Título original: In'ei Raisan
Año de publicación: 1933
Valoración: imprescindible
Éste es uno de los ensayo más bellos que conozco. Lo he releído ahora después de varios años para hacer esta reseña, y lo he disfrutado más, si cabe, que la primera vez. Reúne en menos de cien páginas todas las virtudes ideales del género: audacia de pensamiento, síntesis expresiva, capacidad de evocación. A esto hay que sumarle además una pasión contenida, un entusiasmo sutil y silencioso que uno no puede evitar sentir como profundamente japonés. Quiero pensar que esto no se debe sólo a la sugestión por el origen de Tanizaki, sino a la veneración sencilla y convencida por la cultura de sus ancestros que fue el móvil último de este libro y acabó impregnando cada frase con un aroma inconfundible.
A veces se dan en la historia ciertas confluencias de signos que es posible leer como si se trataran de nudos o vetas en la madera. Donde la mayoría no ve más que sucesiones confusas de vida cotidiana, una mirada penetrante puede advertir los movimientos -íntimos y gigantescos- del espíritu humano, desplegándose con deslumbrante claridad. Creo que este sentido tiene poco que ver con el intelecto y mucho, en cambio, con la poesía. Tanizaki tuvo una de estas miradas poéticas y supo contemplar a su alrededor los últimos resplandores de una vida que se desvanecía en el tiempo. Supo, además, conservar ese resplandor crepuscular en este libro, que es un elogio, sí, pero un elogio fúnebre, una elegía.
Tanizaki escribió este ensayo en 1933, cuando las invenciones de la técnica occidental se estaban inflitrando ya hasta el último rincón de la vida japonesa. Nuevos materiales sustituían a los antiguos, se implantaban nuevas fuentes de energía y todo parecía más eficaz, más limpio, más rápido. Las vajillas de loza resultaban más resistentes que las de laca, los sanitarios con recubrimiento de baldosas se revelaban más higiénicos que los de madera, y las viviendas ofrecían un aspecto lujoso con su nuevo equipamiento de bombillas, teléfonos y radiadores. Pero algo fallaba. Algo en el ambiente causaba cierto malestar al gusto japonés, como si se escuchara uno de esos pitidos que vibran en el límite mismo de la audición y que muchos no llegan a oir jamás. Tanizaki se dio cuenta y le puso nombre: era la desaparición de la sombra. Y si la sombra desaparecía, se llevaría consigo toda la cultura tradicional de Japón.
Otros, estoy seguro, no verían relación alguna entre la introducción de los cubiertos occidentales, el alumbrado eléctrico y el abandono de los vestidos femeninos tradicionales. Tanizaki en cambio descubrió que los japoneses se estaban imponiendo a sí mismos unas formas de vida concebidas, en última instancia, sobre un ideal de belleza que les era ajeno por completo, y esto le llenaba de melancolía. Los occidentales tenemos la obsesión porque todo brille limpio e impoluto, sin huella alguna del uso o del tiempo que entorpezca el reflejo de la luz. La cultura japonesa tradicional, en cambio, nació en el seno de sus casas sombrías, de largos aleros, donde la luz se ve entorpecida por paneles de papel y biombos. La laca, el jade, la seda, incluso el maquillaje de la mujer: todo está pensado para apreciarse en esas condiciones de oscuridad, como una fosforescencia opaca e irreal que parece brotar del cúmulo de las sombras. Una lámpara eléctrica o una simple ventana de cristal traslúcido bastan para destruir las tinieblas y, con ellas, la belleza.
Las reflexiones de este ensayo acaban entristeciendo al lector, porque se ve que Tanizaki era bien consciente de que los tiempos no volverían atrás. Esta melancolía, sin embargo, se ve compensada con creces por la alegría sensible que transmite el autor cuando evoca cosas tan sencillas como un cuenco de sopa caliente o la sala profunda y sombría de un antiguo templo. Creo que nosotros, occidentales, más que nadie, debemos leer este libro. Aprenderemos mucho de nosotros mismos, y puede que no nos guste.
También de Tanizaki en ULAD: La madre del capitán Shigemoto, La llave, El demonio y otros relatos
6 comentarios:
me quito el sombrero
qué gran libro, cómo lo disfruté cuando lo leí y cuántas veces se lo he regalado a tantísima gente
es una pequeña joya, ¿verdad?
Muy interesante...
Japón y sus creadores son una fuente inagotable de sorpresas.
Trataré de dejar de centrarme en el manga y en el anime, jejeje...
Cuando pueda me haré con este libro.
Cuánto por leer y qué poco tiempo...(alguien lo dijo antes que yo).
Desde luego que es imprescindible, por lo menos para los que nos movemos en el mundo del arte y de la arquitectura. La primera edición (Siruela) me llegó en el 94 y desde entonces he vuelto a este libro infinidad de veces. Ante todo es pura estética oriental, con todo lo que ello conlleva. Una joya como dice Izas. Posiblemente algo difícil de entender para todo aquel que se encierra en la estética occidental y un goce para los que nos abrimos a otros mundos diferentes al nuestro.
Sí, desde luego, es un libro en el que se disfruta cada frase. Yo he aprendido mucho de él.
Don Jaime:
Coincido con tu apreciación. Ha sido uno de los mejores regalos que he recibido nunca hace ya bastantes años, seguramente esa edición número 1.
Me alegra saber que coincidimos!
Totalmente de acuerdo con la crítica y los comentarios
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