Año de publicación: 2014
Valoración: recomendable
Dicen -y parece ser cierto, aunque sobre estos asuntos siempre hay mucha leyenda- que con frecuencia los monarcas de la Casa de Borbón, tanto reyes como alguna reina, han sido individuos con los apetitos carnales un tanto desaforados. Para empezar, tal característica se le atribuye al primero de todos ellos, el que fuera Enrique III de Navarra y IV de Francia -de explícito sobrenombre, le Vert Galant-, que fuera de sus dos matrimonios disfrutó de un número incontable de amantes, en muchas ocasiones simples aventuras fugaces, pero que sembraron su reino de pequeños borboncitos... ventajas de ser rey, supongo (sin pretender despreciar sus cualidades como seductor, aunque no sé si habría tenido el mismo éxito como simple plebeyo).
Mila Beldarrain nos cuenta aquí la historia de una de estas amantes, un joven oriunda del pueblo bajonavarro de Baigorri (Saint-Étienne-de-Baïgorry en francés, excepto durante el periodo revolucionario, en que pasó a denominarse Thermopyles): Juana Leona, hija de Juanikot, llamada Corisanda -un personaje del Amadís de Gaula- por el monarca. La circunstancia que convierte en singular a ésta, entre todas las queridas que pasaron por los brazos del galante Borbón, es que Juana Leona o Corisanda era cagot, es decir, pertenecía a una comunidad de marginados, a una casta de intocables que vivían -en sus ghettos, no mezclados con el resto de la población- a ambos lados de los Pirineos occidentales desde la Edad Media hasta tiempos relativamente recientes (principios del siglo XX, en algún caso). Cagots en la Baja Navarra y el Béarn, agotes en el Baztán, gafos, chrestiaas... una comunidad de origen incierta (quizás descendientes de godos, quizás de herejes cátaros... aunque la teoría que le parece más plausible a Beldarrain es que fueran descendientes de los liberados de los lazaretos, por no tratarse de auténticos leprosos), a quienes se atribuía toda clase de males, se les prohibía el contacto con los otros lugareños y obligaba a dedicarse a ejercer determinados oficios -la carpintería y la música, sobre todo-, adscritos a la protección del señor local... que de paso disponía de una mano de obra sumisa y gratuita.
El encuentro entre Enrique y Corisanda tiene lugar, además, en un momento especialmente señalado para la historia del reino de Navarra y del de Francia: justo antes del casamiento entre este rey y Margarita de Valois, hermana del entonces monarca francés -e hija de la legendariamente pérfida Catalina de Médicis-, que pretendía rubricar la paz entre católicos y hugonotes para acabar con la guerra de religión que asolaba el país. Luego vendría la matanza de la noche de San Bartolomé y vuelta a empezar, pero los protagonistas de la novela aún no lo sabían... Que no se asuste, sin embargo, el lector lego en estos asuntos históricos: la autora nos ilustra con toda una serie de explicaciones -"extramuros de la narración" por decirlo así- sobre los entresijos políticos de la época, así como de la Baja Navarra, las costumbres y leyendas del lugar, etc... Personalmente, como lector de novela histórica no soy muy amigo de las explicaciones que no vengan bien integradas en el propio relato, pero tengo que admitir que Beldarrain lo hace de una manera clara y amena, con una cercanía que las vuelve realmente simpáticas (también he de decir que la autora bordea en algún momento el, para mí, aborrecible vicio de la "autoficción", pero, por fortuna, no acaba de sucumbir a él). Además, en la narración también abundan las pinceladas de un humor doméstico y algo guasón que la distingue de otras novelas históricas.
El resultado es una narración de lo más entretenida y, por qué no, incluso didáctica; la autora huye del dramatismo que, por otro lado, perfectamente podía haber adoptado esta historia, y se decanta por un tono más cotidiano (incluyendo, que conste, algún momento "mágico"), desmitificador y socarrón, pero también tierno y reconfortante. Aunque a saber cómo llegó a ser de cruel la vida con la Corisanda real, nuestra pobre cagot... A Enrique IV, ya se sabe, se lo cargó tiempo después un fanático católico; en aquella época los "yihadistas" eran de otra fe, como se ve.
El resultado es una narración de lo más entretenida y, por qué no, incluso didáctica; la autora huye del dramatismo que, por otro lado, perfectamente podía haber adoptado esta historia, y se decanta por un tono más cotidiano (incluyendo, que conste, algún momento "mágico"), desmitificador y socarrón, pero también tierno y reconfortante. Aunque a saber cómo llegó a ser de cruel la vida con la Corisanda real, nuestra pobre cagot... A Enrique IV, ya se sabe, se lo cargó tiempo después un fanático católico; en aquella época los "yihadistas" eran de otra fe, como se ve.
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