Título original: Un barbare en Asie
Traducción: Jorge Luis Borges
Año de publicación: 1933
Valoración: Muy recomendable (casi casi imprescindible)
Igual todavía está usted a tiempo, porque justamente hoy se clausura en el Guggenheim de Bilbao una exposición sobre la obra gráfica de Henri Michaux. Ha sido una de las muestras que más me ha impresionado de todas las que he visto: los rasgos humanos apenas sugeridos, experimentos caligráficos que navegan entre la abstracción y el pictograma, esos paisajes surgidos de la mente alterada por la droga, todo ello siempre dominado por secuencias obsesivas, repeticiones, variaciones, que sin embargo forman un discurso coherente. Puede que el de Michaux no fuese uno de los que han quedado como grandes nombres de la historia de la pintura, como seguramente le ocurrió en las demás disciplinas artísticas en las que se introdujo. Era, como algunos otros creadores indispensables, un tipo compulsivamente forzado a experimentar, buscar formas de expresión, intentar comprender las claves de la estética.
Escribir no era una prioridad para Michaux, que a veces consideraba la palabra como un corsé, pero aun así es autor de una obra escrita relativamente amplia (muy poco traducido al castellano), y desde luego muy variada: sobre todo poesía, pero también artículos sobre sus experiencias con alucinógenos, trabajos sobre poltergeist (!), estudios sobre ideogramas, y varios libros sobre viajes, como este que tengo el placer de comentar. Esta dispersión dice también mucho sobre el carácter inquieto de Henri, que queda de manifiesto en Un bárbaro en Asia.
El periplo asiático debió ser de aúpa, imagínense un viaje de más un año, realizado a principios de los 30, recorriendo la India, China, Japón, Malasia y unas cuantas islas de Indonesia. Pero aunque mantenga la etiqueta correspondiente, hay que olvidarse del ‘libro de viajes’ como normalmente se entiende. En algún sitio he leído el concepto de ‘turista espiritual’, y es justo el que le cuadra a Michaux. Con una prosa construida a base de latigazos, como apuntes sin apenas elaborar, se adentra en el alma de estos países (entonces poco contaminada por la globalización), y se detiene a examinar todo lo que se encuentra: los rostros de la gente y su forma de moverse, las líneas de sus edificios y los peces de sus acuarios, su teatro, sus creencias, su manera de vestir o de dar o pedir limosna. Es una especie de extraordinario cuaderno de campo en el que todo rebosa espontaneidad, una pizca de humor y siempre la mirada penetrante del que quiere interceptar el entorno y la vida que fluye, tal como le llega a sus sentidos.
El ímpetu de Michaux resulta contagioso, ya se refiera a la sonoridad del sánscrito o a la belleza del Taj Mahal, el único monumento en el que se detiene en todo el libro, y al que dedica una bellísima y emocionante descripción; o su fascinación por la pintura china (otro párrafo memorable), las escalas de su música o ciertas danzas indonesias. Pero nada que ver con el viajero apologeta o, si se prefiere, con el turista bobalicón que alucina con todo lo que ve por el solo hecho de que le resulte exótico. Con la misma intensidad pero de forma igualmente ágil se muestra harto de la suciedad y la ‘fealdad’ (cualidad llamativamente genérica) de la que se siente rodeado en la India, despectivo hacia el derrotismo de sus habitantes o el conformismo chino, o deja ver su desapego hacia casi todo el panteón de divinidades que encuentra a su paso. Sin embargo, tampoco es Michaux el occidental quejoso de no encontrar las comodidades a que está acostumbrado, o acobardado ante gentes y culturas que por diferentes percibe como amenazadoras. Es siempre un observador agudo, desinhibido y a veces implacable, que no deja pasar la ocasión para reflexionar sobre el hombre europeo, que no siempre sale bien parado de las comparaciones.
Ciertamente, el capítulo dedicado a Japón es el menos afortunado, y hasta lo encabeza con un fragmento de poesía que “desearía disculpara mis malas impresiones” sobre el país. Pero es que ya desde el inicio declara la guerra, aunque lo haga con una bella figura:
“Lo que les ha faltado a los japoneses es un gran río. 'La sabiduría acompaña los ríos', dice un proverbio chino".
Más que desmerecer el texto, es el espacio nipón un pequeño bache, que casi parece producto de algún infortunio (¿le recibieron mal al llegar a puerto? ¿le sentó mal la primera comida, y desde ahí ya todo vino atravesado? ¿llovió todo el tiempo?), pero me sirve para ilustrar la potencia de la prosa, en este caso con intención demoledora. De todas formas, a la escala japonesa dedica más bien pocas páginas, y enseguida, cuando el autor contacta con los malayos (‘muchos recuerdan a los vascos’, dice el tío, nada menos), recuperamos el equilibrio y la brillantez con deliciosos comentarios sobre la forma de los tejados, o un sublime y detalladísimo examen del teatro balinés que habrá encandilado a Artaud, si es que llegó a conocerlo.
Hay desde luego autores mejor dotados para la narración, más brillantes o más ordenados, puede que hasta más seductores para el lector que busca noticias de aquellos mundos entonces casi desconocidos. Pero no me cabe ninguna duda de que para un viaje así nadie podría haber escrito un libro mejor.
2 comentarios:
Buena pinta. Y con traducción de Borges, mejor aún. Gracias por la recomendación.
Hola Antonio. Por si no ha quedado del todo claro en la reseña, insisto en que no es un libro convencional, y eso es lo que lo hace más interesante. Es asombrosa la capacidad de Michaux para examinar las voces, los gestos, los colores o las formas con ese entusiasmo y esa perspicacia. Si leemos el libro con mente abierta y sin prejuicios seguro que lo vamos a disfrutar.
Un saludo y gracias por tu opinión.
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