
Valoración: Recomendable
Otras obras de Pío Baroja en ULAD: El árbol de la ciencia
Año de publicación: 1987
Valoración: Muy recomendable
Mi modestísimo e incompleto viaje por la obra de Juan Benet empezó en su día por su parte más oscura, justamente la menos desconocida (y aun así, casi completamente desconocida): aquellos libros que tenían como escenario una remota e imaginaria comarca leonesa, con abundantes ecos de la Guerra civil, personajes herméticos que no sabemos si son reales o solo recuerdos o sueños (a veces todo ello), atmósfera insana y gélida y, sobre todo, esa peculiarísima forma de narrar, rigurosa pero libre de toda atadura, un torrente desmedido que provoca angustia, estupor y admiración a partes iguales, al menos en mi caso. Mucho más tarde, de forma completamente fortuita, he ido conociendo otros textos que me han acercado a un autor que se me ha ido revelando menos denso, diríamos más asequible, con registros bastante diferentes, alguna novela más ligera, obritas de juventud, cosas así. Se puede decir que poco a poco he ido encontrando luz en este autor, y el proceso culmina de alguna forma con el libro que comentamos hoy.
Otoño en Madrid hacia 1950 se compone de cuatro crónicas en torno al momento y lugar que lucen en el título. Benet está integrado de pleno en el mundillo literario, que naturalmente se manifiesta en diversas tertulias compuestas por tipos como él mismo, intelectuales de ingenio afilado, gentes ávidas de charlas en torno a la literatura y la creatividad, en las que no faltan la anécdota y alguna extravagancia, lugares donde compartir quizá cierto elitismo cultural, cafés donde a veces corre el alcohol o burdeles que luego aparecerán en sus novelas. Y tal vez, en alguna medida, el deseo de sobresalir o epatar entre los iguales (o parecidos). Benet es entonces un jovenzuelo, parece que de momento escucha y aprende más que destaca, y todavía no es el centro de atención de futuras reuniones que compartiría más adelante con Marías, Azúa, Millás o García Hortelano, si no recuerdo mal.
Son desde luego tiempos oscuros. Se ha salido de la época más negra de la postguerra, pero en esos círculos intelectuales reina el desencanto, una pesadumbre sorda, poco ruidosa, ante la sociedad mojigata que se construye desde el franquismo, ante la censura y el aislamiento, años grises en los que esos cafés o esas reuniones en casa de alguien eran un refugio donde absorber oxígeno para seguir explorando caminos diferentes a los de la cutrez oficial. En esa especie de reducto de gentes de letras y amistades diversas encontramos la tertulia en casa de Pío Baroja, al pintor Juan Manuel Díaz-Caneja y, naturalmente, a Luis Martín Santos, amigo pero también rival intelectual de Benet.
El relato de las tardes en casa de Baroja es el que reúne más información. Don Pío es ya un referente en el mundo de las letras, pero es un anciano sencillo, que recibe sin preguntar a quien quiera pasarse, y solo rompe su silencio para alguna intervención breve y concluyente, recluido en su sillón y dejando la iniciativa a quien desee hablar. Benet deja fluir anécdotas que sorprendían o hacían desternillarse a los presentes (las ocurrencias de José Gallego-Díaz, la historia de los monos mecánicos), entrelazadas con reflexiones sobre el arte y, más tangencialmente, sobre política, que dejan ver la sensación de postración que se deriva del momento. La semblanza de Baroja es brillante, pesando más el lado humano que el literario aunque sin rehuir este último, y a Benet parece fascinarle el carácter inamovible del autor vasco, alguien que mantiene su personalidad, su estilo, su carácter e ideas intactos por mucho que el mundo se haya movido en las últimas décadas. No llego a saber si en el fondo de la admiración que muestra ante esa integridad (y que se repite en el caso del ‘rojo’ Caneja) hay un pequeño rastro de desdén, por cuanto esa ausencia de evolución podría entenderse también como una limitación, y Benet no se pronuncia sobre si es o no voluntaria.
Porque, siendo sinceros, yo creo que el autor madrileño tiene unas dotes intelectuales incontestables pero me da la sensación de que, a la menor oportunidad, aflora también la soberbia de quien es muy consciente de ello. Algo de ello se deja ver también en el apartado dedicado a Martín Santos. Parece Benet un tipo incapaz de empatizar con nadie, al menos al poner las palabras sobre el papel, y no hay en el texto ni una sola prueba de afecto, ni un ápice de emotividad al referirse al que se supone que fue su amigo, como tampoco lo hay hacia el viejo y hospitalario Baroja. Se diría que puede más la pugna literaria (diríamos Faulkner vs. Joyce) que la relación humana, como parece demostrar la yo creo que poco inocente reiteración de lugares y situaciones vividos por ambos que Benet insiste en identificar como material originario que aparecería en Tiempo de silencio. Quizá es lo que tiene la amistad de dos cerebritos que además comparten vocación literaria.
Por lo demás, la crónica de las andanzas de Benet y Martín Santos está llena de momentos curiosos y es un retrato perfecto de la vida de estos personajes en aquella España plomiza. Como lo es en general el libro al completo, por el que circulan todo tipo de cosas, desde reflexiones sobre temas cualquiera (la figura del héroe momentáneo, que pronto cae en el olvido frente a quien más adelante quedará para la Historia), la aparición de un capitán Medina que muy bien pudiera ser el protagonista de El aire de un crimen (o al menos haber prestado su nombre a ello), pequeñas historias sobre la vida en Paris de los pocos que por entonces pudieron viajar al extranjero y, cómo no, algunas idas de olla con las que Benet parece disfrutar de vez en cuando.
Pero, al margen del mismo contenido del texto, ya de por sí interesante, es una delicia leer a este autor en su versión digamos más luminosa. Con un estilo fluido y elegante, de frase algo sinuosa, describe con precisión y, sin necesidad de calificativos, capta el alma de los lugares y las situaciones, es al mismo tiempo instructivo y entretenido. Y hasta ese puntito petulante y (quizá buscadamente) arcaico le da gracia a la vez que pone el nivel muy alto. Olvídense si quieren del autor, este no es el Benet novelista difícil y propenso a atragantarse, ni este es el libro por el que llegar a conocerle, al menos desde el punto de vista literario. Con Otoño en Madrid hacia 1950 podremos quizá conocer algo de su lado humano y disfrutar de un texto espléndido sobre un momento histórico y un cierto ámbito cultural. Nada más, pero mucho más que suficiente.
La política de Alcolea respondía perfectamente al estado de inercia y desconfianza del pueblo. Era una política de caciquismo, una lucha entre dos bandos contrarios, que se llamaban el de los Ratones y el de los Mochuelos; los Ratones eran liberales, y los Mochuelos conservadores. [...] Alcolea se había acostumbrado a los Mochuelos y a los Ratones, y los consideraba necesarios. Aquellos bandidos eran los sostenes de la sociedad; se repartían el botín; tenían unos para otros un “tabú” especial, como el de los polinesios.Como se puede deducir, El árbol de la ciencia es una obra pesimista, no solo crítica sino también desencantada. La propia actitud del protagonista, capaz de reconocer los males de la sociedadque lo rodean pero incapaz de hacer nada al respecto, parecen reflejar la visión barojiana de la vida. El desenlace, no exigido por la trama sino por la voluntad de su creador, contribuye a la sensación general de callejón sin salida que predomina en la novela, en la que apenas hay personajes que puedan considerarse positivos.
Yo nací en Ávila, la vieja ciudad de las murallas, y creo que el silencio y el recogimiento casi místico de esta ciudad se me metieron en el alma nada más nacer.Final:
Me sonreía el contorno de Ávila allá, a lo lejos. Del otro lado de la muralla permanecían Martina, doña Gregoria y el señor Lesmes. Y por encima aún me quedaba Dios.Entremedio se nos va desgranando la vida de Pedro, el protagonista, y sus luchas internas. Huérfano y educado en casa del maestro Lesmes en Ávila, se verá influenciado durante toda su vida no sólo por el aura mística de la ciudad sino por cierta temprana y trágica pérdida y por la filosofía del "desasimiento" predicada por su mentor como modelo de vida ("mejor no tener que llegar a perder").
Cuando [Delibes] ganó el Nadal, Pío Baroja elogió esta novela en una entrevista que le hizo Antonio Covaleda para el diario Pueblo. Posteriormente, Vergés y Delibes fueron a visitar al anciano escritor. «Entonces le dije que se habían vendido 5.000 ejemplares en tres meses. Se echó a reír. “Joven, yo sé lo que puede vender la primera edición de un libro”, dijo. Entonces, José Vergés, mi editor, que me acompañaba, le dijo el viejo maestro: “Don Pío, es que en España han comenzado a leer las mujeres”. “Ah —Baroja cambió de tono—, si han empezado a leer ésas no digo nada.” No dijo mujeres sino ésas, pero entre Vergés y él acababan de poner el dedo en la llaga. La mujer empezaba a incorporarse a la cultura en España, a sentir una inquietud espiritual, y esa actitud no ha cesado de crecer desde entonces. Hoy podemos asegurar que las mujeres leen más que los hombres». (Entrevistado por César Alonso de los Ríos, El Semanal, 2 de abril de 2000, s.p.).
Año de publicación: 1965
Valoración: Está muy bien
Un hombre corriente frente a la sociedad y la dificultad para asimilarse a una corriente histórica, un antihéroe de manual frente sus propias contradicciones y las contradicciones intrínsecas de una sociedad que se pretende nueva, un tipo algo pedante (que cita a Rimbaud y habla de la Weltanschaung) que da vueltas por La Habana para matar la soledad y la tristeza, un observador abúlico y distanciado de una realidad tragicómica y sórdida... Cualquiera de estas frases (o todas ellas) vendría a resumir el espíritu de una novela llevada al cine en 1968 por Tomás Gutiérrez Alea, director de la conocidísima Fresa y chocolate.
Publicada en 1965 y ambientada entre la invasión de Playa Girón y la crisis de los misiles, Memorias del subdesarrollo se aleja de las corrientes literarias imperantes en la región y se acerca a una narrativa de corte existencialista, tamizada (eso sí) por el entorno sociocultural. En fin, una novela más cercana a la tradición "europea" que al realismo mágico o al realismo socialista (en sus diferentes formas) que manejaban el cotarro por aquella época.
Ya el título da una pista de lo dostoyevskiano de la novela, no? ¡El propio autor lo reconoce en el epílogo a esta edición, escrito 40 años después! Al mismo tiempo, reconoce en él la innegable influencia de El extranjero de Camus o de Pío Baroja en su obra. ¡Cómo negarlo, sobre todo en el caso del Nobel francés!
Escrita en forma de diario al que le faltan fechas y referencias y con un predominio abrumador de la frase breve (un poco al estilo de Pedro Juan Gutiérrez, pero más "limpio"), Memorias del subdesarrollo es la historia de Sergio Malabre, un hombre escindido, un extranjero en su propia tierra que observa y analiza la realidad y a sí mismo con un puntito cínico.
La gente me parece cada día más estúpida; y yo no soy más inteligente ahora
Tengo 39 años y ya soy un viejo. No me siento más sabio, como esperaría un filósofo oriental, ni más maduro. Me siento más estúpido
A favor pero en contra de la Revolución (Todos son unos ilusos. La contra, porque vive convencida de que recuperará fácilmente su cómoda ignorancia; la Revolución, porque cree que puede sacar a este país del subdesarrollo), influenciado por la cultura popular estadounidense pero renegado de los Estados Unidos y de su "protección", Sergio Malabre sería un miembro de honor del club de los "se dejaba llevar", uno de esos voyeurs de libro.
Y como buen voyeur, Malabre / Desnoes nos ofrece en sus andanzas una crónica del país y de la época en diferentes aspectos: el social, el político, el cultural, etc. Novela, sí, pero bien anclada en la realidad del momento.
Todo lo anterior no significa que Memorias del subdesarrollo sea una novela 100% clásica. De hecho, la inserción de discursos de Kennedy o de Fidel, la inclusión del propio autor como protagonista, la referencia a escritos del propio Malabre y que son incluidos como apéndices a la novela (me encanta Yodor) o la reproducción de fragmentos de boleros hablan de la voluntad del autor de superar los marcos tradicionales de la novela, de acercar esta a lo documental, a lo cinematográfico y/o a lo popular, y sitúan a Desnoes cercano, a su manera, a tipos como Manuel Puig.
En fin, una muy buena novela a la que solo le pondría un pero: su final, un tanto abrupto. Como el de esta reseña. ¡Hala, a leer!
Año de publicación: 2021
Valoración: está bien (sobre todo para fans)
Contra lo que pueda sugerir la valoración de este libro y antes que nada, debo decir que yo nunca he sido demasiado fan de Francisco Umbral. En mi juventud de aspirante a cultureta leí dos libros suyos que no me entusiasmaron, precisamente (uno de ellos sobre Valle-Inclán, que me pareció directamente un timo y el otro, una novela que se desarrollaba en un poblado chabolista de Madrid anejo a cementerio, al menos tenía la gracia (?) de ser bastante delirante... Sí, ya sé lo que me vais a decir: que debería de leer Mortal y rosa, pero mirad, ya tuve suficiente). Sus celebradas columnas periodísticas tampoco me llamaban la atención, aunque debo reconocer su facilidad para la metáfora ocurrente. Y, como personaje público, Umbral era, en mis años mozuelos, uno de los pocos escritores (junto al ínclito Cela, Antonio Gala, Sánchez-Dragó... aunque me cuesta incluir a este señor en el gremio) que salían a menudo por la tele e incluso eran carne de imitación por los humoristas, por lo que eran reconocibles para una mayoría de gentes que nunca habían leído sus libros ni se les pasaba por la cabeza hacerlo. En el caso de Francisco Umbral, se hizo más célebre aún por haberle soltado una encendida diatriba a Mercedes Milá (visto lo visto, bien que hizo), que se convirtió en una ocurrencia recurrente en España durante años y aun décadas.
Ahora bien, que a mí no me gustara este escritor no quiere decir que no haya, incluso hoy, gente fascinada por su prosa sonajero florida, su voluntariosa figura de dandy (?) y su aún más férreo propósito de convertirse en una personalidad literaria de renombre (este es el caso, creo, de Alberto Olmos, aunque no sé si él ya ha renunciado a hacer lo propio). esta misma maravilla por el influjo umbraliano es la que debe haber impulsado al autor de este cómic, él sabrá por qué, a realizar el mismo, que resulta ser una suerte de panegírico caricaturesco a mayor gloria de Umbral y sus contemporáneos.
Digo "caricaturesco" no porque este libro -tebeo, según su propio autor- sea una sátira o parodia de nada o de nadie, sino por el estilo de dibujo de Lorenzo Montatore, con evidente influencia tanto de la "escuela Bruguera" como de la mítica revista La Codorniz. Que tiene gran talento para la caricatura lo atestiguan los retratos que hace de los ya mencionados Umbral y Milá, pero también de Lola Flores, Massiel, Carrillo, los ya mencionados Cela y Sánchez-Dragó, Delibes, Pérez-Reverte, Los Ramones, Ramoncín, el Rey Emérito, García Berlanga, Jesús Hermida, Pitita Ridruejo,... en fin, toda una heteróclita colección de personajes que tienen en común, aparte de ser en su mayoría escritores (juntaletras, en algún caso), eran una parte importante de esa sociedad que salía en los medios (es decir, la tele) en aquellos procelosos y demasiado recordados años 80 y 90, cuando el protagonista de esta biografía era también una estrellita mediática, al menos en España. También aparecen otros escritores de otro tiempo que Umbral tenía o pretendía tener como refrentes (en algún caso, para criticarlo): Valle-Inclán, Pío Baroja, Gómez de la Serna, Larra...