sábado, 2 de febrero de 2019

Edgardo Rodríguez Juliá: Tres vidas ejemplares del Santurce Antiguo


Idioma original: Castellano
Año de publicación: 2018
Valoración: Muy recomendable

El paso del tiempo, los años vencidos e inertes, esa amarga convicción de que “llegar a viejo es graduarse en la humillación propia y la burla ajena”. Un estado vital en el que todo lo memorable ya ha ocurrido, donde toda la pólvora ya ha estallado y apenas queda encajar decepciones y pérdidas. Ese es el marco en el que se desarrolla Tres vidas ejemplares del Santurce Antiguo, la nueva novela de Edgardo Rodríguez Juliá (Río Piedras, Puerto Rico, 1946). En estos tiempos raros y desabridos en los que Netflix subtitula al castellano una película mexicana, zambullirse en un nuevo libro de Edgardo Rodríguez Juliá proporciona una estimulante y placentera inmersión en este “morrocotudo español antillano”, repletito de palabras y giros tan desconocidos como sorprendentes. Un regalo precioso.

Las historias de Edgardo Rodríguez Juliá son exigentes con el lector. Las tramas son enrevesadas, los personajes complejos, las anécdotas se acumulan y el relato va ciñendo sus contornos entre la densidad de los argumentos. Más allá del idioma compartido y diferente, y de las circunstancias históricas concretas que envuelven este relato y que escapan a quien no esté familiarizado con el devenir histórico de Boriqén, la isla más pequeña de las Antillas mayores –como es mi caso-, Tres vidas ejemplares del Santurce Antiguo recrea una época y una atmósfera, la del barrio de Santurce, en San Juan, la capital isleña, entre los años cuarenta y sesenta del siglo XX.

Y lo hace a través de un elenco de personajes, habitantes del barrio que se va conformando como el espacio propio de la burguesía a la que la ciudad antigua y colonial le queda obsoleta y exhibe en estas playas y avenidas posición y ambición, irguiendo hoteles, apartamentos, piscinas o lugares de ocio. Ahí están los personajes de Edgardo Rodríguez Juliá. Aunque periféricos, se muevan en los márgenes de esa clase social, de esa "placidez clase medianera", puesto que subsisten sin apenas liquidez en “esta enormidad que se nos ha venido encima que es el tiempo”. La narración se estructura en tres episodios -La Tertulia, El Mulato, La Cantante- que se deslizan desde los años 40 a los 60, en los que “todos vivían temerosos de haber ya zarpado en la nave del olvido”.

Por ahí pululan Antonio Paolí, el cantante tenor que nunca llegó a triunfar, entre la tertulia del restaurante “El Chévere” –todos dispuestos a despellejarse sin entusiasmo aunque con sistemático encono- y el apartamento en el que le esperan su esposa Adina y su hermana Amalia. O don Quirico, un mulato melancólico empeñado en perseguir las sombras del violinista Brigetower, con su misma tonalidad cutánea, que anduvo por la Viena del siglo XIX y a quien Beethoven compuso la Sonata Kreutzer, aunque luego le retirase la dedicatoria. O Lucienne Suzanne Dhotelle, Mome Moineau, que cantó en los cabarets de París, “la marimacha mamarracha más cachetera que he conocido”. O el doctor Manuel Igartúa Planell, un odontólogo generoso con la benzedrina y empeñado en el avance científico mediante su ingenioso prototipo del Orgasmotrón. O también don Félix Benítez Rexach, el industrial grisáceo y calvinista, ingeniero de rutilantes fracasos… 

Una sociedad provinciana e insular, alejada del pulso de la modernidad aunque no por ello desconectada del resto del circo mundial, que afronta sus días apegada a la vanidad y al ocio caribeño -"en el fondo de cualquier antillano hay un bujarrón"-, con la ostentación y el pavoneo arraigado hasta la médula, cuajada de intenciones malévolas y de ironías solapadas. Indolente ante los conflictos que burbujean en sus entrañas, las tensiones entre nacionalistas y pitiyanquies, entre lo rural y lo urbano, o las mujeres que se saltan los roles convencionales, o las nuevas formas y sustancias de buscarse placer o evasión. Y en la que, por supuesto, la violencia, irracional, brutal, puntual, nunca deja de presentarse para exhibir su arraigo en la idiosincrasia local.

4 comentarios:

Juan G. B. dijo...

Bueno, si nadie lo pregunta lo haré yo: ¿dónde está la que baja por toda la orilla, con la falda arremangada, luciendo la pantorrilla?

carlos ciprés dijo...

Bueno, si nadie responde lo haré yo: ¡Que grande es Bilbao que hasta tiene barrio en el Caribe!

Carlos Andia dijo...

Ejem, me había abstenido de hacer comentarios sobre el tema, para que no me acusasen de sinsorgo (insustancial). Porque encima tengo a alguien en casa que es de allí, ya veis.

Aparte de la tontería, enhorabuena por la estupenda reseña, don Carlos.

carlos ciprés dijo...

¡Muchas gracias compañero!