Idioma
original: francés
Título
original: Sortir
de la societé de consommation. Les liens qui libèrent
Año
de publicación: 2010
Valoración: Muy
recomendable
En esta sociedad del espectáculo que nos rodea, acostumbrada a poner el foco en charlatanes, aficionados y expertos de pacotilla, es preciso ir un poco más allá de lo evidente para hallar voces autorizadas, reflexiones sensatas, indispensables hallazgos o propuestas verdaderamente innovadoras. Como economista que comenzó a no creer en la economía observando una sociedad agrícola (y feliz) en Laos allá por la segunda mitad de los años 60, además de discípulo de nombres tan ilustres como Jean-Pierre Dupuy e Ivan Ilich, el filósofo y profesor francés Serge Latouche apela a una toma de conciencia como primer e indispensable requisito para avanzar socialmente. Concienciación que, si bien resulta urgente debido al estado actual del planeta –no en vano ha titulado el primer capítulo como La catástrofe productivista– quizá resulte favorecida por la actual crisis económica.
De momento, ni los accidentes
de mayor relevancia como Chernóbil o las vacas locas, ni las advertencias de
autores informados y concienciados han producido mucho efecto en gobiernos y
población. El autor apunta a tres factores como causa de tanta negligencia:
vanidad, voluntad de poder y codicia. Pero –continúa argumentando– es el propio
sistema, con sus dinámicas propias, quien lleva en su interior la semilla de la
catástrofe y, a no ser que se modifique radicalmente la actual trayectoria,
estamos abocados a ella sin remedio. Conviene tener en cuenta que:
“Hoy la catástrofe ya ha llegado. Estamos viviendo lo que los especialistas llaman la sexta extinción de las especies. La quinta, producida en el Cretácico hace sesenta y cinco millones de años, supuso el fin de los dinosaurios y de otros grandes animales, probablemente a causa del choque de un asteroide con la Tierra….”
Evidentemente, un sistema que vive por encima de sus posibilidades se aproxima a toda velocidad a su propia destrucción.
Pero es que ni siquiera es necesario, aunque a primera vista lo parezca, ese
crecimiento desmesurado y constante que nuestras sociedades se están empeñando
en mantener, más o menos, desde mediados del siglo XVIII (“con el nacimiento del capitalismo occidental y de la economía política”
avalados por la Ilustración, la doctrina de Adam Smith y el sueño de que el
llamado efecto goteo hará llegar a
los de abajo las migajas de los prósperos del mundo), pero sobre todo desde
1950, al establecerse el sistema actual fundamentado en tres pilares básicos:
publicidad, obsolescencia y crédito.
Sugiere el autor que el decrecimiento no es, en absoluto, una
teoría destructora, ni siquiera revolucionaria. Se trataría únicamente de contener
las ansias de progreso ilimitado e innecesario, por tanto implica sensatez así
como responsabilidad individual y colectiva para garantizar la conservación del
medio ambiente y promover una conducta mucho más social y solidaria. En
realidad, sus aspectos más superficiales han acabado poniéndose de moda y esto
da lugar a que parezca que estamos conteniendo nuestra capacidad de arrasar con
todo. Hoy día casi nadie los discute: gobernantes
y gobernados, productores y consumidores suscribirían de buen grado sus
premisas, otra cosa es que exista alguien efectivamente dispuesto a aceptar la austeridad
que supondría su puesta en práctica. Esta contradicción se pone en evidencia si
analizamos una expresión tan ampliamente aceptada como desarrollo sostenible. No es difícil ver que, en pura lógica, ambos
términos son contradictorios entre sí: solo hay que enfrentarse a la obviedad
de que los recursos del planeta son finitos para comprender que un avance
ilimitado no será nunca sostenible. El autor propone abjurar de la omnipresente
religión del crecimiento y mentalizarse de la viabilidad de un a-crecimiento, entendiendo este como un
especie de a-teísmo economicista. La
economía resultante estaría relocalizada otra vez, sería por tanto menos global,
más centrada en la gente y, por tanto, más humana. Una relocalización que, en lo que concierne a esta parte del planeta, recogería
los valores aristotélicos para acabar con la competitividad mediterránea y su
conflictiva polaridad, que estaría dirigida a construir una “zona euromediterránea”
para propiciar un auténtico diálogo intercultural, que tenga en cuenta valores
tradicionales como una alimentación verdaderamente sana y natural a la que no se
añadan artificiosamente elementos pretendidamente saludables.
De ahí que se coloque en el
primer plano de esta tendencia a los movimientos indigenistas gestados en la
década de los 60 en países como Bolivia y Méjico, se encuentre imbuida de un
fuerte componente ético y se la haya relacionado con la denominada economía de la felicidad. Aunque esta no
debe confundirse con el decrecimiento,
pues Latouche deja bien claro que:
“… no se trata de salir de una mala economía para entrar en una problemática “otra economía” que sería buena, sino de salir de la economía para recuperar la sociedad, la ética y la política.”
También de Serge Latouche: Pequeño tratado del decrecimiento sereno
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