarradio de la ya de por sí gris Bucarest, ciudad museo de la melancolía y de la ruina, y de noche es "simplemente" un hombre asediado por miedos, sueños y alucinaciones.

El libro son los cuadernos que va escribiendo su protagonista a lo largo del tiempo, en los que hace un repaso a toda su vida, determinada siempre por decisiones (propias o de terceros) conscientes e inconscientes, desde la infancia a la madurez, pasando por una adolescencia marcada por su estancia en un terrible sanatorio para tuberculosos, por su compulsiva afición a la lectura y por un doloroso rechazo a su primera obra literaria. Tal y como dice el propio escritor-lector-personaje de los cuadernos, estos son informes sobre sus propias anomalías escritos con el único objetivo de intentar comprender.

Como comentaba anteriormente, los cuadernos tienen dos vertientes. Una de ellas es diurna y correspondería a su monótona vida como profesor en un colegio de primaria, lleno de piojos y liendres; bichos reales y presentes en las primeras páginas del libro, metafóricos y terribles más adelante. El retrato de la Rumanía de los años 60-70 y 80 es devastador. Es el retrato de una soledad sin esperanza, de una vida con miedo, de una realidad que se ha convertido en la más abrumadora de las prisiones, en la que "todos somos ácaros ciegos pululando en nuestra mota de polvo en un infinito desconocido". Esta parte más realista me parece, sencillamente, brutal. Las páginas que reflejan la soledad, el dolor, el absurdo y el vacío son de lo mejor de la obra de Cartarescu.

La otra vertiente, llamémosla nocturna, es fruto de los miedos, sueños y alucinaciones de su protagonista. Pese a estar íntimamente relacionada con la parte realista, ya que procede del dolor "del día", podría leerse como una novela diferente. Sería, en este caso, una novela onírica, con una potente carga alegórica y metafórica, en la que los sueños del protagonista no constituyen otra cosa que planes de huída de la realidad. Esta parte es más compleja para el lector. Los extraños y terribles sueños están narrados con gran detalle, sobre todo en su aspecto más "técnico", y, en mi opinión, entorpecen un tanto la agilidad de la lectura.

En cualquier caso, se trata de un grandísimo libro, que trae a la mente, además de obras anteriores de Cartarescu (Lulú, Nostalgia...), a Kafka, con millones de insectos y parásitos como metáfora del mundo, a Borges o al Sábato de "Sobre héroes y tumbas". Palabras mayores, oigan.

P.S.: No quisiera acabar la reseña sin destacar el trabajo de Marian Ochoa de Eribe, traductora habitual de Cartarescu. El texto, sobre todo en su parte más onírica, está plagado de tecnicismos y de detalles e imagino que el esfuerzo debe haber sido ímprobo.

Otras obras de Cartarescu en ULAD AQUÍ

jueves, 17 de marzo de 2022

VV.AA.: Zona de penumbra

Idioma original: Español
Año de publicación: 2022
Valoración: Recomendable (especialmente para interesados)

Zona de penumbra aglutina once cuentos. Todos ellos fueron escritos durante el periodo que comprende el Fin de Siglo y el Modernismo. Los hermanan su autoría española y el cariz fantástico que adquieren sus argumentos. 

Aunque en general me han gustado, mis preferidos serían:

  • El inacabado "¿Dónde está mi cabeza?" de Benito Pérez Galdós, que entremezcla el horror con humor grotesco y absurdo.
  • "Médium", de Pío Baroja, y "Los buitres", de Ángeles Vicente, que sorprenden por su contundencia e intensidad.
  • "El que se enterró" de Miguel de Unamuno, cuyas reflexiones metafísicas rozan la genialidad.

Por ponerle alguna pega a este volumen, diría que la mayoría de narraciones agrupadas adolecen de:

  • Una prosa algo recargada.
  • Cierta tendencia a la sobreexpliación.
  • Premisas que, si bien eran originales en su época, a día de hoy pueden estar muy vistas.

Sea como fuere, recomiendo encarecidamente la lectura de Zona de penumbra. Especialmente a aquéllos que quieran visitar clásicos en los que se entremezclan lo sobrenatural, el inconsciente, el espiritismo y la comedia con sumo acierto.